Carta a Alfredo, a los diez años de su fallecimiento
QUERIDO ALFREDO;
Han pasado volando ya diez años. Aún tengo fresca nuestra última conversación pocas horas antes de que, como Edgardo, desplegases las alas hacia Dios. Tu voz entonces sonaba apagada frente al poderío de esos vibrantes “does” que hasta hacía bien poco prodigabas sin esfuerzo. Me contabas que a ratos te sentías mejor y a ratos peor. Querías creerte que saldrás de ésta. Me constaba que conocías tu enfermedad pero no su alcance y, por ello, aún tenías fe en las sesiones de quimioterapia. Quizá te animase el ejemplo de Tordesillas, que acababa de visitarte. Yo, sin embargo, tenía muchas menos esperanzas que tu y sabía que no tardaría en recibir una mala noticia.
Nuestra querida Paloma me ha pedido que escriba unas líneas en el programa de mano del concierto en recuerdo de aquella triste fecha y dejo volar la imaginación. Pensar en ti significa pensar en toda mi vida musical. Lo mismo les pasará a muchos amantes de la lírica de los nacidos a mediados de siglo. Con tu voz y la de tu hermano Francisco empezamos a escuchar ópera y zarzuela. Entonces los padres aún no ponían a los niños delante de una televisión para evitar hacerles caso. Sólo teníamos las radios, mamotretos en las que se nos ofrecían noticias, novelas, sermones, cuentos y música. “Por el humo se sabe donde está el fuego” sonaba de cuando en cuando. A muchos les enganchaste a la música con aquella romanza, a mí no. Me seduciría Montserrat una década después, pero su primera ópera completa, “Lucrecia Borgia”, la grabó contigo. Luego pasarían muchos años hasta que os volvieseis a encontrar en un estudio. Por aquella época tu ya debutabas en El Cairo con “Rigoletto” y algunas otras obras que, como “Tosca”, pronto eliminarías de tu repertorio. El Covent Garden llegaría tres años después, en 1959, de la mano de Edgardo. La Scala, un año más tarde, de la de Elvino. Por las mismas fechas te unías a María Callas en la famosa “Traviata” lisboeta. Eras ya una figura internacional y nosotros sin apenas enterarnos. Se decía que había un tenor que cantaba muy bien, pero era un poco frío y soso en escena. Aquí, como siempre, los peros. En 1962, vía Chicago, empezaste a triunfar en Estados Unidos y en 1966 pisaste el viejo Metropolitan por vez primera.
Apenas unos pocos años más tarde fue cuando nos conocimos. Empezaba yo entonces, de forma un tanto ingenua, a meterme en el mundo donde estoy ahora. No tenía veinte años cuando me presenté en tu casa de la calle Miguel Ángel a hacerte una entrevista para la revista “RITMO”. Posamos en un sofá y esa foto, que me firmaste posteriormente, lo tengo ahora mismo delante de mis ojos. Se te ve joven, pero los rasgos de tu cara denotan la tenacidad y fortaleza que sólo te faltaron una vez en la vida. Hay un detalle que siempre me hace sonreír porque es compartido. Aún no ganabas diez millones por gala, pero querido Alfredo, seguro que ya tenías suficiente como para no llevar agujeros en las suelas de los zapatos. Desde entonces mantuvimos el contacto y te convertiste en uno de mis ídolos. No había entonces mucha ópera en España pero te vimos con frecuencia en la Zarzuela, escenario de tantos triunfos, empezando por la ya célebre reposición de “Doña Francisquita”. “Rigolettos”, “Traviatas”, “Pescadores de perlas”, “Lucias di Lammermoor”… tantas y tantas noches gloriosas hasta llegar a “Romeo y Julieta” o “Los cuentos de Hoffmann”.
De ti he admirado muchas cosas, pero sobre todo la honestidad con el arte. Eras consciente de tus límites, de tus fortalezas y debilidades y supiste quedarte en el repertorio que más te convenía. Algunas óperas belcantistas difícilmente volverán a encontrar mejor paladín. Entre ellas esos “Puritanos” que no vacilaste en abandonar cuando comprobaste que no podías seguir cantando al mismo nivel. Decidiste dejarnos sin frases maravillosas por no poder con un par de ellas. Eso es honradez artística. Mucho tenemos que aprender de tu ejemplo y extrapolarlo a nuestras profesiones. Bien me acordaba de ello al escuchar hace pocas fechas en Sevilla como Roberto Alagna hacía todo lo contrario, falseando en un falsete continuo el aria de “Pescadores” que tu bordabas. También he admirado tu fraseo, la línea de canto, la dicción. Las melodías levantaban el vuelo sin esfuerzo aparente, con naturalidad, y su texto era siempre perfectamente inteligible. Hasta los “does” y los “res” eran para ti algo tan natural que podías emitirlos incluso con catarro. Impostabas la voz como nadie y por eso tuviste un récord aún no igualado. Hasta hace pocos años no habías cancelado ningún concierto o representación. De hecho, yo sufrí tu primera cancelación de un concierto. Fue en el desaparecido Liceo, donde no te prodigaste por razones que no vienen al caso.
En los últimos tres o cuatro años de tu vida nos vimos mucho más. Stephen Lisnner, el director artístico que dio la espantada en el Real, nos unió con su todavía incomprensible afán de dejarte fuera de la programación. Recordarás la lucha que tuvimos un par de personas por conseguir que inaugurases la segunda temporada con Offenbach. La enfermedad echó al trate con todo. Rosa falleció. Tu decías, como Edgardo, que deseabas acompañarla y te deprimiste profundamente. Por fortuna la música vino a rescatarte de la mano de la enseñanza. Te entregaste a tus alumnos y volviste a hallar sentido a la vida. En pocos meses volviste a estar animado y sonreír. Un día, a la salida de la Escuela Reina Sofía me invitaste a “El hombre de la Mancha”, ¿te acuerdas?
La Escuela Reina Sofía fue un bálsamo para ti desde que le comentaste a Paloma O’Shea que te encantaría dedicarte a la enseñanza. En ella trabajaste, muy bien acompañado por Suso Mariátegui y Edelmiro Arnaltes, para transmitir tu saber artístico desde 1994 hasta que te faltaron las fuerzas. Tu testigo lo recogerían después Teresa Berganza (1999 a 2002) y Tom Krause (desde 2002). Estuve alguna vez en tus clases. Era un placer escucharte y para dar testimonio de ello quedan afortunadamente unas grabaciones en bruto, que en su día realizó TVE y que debería entregar a la Escuela para que puedan colgar en la red, como otras muchas, a través de ese gran proyecto que es “Magister Musicae”, para dar testimonio de ello. Ayudaste a un montón de jóvenes que más tarde conocerían los teatros de ópera: Jorge Elías, Antonio Gandía, Simón Orfila, Marina Pardo, Milagros Poblador, Aquiles Machado… ¡Cómo te enfadaste, por cierto, cuando Aquiles cantó “Boheme” en el Real! Le dijiste, y tenías razón, que era una barbaridad. Luego, ya con Teresa Berganza y Tom Krase, saldrían de la Escuela destacados artistas como Gabriel Bermúdez, Ismael Jordi, Celso Albelo –Duque de Mantua en el vecino Teatro Real en estas fechas- y otros muchos.
El propio Albelo, junto a la soprano María Espada, la mezzo Marina Pardo y el bajo Simón Orfila –todos ellos exalumnos de la Escuela- cantan en tu homenaje acompañados por los profesores Kennedy Moretti y José Ignacio Gavilanes, al piano y armonio respectivamente. Junto a ellos, el Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana que dirige Jordi Casas i Bayer. Interpretarán la “Pequeña Misa Solemne para coro, solistas, piano y armonio”, la última composición importante de Rossini. Me gustaría haber discutido contigo sobre los calificativos de “pequeña” y “solemne”, porque “El último pecado mortal de mi vejez”, como Rossini describió su obra, dura nada menos que hora y media, lo que es más que casi todas las misas, y su carácter tiene poco de lo que normalmente entendemos como solemnidad. Pero el propio autor lo dejó claro ante Dios: “Aquí está terminada esta pobre y pequeña Misa. ¿Es música sacra lo que he escrito o quizá una santa música? ¡Yo he nacido para la ópera bufa, como bien sabes! Un poco de sabiduría y un poco de corazón, eso es todo. Bendíceme por tanto y concédeme el Paraíso”. El caso es que Rossini no quería marcharse sin decir algo más y, lo que es más importante, algo nuevo. Ahí están los romatismos y las modulaciones del “Qui tollis” o del “Quoniam” para demostrarlo. También m hubiera gustado recordar y comentar aquella especie de clase a Suso Mariátegui en la que le explicabas cómo había que cantar el aria del tenor para que no se cansase a pesar de tratarse de una pieza larga. También le indicabas que no forzase la voz porque entones el aria perdía su belleza. ¡Qué de sabiduría en aquellas clases!
Te fuiste hace diez años y pareció que nos dejabas huérfanos de belcanto. Un poco fue así, pero nos quedan los recuerdos personales, tus discos y videos, las grabaciones de las clases magistrales… Y, naturalmente, tus alumnos y ese todavía joven tenor peruano que tanto te admira, Juan Diego Flórez, y que te dedicó su último y reciente recital en el Real. Dejaste una escuela de canto y un ejemplo de honestidad a seguir. ¡Que tus colegas presentes y futuros no pierdan nunca tu concepto de exigencia artística sobre los escenarios y, por qué no decirlo, que tampoco lo olvidemos público y crítica. Sólo con exigencia podremos hacer que la música sea mejor cada día.
Gonzalo Alonso
Esta carta fue publicada en las notas al programa de mano del Concierto Homenaje a Alfredo Kraus de la escuela Reina Sofía el pasado 30 de junio
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