Crítica: Alain Altinoglu se presenta en Ibermúsica con la Sinfónica de la Radio de Fráncfort
Tradiciones y traducciones
Obras de Debussy, Ravel y Rimski-Kórsakov. Orquesta Sinfónica de la Radio de Fráncfort. Denis Kozhukhin, piano. Dirección musical: Alain Altinoglu. Ibermúsica, Serie Barbieri. Auditorio Nacional, 23 de marzo de 2023
Alain Altinoglu asumió la titularidad de la Sinfónica de la Radio de Fráncfort en 2021 con el firme propósito de “descubrir tesoros mágicos de la literatura francesa”. Confiesa el director que interpretar este repertorio se convierte así en una labor de traducción de acentos, aromas y atmósferas, de “enseñar a hablar francés”. El director debutó en Ibermúsica la tarde del jueves con un programa que iba un paso más allá: de pronunciar a relatar. Escogió tres piezas que proponen un itinerario de escucha enraizado en la fantasía: el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, el Concierto para piano en Sol mayor de Ravel y la suite sinfónica Scheherezade, op. 35 de Rimski-Kórsakov.
El director optó por no dar la entrada en el Preludio y dejar el camino libre a la solista de flauta, Clara Andrada, que con preciso control de la respiración, presentó la melodía del fauno con la dosis justa de anhelo y melancolía. Altinoglu reservó su intervención a la entrada de la orquesta, marcando con gesto activo y puntilloso la atmósfera brumosa de la ensoñación, cuajada de detalles. Tradujo la partitura con tempo pausado, recreándose en cada frase, y empastando con rigor al tiempo que concedía libertad a los solistas.
Aunque es habitual encontrar emparejados a Debussy y Ravel, sus estilos se inscriben en polos opuestos: lo que para uno es flexible y da pie a la improvisación, para el segundo supone una labor rigurosa y minuciosa. Altinoglu aprovechó esto para continuar adentrándose en el repertorio francés desde otro prisma: si con la primera pieza desplegó su control para diluir la partitura y conjugar lo erótico desde la sutileza, la obra de Ravel le permitió bucear en lo teatral, lo humorístico y lo virtuoso. Con un destacado bagaje como director de ópera, el director francés se desenvolvió con especial carisma en esta obra, y encontró en el solista, Denis Kozhukhin, a un cómplice certero. Esta ha sido la tercera participación del pianista en la temporada de Ibermúsica.
Con el chasquido que da comienzo el Concierto de Ravel, Altinoglu rompió el embrujo del Preludio, y aceleró el tempo para subrayar el contraste. Sin embargo, se echó de menos mayor coordinación con el solista, que fue aclimatándose durante el primer movimiento. En este tiempo, tampoco resultó equilibrado el balance entre ambos, con algún desliz en los metales y las primeras intervenciones del solista algo desdibujadas por el exceso de pedal. Sí fue conmovedor el ‘Adagio assai’, en el que Kozhukhin declamó la melodía con elegancia, frescura y sin excesos. Con la misma finura fueron sumándose los solistas y el director extrajo de la orquesta la misma transparencia lograda en la primera obra del programa. El concierto alcanzó su máximo esplendor en el tercer movimiento, con el pianista y la orquesta ahora sí escrupulosamente compenetrados, apoyándose y respondiéndose con un mismo aliento, vitalista, brillante y enérgico. El público contestó con entusiasmo y Kozhukhin ofreció como propina la pieza ‘En la iglesia’ del Álbum para la juventud, op. 39 de Chaikovski.
Cerró la velada la suite sinfónica de ‘Las mil y una noches’ de Rimski-Kórsakov, en la que, como en el Preludio de Debussy, la fantasía y sensualidad retoman el protagonismo ahora en la voz de Scheherezade. Aunque para su despedida el maestro francés volvió la mirada a la literatura rusa, mantiene el vínculo con su repertorio vernáculo subrayando los ecos entre ambos: la escritura sinuosa de Debussy vuelve a aparecer ahora perfilando los motivos de la narradora y el del sultán Shahriyar.
Como en la obra anterior, Altinoglu recurrió de nuevo al empeño teatral, vigoroso y dramático, y Ulrich Joachim Edelmann, concertino de la orquesta, encarnó a la esposa del sultán con este mismo espíritu. El director jugó con los tempi y la agógica como si fuesen los hilos de una marioneta, tensando y relajando en función del discurso musical, cargado de – a veces excesivos – efectos. De los cuatro movimientos fue el segundo el de mayor lucimiento para la orquesta y los solistas, entre los que destacó el fagotista Theo Plath.
Aplausos efusivos para la orquesta y el director, que sacó todo el jugo a un programa que resaltó tanto su personalidad en el podio como la maleabilidad de la formación. Como broche final, un guiño a su habilidad en el foso con la Obertura de Ruslán y Liudmila de Glinka. María Flores
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