Tharaud o la tempestad

Obras de Schubert, Debussy y Ravel. Alexandre Tharaud (piano). XXVII Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Auditorio Nacional. 18 de octubre

Alexandre Tharaud (c) Fundación Scherzo

Una cosa es el estilo y otra el criterio estilístico. Debussy buscó toda su vida maneras para expresar de forma certera lo que quería decir al piano. No era tanto el qué sino el cómo. Sus indicaciones en las partituras se han hecho famosas por su vocación poética, pero en realidad Debussy utiliza esas indicaciones tan bellas —que incluyen versos, recordatorios de trenzas de mujer o sonidos de pasos en la nieve— para conseguir el extrañamiento de la mirada del intérprete; que no se haga un pianissimo al uso, sino que el músico se detenga en esta línea tan frágil para no romper la delicadeza del discurso. Respetar esas indicaciones de Debussy es criterio estilístico. Ignorar buena parte de ellas y salir más o menos indemne, es estilo.

Obviamente hay algo de reivindicativo en todo esto, en los fortissimo que desplegó Tharaud en lugares inesperados durante todo el concierto. Muchos intérpretes se acercan a las partituras de Debussy o Ravel carcomidos por lo que podíamos llamar su “ambientalidad”. La música como mera creación de atmósferas. Y es que la gradación dinámica que propone el compositor francés requiere de un enorme sentido del matiz para poder mostrar los contrastes. Arrancó el concierto con el Impromptus op. 90 de Schubert, algo atropellado en un primer momento pero reconducido con rapidez desde el segundo de ellos, donde el peso de la pulsación en las escalas consiguió dar una dirección a la pieza. El tercero se cantó sin tiempo para el sentimentalismo, con más peso en la mano izquierda para equilibrar primer y segundo plano.

Én los 5 Prèludes elegidos del primer libro de Debussy es donde estalló toda la incandescencia y el arrebato de Tharaud, con visiones rotundas, gradaciones dinámicas al límite y un despliegue técnico asombroso. A veces deslumbró, otras desconcertó. Magnífica por su añoranza e irrealidad Pas sur la neige.

La segunda parte arrancó con una demostración de otra de las grandes facetas de Tharaud: la de transcriptor. El traslado a piano del Prélude à l’après-midi d’un faune es fantástico, al igual que lo es la del “Adagio” de la Quinta Sinfonía de Mahler o del clásico —de otra manera— “Good Vibrations”. Para el Prelude Tharaud propone una paleta de colores inagotable y una lógica indiscutible en el despliegue de las armonías de la orquesta, sin perder la esencia original ni caer en exhibicionismo gratuito. Incluso en este formato la obra recupera parte de la dureza original, que ha ido quedando enterrada con el paso de los años a cuenta de una visión amable y descontextualizada. Este fauno, extraído de los poemas aristados de Mallarmé, es de todo menos amable.

El concierto acababa con Miroirs, la cima pianística de Ravel que destila seducción y amargura. Aquí los matices fueron menos extremos y con algunos momentos realmente conseguidos, como Oiseaux tristes, con una pulsación apenas intuida y un juego de pedal más arriesgado.

Las propinas tampoco fueron al uso: Scarlatti y John Williams, entre lo vertiginoso y lo emocional. Tharaud fue ovacionado al final por el escaso público de la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional. No se entiende tanta butaca vacía. Tharaud no es un nombre menor en el circuito, y a día de hoy ofrece cosas que casi nadie puede ofrecer: valentía, estilo y tempestades. Mario Muñoz Carrasco