Claudio el grande
Claudio el grande
Ayer falleció en su casa de Bolonia uno de los pocos auténticamente grandes directores que nos quedaban. Era algo esperado, pero no por ello menos doloroso, aunque él y nosotros hayamos convivido con la idea desde que se le detectase un cáncer de estómago en 2001. Han sido trece años esplendorosos para la música y, en cierto modo, para él mismo, pues su transformación como persona ha sido inmensa. Tras una apariencia tímida se ocultaban retazos coléricos y, sobre todo, una especie de vivir en otro mundo. Ese autismo desapareció para nacer una persona mucho más humana y próxima. Las reacciones a su desaparición no se han hecho esperar. Desde Muti, con quien la rivalidad era más prensa que otra cosa, hasta Barenboim, que paró su ensayo en Sevilla para dedicar unos minutos a su compañero recordando cuando le conoció en Viena tocando la sonata de Liszt hace sesenta años.
Todo empezó hace ochenta. Su padre, Michelangelo Abbado, era compositor, autor de ensayos y violinista al que gustaba tocar en conjuntos de cámara. El hacer música entre pocos es algo que Claudio llevó siempre en la sangre. El padre frecuentaba la casa de Toscanini en la calle Durini. “Llegarás muy alto y tendrás mucho éxito” le dijo el maestro a un joven de entonces 18 años. No se equivocó. Sin embargo Claudio prefirió luego a Furtwängler. “Toscanini era dictatorial, Furtwängler promovía más la participación democrática y sabía dar su profundo significado a cada nota” declararía. Era un joven taciturno. Las circunstancias posiblemente influyeron. Su madre, que ayudaba a los partisanos, estuvo a punto de perder la vida por ello y él tuvo un encontronazo con la Gestapo por pintar “Viva Bartok” en una pared en 1943. Años después se manifestaría contra la guerra del Vietnam, los coroneles griegos o los carros soviéticos en Praga. De ideas de izquierda –su unión político intelectual con Pollini a partir de 1968 marcó época en Italia- no fue cómodo ni para éstas ni para las derechas. Suele suceder con las personas valiosas y libres.
Estudió en Viena con Swarowsky y, junto a Zubin Mehta, se apuntó a un coro para poder entrar en los ensayos de las grandes batutas. A los 25 años tuvo su primer gran reconocimiento: el premio Koussewiztsky de Tanglewood y a los 30 el Mitropoulus neoyorquino. Entre ambos ya su debú en la Scala en el 300 aniversario de Scarlatti. Luego vendría todo lo demás: la dirección de la Scala (1968), la Filarmónica de Viena (1971), la Sinfónica de Londres (1979), la Joven Orquesta de la Comunidad Europea (1978). La Orquesta de Cámara de Europa (1982), la Ópera de Viena (1986), la Filarmónica de Berlín (1989)… Al poco de llegar a ésta, tras su revelación de la “Tercera” de Brahms a los músicos, la viuda de Furtwängler le enviaría un mensaje escribiendo “En mis casa tiene uste la suya”.
Quizá el mayor rasgo de su personalidad fue el interés por los jóvenes. Quiso difundir la música en colegios, fábricas y espacios públicos. Y fue el primero en mostrar que los jóvenes pueden tocar tan bien como los profesionales si se les dedica tiempo. Él les dedicó gran parte del suyo, fundando varios conjuntos: la citada Orquesta de Cámara de Europa, la Jugend Mahler Orchestra o esa Orquesta Mozart recién disuelta en cuanto los patrocinadores supieron que no podrían contar más con Abbado. En sus últimos conciertos en España, el marzo pasado, dio la oportunidad al joven Gustavo Gimeno de subirse al podio para dirigir parte de su concierto. Y si los jóvenes le estaban agradecidos, los grandes músicos con los que trabajó le amaron tanto como para abandonar solitarios e incorporarse juntos en una orquesta creada en Lucerna expresamente para él. Allí estuvieron, a partir del año 2000, Gutman, Meyer, Pahud, Macias Navarro o los miembros de los cuartetos Hagen y Alban Berg. Los acordes de aquella agrupación jamás podrán borrarse de los oídos de quienes la escucharon.
Me contó hace muchos años que su apellido podía tener orígenes españoles, que podía descender de los Abad, una familia que trabajó en la construcción de los jardines del Alcazar de Sevilla y que después se estableció en Italia. Cierto o no, vino a España con frecuencia. A dirigir, la primera vez, a finales de los años cincuenta con la orquesta de Cámara de Milán, para en 1968 presentarse con la ONE en una experiencia que no le satisfizo. Pasaron muchos años hasta su vuelta en 1980, ya con la Sinfónica de Londres como su titular. Gracias a Alfonso Aijón hemos disfrutado de él en 38 ocasiones y con todas sus orquestas. En el recuerdo quedan muchos conciertos. Citaré en Madrid las “Quinta” y “Novena” de Mahler y la increíble “Rosamunda” de su última propina en marzo. Tantas óperas y conciertos por el mundo: “Aida” y el “Requiem” verdiano en Munich, en la Scala “Simon Boccanegra”, en Salzburgo “Boris Godunov”, la “Carmen” de Edimburgo con Berganza… Siempre había profundidad y equilibrio en sus lecturas y siempre las iluminaba con nuevas luces. En los últimos años sus interpretaciones se impregnaron de tal misticismo que se llegó a escribir tras un “Requiem” de Verdi que Abbado había dirigido el suyo.
Trabajó con Berganza –“Carmen”, “Barbero”, “Cenerentola”, etc-, con Caballé –“Requiem” y “Viaje a Reims”-, con Domingo –“Don Carlo”- y con Carreras –“Requiem”, “Simon Boccanegra”- y llevó a Lucerna al Orfeón Donostiarra. En el Palau de Valencia, al poco de abrirse, grabó todas las sinfonías de Schubert y en el Teatro Real sorprendió su “Fidelio”.
Vamos a echar mucho de menos en España a aquel joven que, a los siete años, escuchaba en la Scala a Guarnieri dirigir los “Nocturnos” de Debussy y soñaba “¡Cómo me gustaría dirigir esto algún día!”. Su sueño se hizo realidad. Me dijo una vez en Valencia “No tengo proyectos, sino sueños”. Ahora duerme su sueño eterno y, recordando a Groucho Marx, “si los mejores proyectos nacen de los sueños, durmamos”, pongamos el movimiento final de su “Novena” de Mahler y cerremos los ojos. Entenderemos sus proyectos y verdades. Gonzalo Alonso
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