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Por Publicado el: 17/10/2019Categorías: En vivo

Crítica: los bises están de saldo en La Scala

L’ELISIR D’AMORE (DONIZETTI)

Los bises están de saldo en La Scala.

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Escena L’elisir d’amore en La Scala

Teatro alla Scala, 1 de octubre de 2019

Grischa Asagaroff, director de escena; Tullio Pericoli, escenografía y vestuario; Rosa Feola, “Adina”; Vittorio Grigolo, “Nemorino”; Massimo Cavalletti, “Belcore”; Ambrogio Maestri, “Doctor Dulcamara” y Francesca Pia Vitale, “Giannetta”. Coro y Orquesta del Teatro alla Scala; Michele Gamba, director.

La producción de L’elisir d’amore  en el repertorio del Teatro alla Scala fue estrenada en dicho teatro el 21 de septiembre de 2015. Pero cuatro días antes, el 17 de ese mismo mes, se produjo un hecho insólito en la rica y larga historia del gran coliseo lírico milanés: la compañía entera de La Scala se desplazó al aeropuerto de Milán-Malpensa para ofrecer una representación en las los terminales de dicho aeropuerto, obviamente sin los decorados teatrales, que fueron sustituidos por los auténticos mostradores de facturación, salas de llegadas y salidas, paneles anunciadores de vuelos, cafés y puestos de comidas rápidas, escaleras mecánicas, etc., todo en el estilo conocido como flash-mob. No fue la primera vez que Alex Pereira, sovrintendente de La Scala sacaba una representación de ópera de un teatro y la llevaba a un espacio público muy concurrido, pues anteriormente ya había experimentado con la idea cuando era director de la Ópera de Zürich y se llevó a todos los cantantes, orquesta y coro a la Estación Central ferroviaria de dicha ciudad para ofrecer una función de La traviata. El evento de Malpensa estuvo retransmitido por la televisión pública RAI-5 y alcanzó notable éxito de audiencia.

En este tramo final de la temporada 2018/2019 en curso, se ha repuesta esta producción en la sala Piermarini con magnífica afluencia de público, pese a que los precios se han disparado en estas últimas temporadas y pueden llegar, en patio de butaca, platea y palcos centrales de los primeros pisos, a más de 400 euros.

La puesta en escena es de Grischa Asagaroff y se puede calificar de ponnelliana en recuerdo al gran regista Jean-Pierre Ponnelle, con el que Asagaroff mantuvo una estrecha colaboración como ayudante en el ciclo entero de las óperas buffe rossiniane. De hecho, cuando estas se han repuesto en algunos teatros, como en La Scala (La cenerentola de esta misma temporada, por ejemplo), la dirección escénica ha corrido a su cargo y se ha mantenido fiel al legado de su maestro. Personalmente, guardo un gran recuerdo de la puesta en escena de ambos, regisseur y asistente, en el célebre Idomeneo de la Ópera de Zürich.

Esto ya de por sí era una garantía de que, con más o menos inspiración, brillantez y acertada actuación de los cantantes, la producción iba a ser digna del templo del melodrama romántico italiano. El resultado es más que notable, sin llegar a sobresaliente, mas siempre dentro de una casi perfecta adecuación entre el libreto, la partitura musical y la escena. El regista y su escenógrafo y diseñador del vestuario han optado por una ambientación naif, simple y de suaves y cálidos colores pastel que confieren intimidad y naturalismo cándido al melodrama giocoso. La escena se enmarca entre unos grandes bastidores que se desplazan en paralelo y que están decorados como grandes árboles de un bosque, siempre según esa estética sencilla y de un naturalismo propio de láminas de cuentos infantiles. Dichas telas laterales, así como la que ocupa todo el fondo del escenario, también con dibujos de pequeños árboles y una casita en lo alto de un verde y redondo monte,  son muy funcionales y permiten una escena amplia, espaciosa y claramente de exteriores. En el segundo acto, al fondo de la mesa blanca del convite nupcial, el bastidor del fondo está graciosamente pintado con candorosas frutas y verduras de gran tamaño. El carro dorado del “Dottore Dulcamara” se transmuta en un quiosco o tenderete con forma de armario de dos puertas alegremente pintado y en el que se exhiben los frascos con pócimas y elixires del feriante charlatán. Todo tan sencillo y fiel a la sana tradición y a las convenciones humorísticas del género como apropiado a las melodías cantables por naturaleza  de Donizetti y al desarrollo de la fabulesca trama.

La dirección de actores en esta reposición, no controlada por Grisha Asagaroff, dejó algo que desear por falta de una clara interrelación entre los personajes en los dúos y conjuntos. Pero excepto en el caso de “Nemorino” en el que nos ocuparemos más adelante, el entramado y desenvolvimiento actorales fueron óptimos, brillando el movimiento de masas, con detalles oportunos, como el de la “caza de las campesinas” por parte de los soldados y las coqueterías de estas, deslumbradas por los llamativos y un tanto “payesescos” uniformes de los militares. Tal vez fuera el divertido y a veces indisciplinado comportamiento de los soldados la parte más ponnelliana de este montaje escénico. El resto del vestuario, que así como la escenografía lleva la firma de Tulio Pericoli.  Es de colores térreos en tonos pastel, sencillos y empastados con los decorados. Poniendo una nota de color entre los predominantes tonos suaves y difuminados de los decorados y el resto del vestuario, resultó gracioso, chocarrero y  polícromo el traje de “Dulcamara”.

En la compañía de canto destacó sobre todo el reconocido tenor “di grazia” Vittorio Grigolo (que también participó en la representación de esta misma ópera en el Aeropuerto de Malpensa antes referida), quien además ha sido noticia estos días por asuntos que nada tienen que ver con su arte de cantar y que parecen ser consecuencia del culebrón de las acusaciones a Plácido Domingo, casi todas anónimas, de abusos sexuales. Un incidente, al parecer bastante ridículo al final de una representación de Faust por parte de la compañía de la Royal Opera House (ROH) de Londres, de gira por Japón, ocurrido en el Teatro Bunka Kaikan de Tokio, ocasionó que la compañía lírica londinense mandara a su casa con cajas destempladas al protagonista de esa representación. Menciono este hecho porque quizá tuviese algo que ver con su gran éxito en La Scala, del que se hablará a continuación, donde tal vez quisieron muchos espectadores mostrarle su apoyo en una situación francamente ridícula y surrealista como la ocurrida en Tokio.

Grigolo tiene una voz notablemente bella, de timbre claro y límpido, de volumen considerable y con mucha calidad y facilidad en la zona aguda de su registro y adecuada técnica para lograr unas agilidades y demás adornos belcantistas con buena técnica y naturalidad. Realiza espléndidamente las sfumature y los pianissimi, tiene una brillante paleta sonora para colorear su voz, una línea de canto elegante y el fraseo es de muy buen gusto. Proyecta muy bien la emisión, pero no siempre consigue que su voz pase aérea por encima de la orquesta, pues su “Nemorino” tiene una tendencia a la exuberancia, tanto de su gestualidad como de su nervioso y agitado deambular sin para por la escena. Y eso, en el escenario de La Scala tiene a veces un alto precio. Dejando a un lado la leyenda del llamado “Punto Callas” del célebre palco escénico milanés, que nadie sabe en verdad dónde se encuentra pero que todos o casi todos los cantantes creen que existe y lo buscan, según la posición de un cantante en la boca de la escena o en otro lugar de la misma, hace que su sonido varíe de forma notable, máxime en el caso de los tenores ligeros, aunque como en el caso de Vittorio Grigolo su volumen sea superior a lo que es normal en este tipo de tenores

Pero cuando se está quieto y  empieza a cantar su aria insignia “Una furtiva lágrima”, sabiendo que es su gran momento, su hora mejor, pude lograr un resultado memorable. Como así ocurrió en la representación objeto de esta crítica. Bien acompañado por el maestro Michele Gamba desde el foso—que cuidó con precisión y delicadeza el tejido orquestal (uno de esos momentos en que uno se da cuenta de lo que pesa la tradición del melodrama en las orquestas de los teatros de ópera de Italia, y sobre todo, en la del Teatro alla Scala) y pareció deleitarse, quizá excesivamente, con la parsimonia con que llevó en volandas a los instrumentistas—el tenor italiano, al que papeles como el de “Nemorino” le vienen como anillo al dedo, hizo una extraordinaria exhibición de arte canoro. Terminada su aria con sentida y evidente emoción, abandono elegíaco y patética nobleza juvenil, estalló una ovación enorme, impulsada desde las dos galerías más altas de la sala. Empezó a pedirse el bis, curiosamente desde las localidades de mayor precio, ocupadas por espectadores que en su gran mayoría era evidente que eran ocasionales en visita turística a uno de los teatros de mayor nombradía del mundo (la función era fuori abbonamento; y si a eso añadimos la compra generalizada de entradas por medio de internet, nos encontramos en esa representación con un público que para nada era representativo del habitual, entendido y exigente de ese teatro). Y quisieron y consiguieron que Vittorio Grigolo bisara su aria, logrando en muchos momentos de ese bis  una perfección casi total, mejorando su primera interpretación. Mas esto tiene, al menos para mí, un serio problema: la banalización del bis que se está produciendo en La Scala y en Italia (en Parma, dos noches antes, también se bisó el “Va pensiero”, aunque eso tiene otro significado y más en el Regio parmigiano), propiciada por Leo Nucci y su bis obbligato del dúo “Sì, vendetta”, que había bisado en La Scala un mes antes, en casi todas las funciones de “su” Rigoletto. (Por cierto, que contra lo que se ha dicho en varios diarios y revista musicales españoles, estas no han sido la despedida de Nucci de su emblemático personaje, ya que lo volverá a representar en julio de 2020 en el Centro Nacional de Artes Escénicas de Pekín).

Tengo para mí que la interpretación de Vittorio Grigolo de “Una furtiva lágrima”, aún siendo espléndida, no se hubiera bisado con la sala llena de los habituales espectadores scaligeros que conocen la tradición establecida por Toscanini de eliminar los bises aunque se pidieran unánime e insistentemente, cosa que como ya ha quedado dicho, no fue así en la representación que se comenta en estas líneas.

La “Adina” de Rosa Feola es más que notable escénica y vocalmente. Se trata de una joven soprano italiana, que ganó el Concurso Operalia en 2010 y que realizó a partir de ese éxito unos cursos de perfeccionamiento en el Opera Studio de la Academia de Santa Lucía con Renata Scotto. Nos encontramos ante una soprano ligera, con buena afinación, seguridad en los ataques tanto en pianissimo como en forte, capaz de apianar con notable fiato y con buen gusto en las agilidades, si bien su voz no es del todo homogénea y a veces sea perceptible el pasaggio della voce.  Escénicamente es una coqueta y pizpireta joven que nunca cae en la caricatura de una rica y caprichosa fitaiuola

Ambrogio Maestri, un barítono de buenas hechuras belcantistas aunque su verdadero repertorio es el verdiano, completó una redonda interpretación de “Dulcamara”. Su voz tiene buen metal, suena rica en armónicos en el registro grave y posee facilidad para los agudos. Es un gran cómico, y su presencia en la escena tiene bastante “gancho”. Cierto que Donizetti quiso que este papel que es el que más peso tiene en el carácter giocoso de L’elisir d’amore lo interpretara un basso comico al que se le supone una voz y una tesitura más cercana al de un barítono lírico-spinto, con gran vis cómica, que al de un basso buffo de la tradición napolitana de la opera buffa.

Lo más notorio de Massimo Cavaletti, “Belcore” es su faceta actoral. Canoramente, la voz, aunque de buena materia y sonoridad, padece problemas de emisión y tiene un fraseo entrecortado que a veces conviene al personaje pero que, en general, resulta monótono y un tanto vulgar.

La dirección del joven Michele Gamba fue irregular, y excepto en el acompañamiento en el aria de “Nemorino”, no cuida suficientemente el respiro que necesita el cantabile donizettiano. Tuvo tendencia a pedir a la orquesta una sonoridad excesiva que a ratos, tapaba las voces, sobre todo la del inquieto Vittorio Grigolo. Le faltó la ligereza que necesita la orquesta en muchos pasajes de ricas y bellas melodías y no alcanzó a contrastar debidamente lo jocoso con la penetrante melancolía que resuena en el canto de los protagonistas . Posiblemente, sus mejores momentos fueron en el preludio, en los coros y en la música garbosa y caricaturescamente marcial que acompaña la presencia en la escena del regimiento.

Muy bien en sus breves intervenciones la vivaracha “Giannetta” de la joven y bella Francesca Pia Vitale, alumna de la Academia de Canto de La Scala.

Impecable y muy bien conjuntado, como es habitual, el coro de La Scala, donde destacan las voces femeninas de extraordinaria calidad frente a los más apagados varones, sobre todo en la cuerda grave, donde sobran barítonos y faltan bajos-cantantes “comme-il-fault”.

Antes de empezar la representación de L’elisr d’amore se guardó un emotivo minuto de silencio, con todos los espectadores puestos en pie, en memoria de la recientemente fallecida Jessye Norman, aunque sus apariciones en ese teatro fueron sólo dos: una como “Aida” y otra, en una memorable Liederabend.

Fernando Peregrín Gutiérrez

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