Crítica: Arabella en el Teatro Real
Una Arabella conflictiva
Strauss: Arabella. Reparto: Sara Jakubiak, Sarah Defrise, Martin Winkler, Anne Sofie von Otter, Josef Wagner, Matthew Newlin, Dean Power, Elena Sancho Pereg… Director musical: David Afkham. Dirección de escena: Christof Loy. Producción de la Ópera de Frankfurt retocada. Teatro Real, Madrid, 24 de enero de 2023.
Estamos, sin duda, ante un importante acontecimiento: el estreno en Madrid de la sexta y última ópera de Richard Strauss sobre libreto de Hugo von Hofmannsthal, estrenada en Dresde el 1 de julio de 1933. Hablaremos primero de la parte musical. La protagonista ha sido la soprano norteamericana de ascendencia alemana y polaca Sara Jakubiak. Voz anchamente lírica, robusta, firme y sólida, sonora, penetrante y amplia, homogénea y extensa manejada con sapiencia y técnica muy acabada. El timbre es muy agradable y perfumado. Cantó sin problemas de forma muy natural y fraseo, quizá no del todo exquisito, bien cincelado.
Supo llevar a flor de labios esos maravillosos temas croatas de los que se sirve Strauss con frecuencia, denotadores las más de las veces de la procedencia geográfica del rico y rudo pretendiente Mandryka, cantado aquí por el bajo barítono Josef Wagner, oscuro, de cuidada dicción. Pero tiene problemas en la zona alta, donde el sonido se estrecha y pierde anchura y redondez, con lo que la emisión se hace bastante fatigosa. Zdenka fue la belga Sarah Defrise, de figura menuda y voz de lírico ligera sin especiales brillos, que cantó con línea y se esmeró especialmente en la escena final. Rotundo, rocoso, algo tosco, Martin Winkler como Conde Waldmer y en su papel, con voz que aún conserva restos de su época dorada de mezzo lírica cimera, Anne Sofie von Otter. Interesante el Matteo del tenor Matthew Newlin, de emisión franca y fácil y extensión adecuada. Aunque el papel requiere una voz más poblada y espesa. Fácil la coloratura y el sobreagudo de Sancho Pereg, como luminosa Fiakermili. El resto de reparto cumplió sin especiales dificultades.
Gracias entre otras cosas a la bien orientada dirección y al mando elástico pero atento en el foso de David Afkham. Esta ópera vienesa –en la estela de El caballero de la rosa– posee una fragancia muy especial y aparece organizada con un lenguaje vocal y orquestal muy minucioso, en el que se dan cita tanto la dulce cantilena como el “parlato”, que circulan sobre un tejido instrumental exquisito, un entramado de enorme dificultad de encaje y por tanto de reproducción. En general todo funcionó. Afkham pareció entenderse bien aquí con la Sinfónica del Real, con la que acentuó de manera limpia e intencionada a falta, a veces, de una mayor atención al detalle y de una transparencia más apreciable. Pero tuvo siempre bien atadas las riendas, sobre todo en el decisivo tercer acto, en el que alcanzó algunos instantes de mucha y teatral tensión; gracias también al excelente comportamiento de la Orquesta.
Loy sitúa la acción, fijada en 1866, en un momento indeterminado del siglo XX, quizá en los años treinta, con el mundo literario de Arthur Schnitzler como posible referencia. No es mala idea, aunque no todo casa en esa propuesta. Las costumbres, el mundo decadente del siglo XIX no son siempre transferibles a épocas futuras; aunque el regista nos dice, en confesión propia, que, después de todo, él “sitúa la acción en su época”. No cabe dudar de su habilidad. Aquí, como en otras muchas ocasiones, elimina todo lo que no es necesario y van contando la historia, que nace y acaba en un rectángulo blanco, una especie de caja cuyas paredes se deslizan, en parte o en todo, dejando ver fragmentos, reductos orientativos: habitaciones, lavabos, pasillos, ventanas, escaleras…
Lo mejor del montaje se sitúa en el tercer acto, donde las pasiones, tensiones, equívocos alcanzan su cénit. El movimiento de los personajes, el dibujo de sus relaciones, el estallido del conflicto Arabella-Mandryka a causa de la actuación de Zdenka está expresado con gran talento teatral, que recurre incluso –gran idea- a crear un inesperado silencio de muchos segundos, en los que todo se detiene. Aclaradas las cosas, Arabella y Mandryka se unen de nuevo; aunque ya nada será igual de maravilloso y fácil. Han de caminar, como dice con excelente visión Joan Matabosch, hacia un futuro incierto en un final feliz. Pero, en contra de lo que expresa el director artístico del Real, ese final no es triste, sino venturoso: han sufrido y ello los hará más responsables. Loy duda de ello y hace que la pareja se sumerja en la negrura. Arturo Reverter
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