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Por Publicado el: 11/02/2024Categorías: En vivo

Crítica: Alcina en el Maestranza

Una Alcina gozosamente musical

Haendel: “Alcina”. Jone Martínez, Maite Beaumont, Daniela Mack, Lucía Martín-Cartón, Ruth González, Juan Sancho, Riccardo Novaro, Inma Alcántara. Orquesta Barroca de Sevilla. Director musical: Andrea Marcon. Dirección de escena: Lotte de Beer. Reposición de la puesta en escena: Julia Langeder. Teatro de la Mestranza, Sevilla, 8 de febrero de 2024.
“Alcina” es sin duda una ópera magistral, una de las más grandes de Haendel, poseedora de unos atributos armónicos, melódicos, orquestales y vocales de alto nivel. El manejo de las voces, el control de las tonalidades, la forma en que en ella se traducen conductas, sentimientos, valores es la de un gran compositor que, por otro lado, como era costumbre en la época, desarrolló a partir de todos esos elementos una acción tópica, de rasgos contradictorios y muchas veces confusa. Solo la maravillosa partitura musical nos eleva por encima de las debilidades de un libreto que parece fue escrito, sobre una falsilla ya conocida, por Antonio Fanzaglia. Al fondo quedaba el talento literario de Ludovico Ariosto (“Orlando Furioso”).
Al hablar de la representación sevillana (la segunda de las tres ofrecidas) hemos de hacer referencia en primer lugar a la excelente labor del foso en el que se situó la Orquesta Barroca de Sevilla, un conjunto que ha crecido con el tiempo y siempre de la mano de uno de sus fundadores, el contrabajista Ventura Rico, que, con Barry Sargent, tuvo la feliz idea de crearla allá por 1995. Se nos ha brindado en su mejor forma: afinada (algo no tan fácil en instrumentos de época), conjuntada, elástica, precisa y expresiva, envuelta en un muy sugerente y definido espectro tímbrico.
Y bien que aprovechó en esta ocasión tales cualidades el magnífico organista y desde hace tantos años director Andrea Marcon, que supo dar a la formación la pátina sonora, la acentuación, la expresividad, las dinámicas, el juego de reguladores y el brillo instrumental adecuados, pegándose a las voces sin especiales desequilibrios, alternándose con ellas, elevándolas y cuidándolas en todo instante, con un espléndido juego rítmico. La música de Haendel se nos ofreció de esta manera diáfana, contrastada, cuajada de relieves, amena y fluida. Y los cantores convocados se encontraron cómodos y arropados.

Alcina-maestranza
La compañía de canto reunida poseía sin duda la suficiente altura y profesionalidad para otorgar al juego haendeliano todo su valor y relieve en partitura tan variada, tan rica, tan contrastada. Y tan difícil. Destaquemos en primer lugar la intervención de Jone Martínez, soprano cristalina y de timbre muy fresco de lírico-ligera. Cantó todas sus arias con finura, expresión justa y musicalidad. Delineó sus frases con sentido incorporando a la maga que, en este caso, de acuerdo con las prescripciones de la rectoría escénica, se nos presenta como un personaje vacilante, de personalidad dubitativa y nostálgica.
Desde ese punto de vista la actuación de la joven soprano fue adecuada, pero es indudable que Alcina requiere una voz de mayor fuste y dimensión, una lírica de mayor sustancia vocal, capaz de los acentos dramáticos requeridos y de abastecer con mayor solidez una zona grave muy exigente. Recordemos que el papel lo estrenó Anna Maria Strada del Pò, una voz de cierta envergadura. Un aria como la imponente “Ah! Mio cor!”, con ese acompañamiento demoledor, requiere otras hechuras. Tampoco le habría venido mal a su hermana en la ficción, la casquivana Morgana, Lucía Martín-Cartón, algo más de sustancia vocal, En todo caso se defendió bien y dibujó estupendamente la conocida y pimpante aria “Tornami a vagheggiar!”
La mezzo muy lírica que es Maite Beaumont, que incluso grabó hace años el personaje con Alan Curtis, tiene bien ahormado el personaje de Ruggiero, que dijo y expresó con ánimo y convicción. Buena coloratura la suya a falta de un espectro más relevante y audible en la zona grave. Un registro que tiene bien cubierto la también mezzo Daniela Mack, que hizo una creíble Bradamante (y su ficticio Ricciardo), aunque a lo largo de su tesitura mostrara a veces desigualdades emisoras y de apoyo.
El tenor sevillano Juan Sancho -al que se ve poco por su tierra- mostró, como Oronte, sus calidades de lírico-ligero en sus dos nada fáciles arias, con coloratura bien resuelta y muy ligeros apuros. Pasajes afalsetados sin problemas. La gentil soprano ligera Ruth González cumplió en su breve papel del infante Oberto y el barítono Riccardo Novaro estuvo en su sitio en el desdibujado Melisso.
Todos ellos cantaron parece que a gusto y cumpliendo con las prescripciones de la rectoría escénica, en complicidad con la musical, que eliminó numerosos dacapos y algún que otro pentagrama. Los de los tres coros previstos entre ellos. Algo al parecer necesario para otorgar fluidez a una acción que por mor de la dirección escénica aparece privada también de esa dimensión mágica que envuelve a la obra. Todo quiere hacerse un poco a ras de tierra, con las idas y venidas propias de una historia de nuestros días que parece discurrir aquí en una suerte de balneario sobre un escenario compuesto por desnudas estructuras móviles, que van y vienen.
Por supuesto no hay encantamientos ni fieras y la historia se torna exenta de poesía mítica, una dimensión de la que huyen los registas de hoy. Aparecen figurantes que, en ocasiones, con la cabeza embutida en un saco, nos traen a la memoria a los prisioneros de Guantánamo. El final, con la caída en desgracia de la que aquí nos parece una pobre Alcina, queda muy desdibujado y pobretón, a oscuras. De Beer trata de pasarnos mensajes subliminales a lo largo de toda la acción -ya de por sí enmarañada y gratuita- y nos presenta diversas imágenes de la joven hechicera con su rebequita encarnada. Una Alcina anciana (Inma Alcántara) deambula durante mucho rato por la escena. Arturo Reverter

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