Crítica: David Afkham dirige la Séptima Sinfonía de Mahler con la Orquesta y Coro Nacionales de España
Belleza de lo maldito
Obra de Mahler. Orquesta Nacional de España. Dirección musical: David Afkham. OCNE 22/23. Auditorio Nacional, 21 de mayo
Hemos pasado de lo excepcional a una especie de afortunada sobreexposición. Y ha sido fruto del trabajo de muchos, desde aquella Cuarta Sinfonía dirigida por Argenta (precisamente con la ONE) en el 55 hasta el apostolado intenso de José Luis Pérez de Arteaga. Varias décadas para normalizar la presencia de Mahler en los escenarios. En estos últimos tiempos se ha convertido en una suerte de reivindicación sinfónica, para iniciar y finalizar temporadas, para trasladar mensajes de conciencia medioambiental, de artistas resurrectos o para despedirse de una determinada etapa. Y en todas ellas la Séptima ha sido la hermana pobre, la que apenas se pone en los atriles, la “cenicienta” del ciclo sinfónico, como la llama acertadamente Pablo L. Rodríguez en alusión al comentario mítico de Deryck Cooke. Ni con el lustre de la Quinta, ni la espiritualidad de la Novena, ni la imponencia de la Segunda, etc. Un poco huérfana de épica, parte del motivo de ocupar ese lugar en el envés del repertorio es que se aparece ante el público algo más neurótica, humorística, inconexa y desclasada que sus compañeras.
Pero Mahler es Mahler en todo momento, incluso cuando ríe, y requiere de una planificación en la gama dinámica excepcional, un cuidado extremo en los balances y una dosis importante de poética del sonido. Entre las buenas cualidades de David Afkham está su estudio preliminar de las partituras, necesario para localizar de antemano las costuras del tejido sinfónico. Por eso buena parte de los momentos más complejos estuvieron resueltos con eficacia y notable elegancia, como el propio arranque, un adagio punteado, misterioso, donde la belleza no es obvia y el camino hacia la luz (por muy ambigua que sea) está dibujado de forma frágil por los metales. Buen uso de las indicaciones de dinámica de la partitura, respetadas de forma disciplinada por la orquesta durante el segundo movimiento, la “Nachtmusik I”, con líricas intervenciones por parte del clarinete y ese aroma a música klezmer más angosto que, por ejemplo, en el principio de la Quinta.
También acertó el director alemán en el subrayado de la ironía del Scherzo, con un vals cargado de decadencia pero sin afectar a la pureza del sonido. La atmósfera ensoñadora del cuarto movimiento, convocada por el uso casi ambiental de la mandolina y, sobre todo, de la guitarra, funcionó sin sobresaltos preparando el contraste con el final de la sinfonía. Lejos de toda la dramaturgia previa, el quinto movimiento —el más difícil— fue pura comedia dell’arte, con sus personajes silueteados con rotulador grueso y sus guiños circenses que acababan en los ácido uso de los cencerros. Se echó en falta algo de contención en los instantes intermedios, que exploraron volúmenes extremos tal vez en un intento de coherencia pero restando polaridad e ironía, que es la base del final de la Séptima. Gran lectura, en resumen, del discurso con más dificultades de prosodia y delineado de todo el corpus sinfónico mahleriano. Mario Muñoz Carrasco
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