Crítica: Boesch en la Zarzuela, el canto (hiper)expresivo
Lieder de Schubert y Schumann. Florian Boesch, barítono. Justus Zeyen, piano. Teatro de la Zarzuela, Madrid, 9 de abril de 2018.
Arturo Reverter
Florian Boesch tuvo que ser cogido prácticamente al lazo tras enfermar, primero, la inicialmente anunciada Anna Lucia Richter, y después su primitiva sustituta Julia Kleiter. El barítono austriaco, nacido en 1971, hijo y nieto de ilustres cantantes, llegó casi sin tiempo, cantó y triunfó. Hay que agradecerle el gesto, resaltado, en una animada presentación, por el director del CNDM, Antonio Moral.
El cantante comenzó el recital, luego de una breve presentación en un inteligible castellano, con seis hermosos lieder de Schubert sobre poemas de Goethe y Schiller, entre ellos el terrorífico “Prometheus”, y cerró la primera parte con los tres “Cantos del arpista D 478”, sobre textos del autor de “Fausto”. Pudimos advertir desde el principio las características actuales de su voz y estilo. Es un barítono muy lírico, con graves bien apoyados, centro de variable lustre y agudos algo descoloridos. A su emisión, canónica, sin los indeseables engolamientos de otros, le falta por lo común cierta redondez, un apoyo más franco, lo que proporciona una cierta falta de densidad, de auténtica resonancia baritonal.
A medida que han pasado los años Boesch ha ido ganando en expresividad, en intensidad, en locuacidad y en comunicatividad, lo que le lleva a matizar, a colorear muy hábilmente, a amenizar, a interpretar actoralmente cada canción, con lo que llega muy fácilmente al oyente y con lo que pierde a veces la línea y descabala no pocas veces el “legato”, rozando episódicamente el amaneramiento. Emplea abundantemente el falsete y el “falsettone” frecuentemente opacos, contrasta teatralmente, frasea, dice.
Lo hizo muy cabalmente a lo largo de los nueve preciosos lieder que componen el primer “Liederkreis” de Schumann, el “op. 24”, no tan conocido como el “op. 39”. La música ilustra maravillosamente las palabras de Heine, que Boesch desgranó con fruición, musitándolas a veces, regulándolas siempre. Las no menos bellas “Canciones del arpista op. 98ª” del mismo creador, también sobre los poemas de Goethe que sirvió Schubert, dieron cima a un recital en el que el barítono supo siempre además marcar cuidadosamente las alteraciones y metros rítmicos, aportando en su caso la cadenciosidad y balanceo más convenientes. A lo que contribuyó la magnífica colaboración desde el teclado de Justus Zeyen, atento, matizado, acompasado, expresivo. Dos lieder de Schumann y uno de Schubert –“Heidenröslein”, casi irreconocible por la caprichosa acentuación-, cerraron brillantemente el concierto.
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