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Por Publicado el: 19/04/2019Categorías: En vivo

Crítica: Manon Lescaut en La Scala

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Escena de Manon Lescaut en La Scala

MANON LESCAUT (PUCCINI)

Pero Mr. Pountney, ¿por qué tantos trenes?

Riccardo Chailly dirige la “Ur-Manon Lescaut” en el Teatro alla Scala. 9 de abril de 2019

Continúa Riccardo Chailly, director artístico de La Scala, su ciclo de “arqueología musical” en búsqueda del Puccini “musicológicamente correcto”. Primero fue Turandot, con el final de Berio; siguió La fanciulla del West, con la orquestación original y en tercer lugar, la primera versión de la Madama Butterfly. Esta temporada le ha tocado el turno a la que podemos llamar Ur-Manon Lescaut (“Manon Lescaut” original)

Para este nuevo allestimento scenico del Teatro alla Scala que se estrenó el pasado 31 de abril, Chailly ha optado por la versión de su estreno absoluto de 1893 en el Teatro Regio de Turín, en lugar de la tradicional en el coliseo milanés que es la que dirigió Arturo Toscanini en la Sala Piermarini en 1923.

Para esta recuperación de la Ur-Manon Lescaut, el Teatro alla Scala se ha valido de la edición crítica de Roger Parker para Ricordi de Manon Lescaut que permite al elenco de cantantes y a la orquesta disponer de numerosas versiones existentes de la ópera provenientes de varias fuentes. La partitura ha sido revisada a fondo, dejando a un lado los numerosos cambios en la partitura tradicional introducidos después de la muerte de Puccini. Esta versión se centra en las características experimentales de Manon Lescaut, como parte del desarrollo de Puccini como compositor. Esta versión no solo revisa partes que han sido cortadas o modificadas sucesivamente en versiones posteriores, sino que también enfatiza una coloración instrumental mucho más densa, con tonos más atrevidos en todo momento.

Las diferencias principales entre la primera versión del Regio y la que se realiza con más frecuencia, como explica el propio Maestro Chailly, se encuentran en los actos primero (con una stretta final, de complejidad rítmica muy moderna, con un crescendo y un accelerando obsesivos, que resuenan a manera de cataclismo), segundo (con exigente escritura orquestal y el Tristan-Akkord, que reflejan el influjo wagneriano)  y cuarto (después de la gran romanza ‘Sola, perduta e abbandonata”, cuando “Manon” dice “no, no quiero morir”, que aquí se repite varias veces, hay un pequeño interludio sinfónico, como un comentario orquestal lacerante). En total, 137 compases que nunca antes se habían escuchado en La Scala.

Hacia 24 años que no se ponía en escena en La Scala esta ópera, la tercera compuesta por Puccini. El último montaje de Manon Lescaut lo realizó con notable éxito Liliana Cavani, quien contó con una magnífica escenografía de Dante Ferretti. En esta nueva ocasión—que significa la quinta producción de esta ópera en la Sala Piermarini tras su reconstrucción de posguerra en 1946—, la dirección escénica ha corrido a cargo del director teatral y de ópera inglés David Pountney (que entre 1982 y 1992 formó parte, junto con Mark Elder y Peter Jonas del triunvirato llamado Powerhouse de la English National Opera [ENO, London Coliseum], y quien instauró en dicha compañía la preeminencia—y hasta, a veces, la tiranía—del director escénico).

Las puestas en escena de Pountney, actual director artístico de la Welsh National Opera, se han caracterizado siempre por su querencia por las imágenes chocantes de la realidad dislocada, el despliegue inagotable de artilugios escénicos, la determinación para explorar los problemas sociales y psicológicos latentes en las obras, y sobre todo el sentido de la teatralidad exacerbada. Este enfoque le ha proporcionado algunos notables éxitos (Rusalka, Katia Kavanová—y en general, casi todas las óperas de Janacek—, Doktor Faust, Lady Macbeth de Mtsenk) y algunos sonados fracasos. Entre estos últimos se encuentra el allestimento secenico de Manon Lescaut de esta temporada en La Scala. En este contexto, tampoco acertó, aunque no tan ostensiblemente, en la puesta en escena en este mismo teatro de Francesca da Rimini la temporada pasada; y aunque la ópera de Zandonai es más bien posverista, al parecer el regista británico quiere reinventar el verismo con una deslavazada coyunda entre realismo escénico y simbolismo, unas veces críptico, otras, banal.

Sabido es por los puccinianos de pro que Manon Lescaut es una ópera basada en la técnica leitmotivística, mas siempre pasada por el tamiz de la italianità de Puccini. Tal vez por ello, y por su querencia por el uso de la complejidad y exuberancia de los efectos escénicos, Pountney ha llenado la escena del coliseo lírico milanés, quizá a manera de lietmotiv escénico, de trenes. Enormes máquinas de vapor—magníficamente diseñadas por su escenógrafo habitual Leslie Travers y realizadas con detallado realismo por los artesanos-artistas del atelier de La Scala, cuyas calidad y competencia forman parte de la leyenda de ese teatro, ejemplo paradigmático de la gran tradición escenográfica del teatro italiano—, locomotoras de la época en que se estrenó Manon Lescaut, entran y salen del escenario por vías diferenciadas—dando así más realismo a la escena, siempre que tuviese sentido lo de los trenes—, lo que permite sacar todo el partido a la moderna y alambicada maquinaria escénica, posiblemente la más avanzada del mundo. “Manon” llega en tren a la plaza junto a la Puerta de París que indica el libreto y que hace de glorieta de salida–con kiosco de bebidas incluido, redondo y de bella factura, mas sin mesas a su alrededor—de una supuesta estación ferroviaria, también realizada con realismo digno de encomio—de Amiens. El salón, descrito en las indicaciones escénicas de la partitura como elegantísimo, en casa de “Geronte” en París donde se desarrolla el segundo acto se transforma en dos coches salón acoplados mediante una pequeña pasarela que si bien son claramente de lujo, resultan angostos y poco indicados para el desarrollo de la trama y no son el marco más adecuado para la refinada música de danza francesa con la que Puccini evoca la fragancia perfumada que reina en un amplio salón (restos de la influencia francesa en los inicios de Puccini). Los músicos que cantan madrigales, seis mujeres que lo hicieron estupendamente, apenas cabían en tan reducido espacio. Para empeorar la escena, por las ventanillas de detrás aparecen y desaparecen otros miembros del coro ataviados con elegante frac y chistera, aireando grandes pañuelos rojos los cuales, aparentemente, no hacen otra cosa más que cotillear lo que sucede dentro de los lujosos coches del tren (en el primer acto, los bajos y barítonos del coro, ataviados de esa misma guisa, cantan desde una alta y fea pasarela metálica, a manera de las que se tienden en esos lugares para cruzar las vías, que forma parte de la estación ferroviaria inventada por Pountney).

Más trenes. En el tercer acto, el más logrado escénica y vocalmente de todos, las prostitutas que van a ser embarcadas en el puerto de El Havre para deportarlas a América, dichas cortesanas, “Manon” incluida, permanecen en dos destartalados vagones de tercera clase de ajada madera, llenos de ventanillas por las que asoman de vez en cuando cabezas de mujeres descocadas y por una de las cuales canta “Manon”, en vez de hacerlo en una cárcel con barrotes que separan a los amantes que cantan juntos desesperadamente su trágico destino. Empero, el embarco por la enorme proa de una nave bien resuelta, fue uno de los escasos y parciales aciertos del director de escena. Pero Pountney no parece conformarse con un realismo escénico realizado con buena mano, y por ello recurre a la mímica exagerada de un gendarme que subido en un podio pasa lista de las mujeres según se van embarcando con una pizarra que agita compulsivamente por encima de su cabeza mediante sus dos brazos. Otro tanto puede decirse de los tres o cuatro lacayos con librea que se encargan de mantener alejada a la muchedumbre que increpa con brutalidad a las prostitutas que van a ser deportadas, mediante un elegante cordón de terciopelo rojo fijado en lujosos postes dorados, más propios de un palacio o un museo que de la explanada de un puerto.

En el último acto, no hay trenes. Lógicamente no podría haberlos, pues se desarrolla en un paraje inhóspito, en un desierto en las afueras de Nueva Orleans. Pero el leitmotiv escénico de Pountney de los trenes continúa: en medio del paraje solitario y desértico se encuentran las ruinas de la que fuese estación de ferrocarril de Amiens en el primer acto, parcialmente cubiertas de amarilla arena del desierto. Y un detalle simbólico, aunque bastante críptico, para romper el realismo con que está fabricado el decorado: un enorme reloj circular, típico de antigua estación de ferrocarril, reposa semienterrado en la arena, en medio del escenario.

En ese escenario que se supone es el desierto, “Manon” yace y canta desde un carro rústico cargado de arena del desierto. Ese mismo carro aparece también en el primer acto, y desde él canta “Manon” (“Manon Lescaut mi chiamo”, tema que Puccini utiliza como leitmotiv en muchos momentos clave de la trama), mientras desciende del tren una joven quinceañera—trasunto de la mujer que será “Manon” en los tres actos siguientes—vestida totalmente de blanco, con tira de color verde a modo de corbata y sombrero de paja con cinta a juego con la corbata. Un uniforme típico de un internado de señoritas de buena familia inglesa de la época victoriana que debe ser, según la caprichosa imaginación del regista, a donde envía el padre  de “Manon” a su hija, en vez de al convento que cree su destino la propia jovencita (“Un chiostro m’attende”, Un claustro me espera).

En el saco de los simbolismos gratuitos de que gusta trufar sus montajes, Pountney entra llena un puñado de “mini-Manones” vestidas con el mismo uniforme ya descrito, desfilen, lenta, solemne y cadenciosamente, por el escenario, sin que se sepa bien por qué. Hay algunos más detalles aparentemente simbólicos que o pasaron desapercibidos o no merece la pena detallar.

Es muy posible este montaje sea recordado por un incidente un tanto cómico ocurrido al final de su estreno. Tal vez azarado y nervioso por la sonora pitada que le dedicó sobre todo el loggione, Pountney en el momento de los aplausos y los abucheos finales, se cayó por el hueco del apuntador sin sufrir daño alguno.

El escenógrafo Leslie Travers ha seguido con profesionalidad y arte las instrucciones de David Poutney. Los decorados están magníficamente diseñados, realizados e inspirados visiblemente en fotografías de la época.

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Escena

Marie-Jeanne Lecca ha diseñado un vestuario de buena factura y con estilo típico de las prestigiosas sartorias teatrales italianas. Empero, el resultado es tan disperso y caprichoso como la escenografía. Casi todos los hombres van vestidos de blanco, con levita o frac, y los hombres del coro portaban con elegancia fracs negros y sombreros de copa. El vestuario de las cinco cantantes de los madrigales en los coches salón del segundo acto, resultó algo cursi y cabaretero. De buena factura y muy apropiados, sin embargo, los vestuarios de época de los miembros del coro que no iban con frac y de los comprimarios que intervinieron como “Sargento” y “Capitán del barco”, respectivamente.

La triunfadora de la compañía de canto fue sin duda la soprano uruguaya María José Siri. Escénica y vocalmente tuvo buenos momentos, a veces espléndidos, como en los dos últimos actos, especialmente en el tercero, y otros menos elogiables. En el segundo acto le faltó coquetería y sobre todo élan erótico, ese impulso irrefrenable generado por la pasión. A diferencia de Massenet, Puccini no quería una “Manon” frívola y frágil, sino provocativa, muy entregada al lujo y al amor. Poco de esto hubo en la actuación, en la voz y en el canto de María José Siri, por lo que su corta pero emocionante aria “In quelle trine morbide”, pasó un tanto desapercibida y no provocó el consiguiente y natural entusiasmo en los entendidos y apasionados espectadores del loggione, por lo que la reacción de todo el teatro se puede calificar de fría.

Empero la “Manon” de Puccini es poliédrica y multifacética. El compositor italiano no sólo la retrató provocativa y ansiosa de lujo, entregada a una vida llena de minués en salones elegantes, joyas y polvos de tocador—como la “Manon” de Massenet—sino víctima de una pasión desesperada. Es el esbozo de las heroínas posteriores de Puccini, a las cuales el mismo compositor definió como piccole donne inamorate. En ese sentido, en “Manon” están casi todos los elementos, los mimbres emocionales y vocales que darían lugar a mujeres patéticamente enamoradas como “Mimì” (La bohème), “Cio-Cio San” (Madama Butterfly) o “Liù” (Turandot). Es en esta faceta en la que María José Siri brilla con luz propia. Su voz, de lírica plena, tiene el metal y la carnosidad que requieren estas heroínas puccinianas. Además y para colorear con su voz este tipo de mujer tan característico, Siri utiliza los pinceles de un centro muy bello y hasta cierto punto, cremoso, y unos agudos bien timbrados y emitidos con técnica de buena escuela (aunque en alguna ocasión hizo su aparición un vibrato poco deseable). La homogeneidad de su voz es notable, aunque los graves resulten un tanto insuficientes. En su dueto con “Des Grieux” “Tu, tu, amore? Tu?”, del segundo acto, apagó casi por completo al tenor. Alcanzó el cénit de su actuación en su última aria “Sola, perduta, abandonatta…”, y estuvo conmovedora en su exclamación final “No! Non voglio morir…”, que refleja que, al contrario que en Verdi, donde la muerte era la única posibilidad, en Puccini la única certeza es la vida.

Estaba previsto que Marcelo Álvarez encarnara a “Des Grieux” en la representación objeto de esta reseña. Mas el tenor argentino canceló, debido, según informó oficialmente el Teatro allá Scala, a una bronquitis aguda, las tres funciones siguientes a la de la prima de este nuevo montaje, que tuvo lugar el 31 de marzo pasado. Pero cuando pasaban ya unos minutos de la hora indicada para el inicio del espectáculo, un representante del teatro, micrófono en mano, anunció desde la boca del escenario que su sustituto, Roberto Aronica padecía de un brote inesperado de alergia en la garganta y que había sido inyectado para paliar sus efectos pero que aún necesitaba unos minutos más para poder reponerse y empezar a cantar. Finalmente, y con casi 20 minutos de retraso, dio comienzo la función. El hecho de que ambos tenores no hubiesen tenido buenas críticas en sus anteriores intervenciones, me hizo sospechar que había una pequeña epidemia de paura alla Scala (algo de lo que acusaron a gritos desde las galerías de lo más alto del teatro a Montserrat Caballé cuando canceló “Anna Bolena” en  febrero de 1982; pero, en ese caso, más que al público de La Scala en sí, a la soprano catalana le echaron en cara su miedo a que la confrontaran con Maria Callas), y que el anuncio de la pasajera indisposición de Roberto Aronica era un posible “por si acaso”, algo así como vendarse la herida antes de que le pudieran tirar la piedra. Sea como sea, lo cierto es que el tenor italiano, que alcanzó pronta fama en sus comienzos por haber sido alumno destacado de Carlo Bergonzi, parece no estar en su mejor momento. Sigue conservando el volumen y cuando la voz surge timbrada y no a golpe de gola, es brillante en el registro alto, aunque es notable el paso de voz. Canta como si lo único que le preocupara es acertar en los agudos y se nota claramente como se prepara para darlos lo mejor posible, lo cual hace, entre otras cosas, que su fraseo sea casi inexistente y algo burdo. Los registros central y bajo se han empobrecido mucho en armónicos y suenan secos y descarnados. La emisión es un tanto caótica y su fiato, muy limitado. Se le nota mucho su escasa técnica respiratoria y parece cansado con cierta frecuencia. No obstante, tiene un arrojo y una valentía envidiables, y es capaz de ir a más con entusiasmo a medida que la función avanza siempre que se olvida de sus limitaciones y su empeño en centrarse sólo en que le salgan bien las notas más agudas, que las tiene, y en las que se da con generosidad, aunque no es infrecuente que se quede corto de fiato. Su aria inicial, la breve pero bellísima aria “Donna non vidi mai” resultó plana, algo insípida y tosca, sin fraseo de estilo pucciniano, y carente de la expresividad que da el saber cantar y decir el delicado y perfumado texto con el corazón en la mano. Afortunadamente, y como ya ha quedado dicho, fue a más a medida que se desarrollaba la trama y alcanzó un nivel más que aceptable en el tercer acto y algo menos, en el cuarto, pues a pesar de que es notoriamente lírico, ha abordado, aunque sin mucho éxito, papeles de spinto; más pese a ello, carece del sentimiento trágico—que no significa voz de tenor dramático—que exige el acto final de Manon Lescaut.

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Escena

En el capítulo de comprimarios hay que empezar diciendo que, en general, estuvieron todos a un nivel muy alto, cosa que se da de suyo en La Scala. Destacaron el barítono Massimo Cavalletti como magnífico “Lescaut”. Se trata posiblemente del cantante más pucciniano, por voz y por estilo, que hubo en el escenario. Sus fraseo y emisión fueron impecables (curiosamente es natural de Lucca, la misma localidad en la que nació Puccini). Asimismo, destacó como “Geronte” el bajo-barítono—aunque con un oscuro registro grave rico en armónicos—Carlo Lepore, de voz potente y estupendamente proyectada, un excelente basso buffo que generalmente actúa en las grandes óperas bufas de Mozart, Rossini y Donizetti, muy solicitado en el papel de Mustafá” (La italiana en Argel), y que ha hecho de este rol pucciniano una de sus caracterizaciones más frecuentes. Menos destacado, Marco Ciaponi, un joven tenor, de voz clara, del tipo baritenore rossiniano, que ganó en 2017 el premio “Pepita Embil” de zarzuela en el Operalia de Plácido Domingo celebrado en Astana. Escénicamente, y tal vez por instrucciones de Pountney, sobreactuó con un repertorio de movimientos más propios de un teatro de mimo—principalmente como “Edmondo”—que de un personaje de ópera. Interpretó además del rol ya citado, al “Maestro de baile” y a un “Farolero”. La lista de comprimarios se completa con Emanuele Cordaro, “Posadero”; Alessandra Visentin, excelente como “Músico”; Daniele Antonangeli, “Sargento”; Gianluca Breda, imponente y autoritario bajo, como “Comandante de marina” y, finalmente, Barbara Lavarian, Roberta Salvati, Silvia Spruzzola, Julija Samsonova y Maria Miccoli como “Músicos”.

Cuando subió al escenario para recibir los aplausos finales, el maestro Riccardo Chailly fue recibido con una sonora y prolongada ovación. Muy merecida, desde luego. Chailly se encuentra en su elemento en las óperas de Puccini. Ha trabajado esta “Ur-Manon” durante mucho tiempo, con el apoyo del responsable de la novedosa edición, Roger Parker, y la editorial Casa Ricordi. Supo obtener de la orquesta la coloración instrumental más densa y rica que se pide en esta revisión de la partitura. Cierto que el Director Musical del Teatro alla Scala ha perdido la frescura, la viveza de los tempi, la fantasía y la fogosidad que le caracterizaron en sus primeros años de profesión, mas ha ganado en control del balance de los planos sonoros de las secciones orquestales y en el equilibrio entre el foso y la escena. Faltó, quizá, más contraste dinámico, pero nunca la intensidad ni el estilo de fraseo que caracteriza a la orquesta pucciniana. El final original del primer acto, una stretta de gran complejidad y virtuosismo, con gran protagonismo del coro, fue un ejemplo de equilibrios y contrastes entre solistas, coro y orquesta digno de señalarse. Sorprendentemente, tras este tronante y sonoro, a manera de restallido, final del primer acto, magníficamente interpretado con bastante adrenalina, reinó un frío silencio en la sala. Tal vez porque al no bajarse el telón, los espectadores no se apercibieron de que concluía a lo grande un acto que empero fue, junto con el segundo, lo menos logrado de la representación.

Donde sí se aplaudió con cierto calor fue al final del preludio del tercer acto, de extraordinaria factura y en el que Chailly obtuvo de la orquesta la naturaleza sinfónica de ese intermezzo y resaltó la densa sonoridad de ese fragmento orquestal que tiene claros ecos wagnerianos incrustados en la rica melodía del compositor italiano.

Gran parte del éxito de Riccardo Chailly se debió a la magnífica interpretación de la orquesta del Teatro alla Scala y al extraordinario coro, que prepara y dirige Bruno Casoni, en la estela de grandes directores del coro de La Scala, como fueron Norberto Mola, Roberto Benaglio y Romano Gandolfi.

Se argüirá que cuando esta orquesta toca repertorio sinfónico como Filarmónica de la Scala, los resultados no son siempre notables. Pero lo que no se pude negar es que, en el foso del Teatro alla Scala y en el gran repertorio del melodrama italiano que le es propio, esta agrupación instrumental es de una italianità única y asombrosa. Fernando Peregrín Gutiérrez

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