Crítica: Martha Argerich, Charles Dutoit y la Filarmónica de Montecarlo
La diosa Argerich
71 FESTIVAL DE GRANADA. Orquesta Filarmónica de Montecarlo. Martha Argerich (piano). Charles Dutoit (director). Obras de Ravel (Le tombeau de Couperin. Concierto para piano y orquesta en Sol) y Chaikovski (Cuarta sinfonía). Lugar: Granada, Palacio de Carlos V. Fecha: 5 julio 2022.
Todo iba más o menos en el renacentista Palacio de Carlos. A Martha Argerich, personalidad de armas tomar, se la veía incómoda. Tos persistente, vientecillo de la Alhambra, una orquesta muy por debajo de lo que requiere su grandiosidad pianística, y un Charles Dutoit (Lausana, 1936) que en su veterana corrección se mueve y desenvuelve bien y hasta muy bien sobre la tierra, aunque lejos del inalcanzable universo de la diosa del piano. A sus 81 años, la Argerich (Buenos Aires, 1941) sigue siendo única, incomparable. Una octogenaria que solo lo es por la canosidad de su caótica melena, que contrasta con la de su ex marido Dutoit, que a sus 86 estupendos años luce planta y moño negro modelo Rudy Giuliani. Pero sin sudor. Por fortuna.
En Granada, en el marco revitalizado del 71 Festival Internacional de Música y Danza, impulsado por el ánimo sin desfallecimiento de Antonio Moral, Martha Argerich tocó el Concierto en Sol de Ravel. Casi nada de particular aconteció en el primer movimiento, salvo reiterados deslices y pifias de algunos instrumentistas de la discreta Filarmónica de Montecarlo, que contrastaban con momentos en los que Martha Argerich sí fue Martha Argerich, la que hace tropecientos mil años grabó este mismo concierto con Abbado. Prodigiosos pasajes en solitario en los que la misteriosa fascinación de la música se impuso sobre la seducción de un pianismo que hoy es leyenda: del siglo XXI y de todos, desde que Bartolomeo Cristofori, su inventor, diera a conocer en Florencia, allá por los primeros años del XVIII, el “gravicembalo col piano e forte”.
El primer portento de la noche no llegó hasta el solo en forma de soliloquio que abre el “Adagio assai” central. Argerich congeló el tiempo, convirtió al moderno piano en el más hermoso instrumento cantable y en la mejor factoría de timbres y colores. Cristofori no hubiera dado crédito. Apenas unos minutos incorporados ya a los anales de los muchos grandes momentos vividos en el Carlos V. Pero hoy, como siempre, la diosa es artista que sabe congelar el tiempo, explayarse en la magia del sonido y escanciarlo hasta su más remoto decibelio. Durante todo el segundo tiempo del concierto raveliano el piano se estableció en la infinitud de la noche sin estrellas. Cuando el corno inglés cantó su tema maravilloso, la realidad se impuso sobre el sortilegio.
Argerich, sigue siendo poseedora de un piano nervioso y vehemente. Ni los años han podido templar su naturaleza explosiva. En el teclado y fuera de él. En el tercer movimiento reapareció la virtuosa arrolladora, con su pianismo de acero flexible. Casi tan infalible como el de Michelangeli. Dutoit, que es artista rodado en esto de acompañar -y más si la solista es la mujer con la que estuvo casado y con la que comparte dos hijas- se plegó a la autoridad del piano, sin poder evitar que se sucedieran momentos de confusión que casi rozaron el barullo. Tras la súbita conclusión del Presto final, el abarrotado Carlos V se volcó en una ovación excepcional e interminable. La diosa salió una y otra voz. Parsimoniosa. Sonriente. Extremadamente amable. Afable incluso. Calurosa en el aplauso a los músicos, hasta el punto de pedir a Dutoit que levantara a algunos solistas, como corno inglés, flauta y arpa.
Fue el preludio de la apoteosis, que llegó fuera de programa con el regalo de un Bach para la eternidad. Apenas las notas contadas de las gavotas de la Tercera suite inglesa bastaron a Martha Argerich para sumergir a todos instantáneamente en el universo barroco, en su particular universo barroco, tan fiel como lleno de pedales, colores y resonancias que ni Bach ni Cristofori alcanzaron a intuir ni soñar. Casi revoloteó por los aires estivales del Carlos V el Bach valiente y siempre genial del maestro Friedrich Gulda, con el que la Argerich tanto trabajó en Viena durante 18 meses decisivos. La apoteosis se hizo clamor. Y aquello no había manera de que acabara. Finalmente, tras nadie sabe cuántas salidas a saludar, la diosa, acostumbrada a estos exitazos, agarró al concertino del brazo y le marcó con una sonrisa el camino del adiós.
Antes, al principio del programa, Dutoit y los filarmónicos monegascos bridaron una afrancesada versión de Le tombeau de Couperin, en la que el maestro suizo se explayó en sus aires arcaicos, rememorados con sutileza extrema por Ravel en su particular homenaje a Couperin y a otros grandes de la música francesa. Faltó calidad instrumental, tanto en algunos solistas -no en el oboe, que se lució, en Chaikovski, y antes en Ravel-, como en un conjunto deslucido por algunas secciones -trompas- que son manifiestamente mejorables. La cuerda muy por encima de los vientos -como demostró en los obstinados pizzicatos del tercer movimiento-, con unos metales particularmente desabridos y fallones que deslucieron la brillantez de una Cuarta sinfonía de Chaikovski que Dutoit, con razonable criterio, arraigó y escoró en el peso francés de la cultura rusa. Asombrosamente, el público aplaudió con casi tanto entusiasmo y fervor como cuando antes, al final de la primera parte, había despedido a la Argerich. Cosa de los tiempos. O quizá de los oídos. Luego, de propina, la lucida farándola de La arlesiana de Bizet vino a ser más de lo mismo. Pero más rápido y precipitado. El alma atea andaba con su diosa. Justo Romero
Publicada el 7 de julio en el Diario Levante
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