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Por Publicado el: 07/11/2014Categorías: Crítica

Carmen en la Zarzuela: proyecto (en parte) fallido

PROYECTO (EN PARTE) FALLIDO    

Con el deseo de facilitar al público al acercamiento y comprensión de creaciones extranjeras de prestigio, hubo en nuestro siglo XIX un movimiento que perseguía la fusión, la identificación de lo zarzuelero con lo operístico. Una propuesta útil y hasta cierto punto lógica cuando se trataba de importar títulos de la opéra comique, evidentemente emparentada, y no sólo por el empleo de diálogos hablados, con nuestra zarzuela. Eran tiempos en los que, en muchos países, las óperas foráneas se presentaban a veces traducidas al idioma local. Una manera de acercar el argumento al espectador en aras de una mejor comprensión de la trama y sus accidentes. Eso no rezaba de la misma manera para España, en donde lo italiano preponderaba, en contra de la producción local, hasta extremos insospechados. Pero no dejó de haber intentos que buscaban que cuajara una ópera autóctona en nuestro idioma e incluso una cruzada en su favor. Con escaso éxito pese a que se llegaran a escribir obras muy considerables, hoy en buena parte olvidadas. Quedaba, claro la zarzuela, género propio, que en ciertos casos llegó a ser sustitutivo de la ópera.

En esta línea, y rivalizando con el Teatro Real de Madrid, que exhibía la ópera en su versión original, se situó la presentación, en el Teatro de la Zarzuela, de la Carmen de Bizet en traducción al castellano de Rafael María Liem. Tras una serie de dificultades legales, promovidas en su mayor parte por el empresario del coliseo de la Plaza de Oriente, el Conde de Michelena, la obra subió a escena de tal guisa el 2 de noviembre de 1887 bajo la dirección musical del compositor Gerónimo Giménez.

Tres años más tarde, el 7 e abril de 1890 –y esto, como lo anterior, nos lo cuenta Laura Santana en un espléndido artículo en el programa de mano-, se estrenó en el Teatro del Circo de Barcelona una nueva versión en nuestro idioma, debida esta vez a Eduardo de Bray. Como en el caso anterior, la partitura musical no sufrió prácticas modificaciones, tan sólo las necesarias para ajustar texto a notas. Este “arreglo muy acertado”, en palabras de un crítico de la época, es el que se ha repuesto en el Teatro de la Zarzuela, que inaugura así la temporada. Parece ser que esta revisión es más fiel y mejor que la de Liem, aunque. Escuchada hoy, se nos antoja trasnochada de lenguaje y muy forzada en el encaje de las notas con los fonemas.

Es la que ha empleado, con algunos retoques, la directora de escena Ana Zamora, para quien “estamos ante una historia escrita por hombres fascinados por una mujer que no se ciñe a los formatos tradicionales y que despierta un pánico ancestral en algo que se quiere gozar, pero al mismo tiempo controlar”. Porque Carmen no reivindica ninguna ideología, sino que quiere, simplemente, su libertad individual. Ideas que se ajustan bien a lo que es esta tragedia, que la directora conecta inteligentemente con el machista epigrama de Páladas de Alejandría (s. IV d C): “Toda mujer es hiel, pero tiene dos momentos buenos: uno en el tálamo, el otro al morir”. En él se inspiró Merimée para la novela de la que partieron Halévy y Meilhac, libretistas de Bizet.

Para llevar el agua a su molino, Zamora busca una serie de subrayados, a veces muy obvios, con proyecciones semi abstractas, consignación de epigramas de otros autores, como Pardo Bazán, encuentros silenciosos en los entreactos musicales de Carmen y Micaela, en intercambio de objetos, unidas frente a la iniquidad, en tacto de codos feminista. Lo que conecta, y el florido, onírico  y un poco absurdo final, con la gitana coronada por los niños, lo abona, con la lucha contra la violencia de género.

El decorado, el mismo para los cuatro actos con ligerísimas modificaciones, es minimalista: una gran arquitectura que asemeja el exterior de una plaza de toros, lisa y de tonos grisáceos, unos arcos que se cambian de sitio y unas escalinatas laterales. Poco sugerente, la verdad. Sobre él se realiza un movimiento escénico bastante acartonado y nada realista. No hay colorido ni tensión, no hay bullicio ni vivacidad. A veces parece todo académico y colegial. Dirección de actores poco lucida. Con lo que el fuego, la urgencia dramática, la penetración psicológica necesarios quedan en el limbo.

La sosería no se disimula por el hecho de que cada uno de los cuadros se desarrolle en una época distinta: el inicial, en las primeras décadas del XIX, el segundo, a finales de ese siglo y, en transición casi inadvertida, en los años 30 del XX, que es en la época en la que tiene lugar el tercero, y el último, en la actualidad. La música, los aires hispanos, las danzas no tienen nada que ver con lo que se ve. Un espectáculo falto de brillantez, de abigarramiento, en el que los contrabandistas son milicianos de nuestra guerra civil. Los figurines, bastante feos e improbables, mezcla de géneros, nada verosímiles, tampoco ayudan. La apuesta de Zamora, huyendo de lo costumbrista, es valiente, pero fallida.

Frente a ello menos mal que lo musical funcionó aceptablemente, gracias sobre todo a la dirección presta, precisa, animada, elástica y vigorosa, atenta también a lo lírico, de la china de Taiwan Yi-Chen Lin, una jovencísima artista que dio mucha mecha y concertó con soltura con su limpia y bien manejada batuta, otorgando claroscuros a los timbres y variedad a los acentos. La orquesta sonó bien; como el coro, sobre todo las féminas, con sólo algunos desajustes pasajeros, entre ellos el de los varones poco antes de la entrada de Carmen.

Como cigarrera tuvimos a una magnífica María José Montiel, cálida de timbre, redonda de emisión, con sonidos plenos en centro y medio agudo de notable calidad y hermosas notas, carnosas y penetrantes. Algún sonido algo destemplado, cierta falta de densidad en graves y una leve desafinación en la repetición de la Habanera no son máculas a una labor que construyó personaje –elegante antes que desgarrado- y que vino asentado en un fraseo sinuoso, bien modelado, y a un empleo sabio de los reguladores, con medias voces excelentes.

Lástima que José Ferrero, su don José, bien dotado, de centro y graves timbrados, anchos y pastosos de buen tenor lírico pleno, no tuviera su noche. A partir de la zona de pasaje la voz se descoloca, pierde apoyo y brillo, recurre a la gola, lo que impide un fraseo natural y un legato más logrado. Aun así cantó con cierta suficiencia su dúo con Micaela, en el que prodigó sonoros falsetes. Poco relevante como actor. Fresca, bien emitida, extensa, maleable la voz de Sabina Puértolas, que delineó una exquisita Micaela, quizá un punto falta de carne para la parte. Amoretti, de emisión cupa, timbre no especialmente atractivo, pero oscuro y firme, hizo un Escamillo de no mucho vuelo, pero cantó con enorme seguridad, poco comprometido con la escritura nada fácil, de tesitura tan amplia, del personaje. Sin ningún problema en los graves.

Presente, timbrado, bien cantado y dicho el Morales de Bullón, algo rígido y de vocalización dudosa en los parlamentos, aunque contundente, el Zúñiga de Tójar. Solventaron sin problemas sus partes Isabel Rodríguez García y Marifé Nogales. Lo mismo que Galán y Atxalandabaso, que con Montiel y la batuta de Lin interpretaron un espléndido quinteto. Arturo Reverter

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