Crítica: La Bohéme en Les Arts
Excepcional, sin rodeos
LA BOHÈME, de Giacomo Puccini. Ópera en cuatro actos. Libreto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, basado en la novela de Henri Murger Scènes de la vie de Bohème. Reparto: Federica Lombardi (Mimì), Saimir Pirgu (Rodolfo), Mattia Olivieri (Marcello), Marina Monzó (Musetta), Manuel Fuentes (Colline), Damián del Castillo (Schaunard), Jorge Rodríguez Norton (Alcindoro/Benoît)… Orquestra de la Comunitat Valenciana. Cor de la Generalitat Valenciana. Escolanía de la Virgen de los Desamparados. Producción: Palau de les Arts Reina Sofía, original de Opera Philadelphia. Director de escena, escenografía e iluminación: Davide Livermore. Vestuario: Palau de les Arts. Dirección musical: James Gaffigan. Lugar: Palau de les Arts. Entrada: 1412 localidades (prácticamente lleno). Fecha: Viernes, 9 diciembre 2022 (se repite los días 11, 15, 19, 21 y 23 de diciembre).
Excepcional, sin más rodeos. Así de redonda resultó la reposición del montaje de La Bohème estrenado en el mismo Palau de les Arts hace ahora exactamente diez años (2 diciembre 2012). Si entonces fue Riccardo Chailly su máximo responsable musical, ahora ha sido James Gaffigan, quien hizo gala de estilo, maneras, personalidad y solvencias sobresalientes. El hoy director musical del Palau de les Arts calibró con arte y pericia el ideal elenco vocal que tenía sobre el escenario, y del foso sacó oro de una Orquestra de la Comunitat Valenciana que lució opulencia, colores y lustre en un Puccini de referencia. El Cor de la Generalitat, los niños de la Escolanía de la Virgen de los Desamparados, y la clásica pero eficaz producción de Davide Livermore -quien solo volvió a València para los aplausos- completaron la redondez de uno de los espectáculos operísticos más perfectos y calibrados que pueda soñar cualquier teatro de ópera.
El universo de Puccini, con su epidérmico voltaje emocional, es siempre un peligro: o te pasas en la cosa lacrimógena o te quedas corto. Gaffigan se movió siempre en el punto exacto de la balanza, en el que ni falta ni sobra nada. Fue un Puccini genuino, natural y siempre fiel y en el fiel. Nunca excesivo, nunca frío. Frente al nervio y viveza de la versión de Chailly, Gaffigan templa dinámicas, fraseos y tempi para que todo resulte normal y natural, lejos de cualquier sobreactuación o impostación. Inspirado, quizá, por la “poesía” de la que habla “tranquila y alegre” Mimì al poeta Rodolfo, por los “sueños, quimeras y castillos en el aire” que confiesa el poeta a la costurera. Todo lo mimó y cuidó el director estadounidense con el esmero y la delicadeza con que Mimì borda “en tela o en seda”.
El reparto vocal estaba encabezado por quienes hoy figuran entre los máximos Mimì y Rodolfo del planeta. La soprano Federica Lombardi -mucho más desahogada aquí que en la Fiordiligi (Così fan tutte) que cantó en el mismo escenario en septiembre de 2020- puso su vocalidad y expresión al servicio de una visión cargada de belleza vocal, idioma y sutilezas incondicionalmente implicadas en el entorno propicio que brindaban batuta, escena y resto del elenco. Poco importaron algunos detalles convertidos en nimiedad (final del célebre dúo de amor del primer acto), en medio de tan convincente y plena interpretación. Con ella, con artistas y sopranos como la Lombardi, con su Mimì absoluta, Ileana, Maria, Mirella, Montserrat, Renata, Victoria y otras contadas diosas siguen vivas en la escena contemporánea.
Lo mismo cabe decir del Rodolfo del tenor albanés Saimir Pirgu, todo entrega, belleza, plenitud vocal y dramática. Su Rodolfo fue el complemento ideal de la Mimì de la Lombardi. Un personaje que lleva en la piel, que canta con fineza expresiva y voz de agudos firmes y transparentes. A lo Björling, y fiato casi casi a lo Melchior. La evolución psicológica y emocional de ambos, de la “sencilla” costurera y del “bohemio” poeta, a lo largo de los cuatro actos de la ópera es modélica, hasta el punto de incorporar al espectador mismo en el drama hilvanado y escueto de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica. La escena final, con la muerte de Mimì/Lombardi, y el grito dolido, desgarrador, de Rodolfo/Pirgu, fueron de intensidad teatral y musical contagiosamente reales. Colofón supremo de una función que nadie nadie debería perderse.
Pero no fueron solo ellos, Federida Lombardi y Saimir Pirgu, las únicas maravillas de tan gran noche de ópera. El barítono Mattia Olivieri, tan cercano al Palau de les Arts y que ya encarnó el rol de Schaunard en las funciones dirigidas hace una década por Chailly, se ha convertido ahora en un consumado Marcello, el pintor bohemio que sufre, ama y goza de la bella y alegre Musetta. Culminó una actuación de franca intensidad, en la que volcó voz, temperamento y una personalidad artística cargada de inteligencia, sensibilidad y contornos puccinianos. Estuvo soberbio toda la noche, con un inolvidable tercer acto, tanto en el diálogo con Mimì como en el cuarteto “Addio dolce svegliare alla mattina!”.
Su novia Musetta, frívola y fresca al comienzo y hermosamente conmovedora al final, fue defendida por la soprano valenciana Marina Mozó, cuya voz ligera dio credibilidad a un personaje que va más allá de su delicioso vals (“Quando m’en vò”) del segundo acto. Supo estar acorde con el entonado reparto que ella, con su gracia, ligereza y colorido vocal, contribuyó a redondear. Como también el Schaunard del barítono ubetense Damián del Castillo y el “filósofo” Colline, defendido por un ajustado Manuel Fuentes, a cuya voz de bajo-barítono faltó, sin embargo, empaque y fuelle de auténtico bajo en su gran momento, el aria “Vecchia zimarra, senti”.
Tanto la Escolanía de la Virgen de los Desamparados, que desde 1990 prepara y dirige Luis Garrido, como el Cor de la Generalitat, siempre con Francesc Perales, revalidaron las estupendas actuaciones de 2012. La escena, clásica y bien estudiada de Davide Livermore, como casi siempre vinculada al universo del cine que tanto fascina al polémico ex-director artístico del Palau de les Arts, mantiene vigencia y sigue resultando atractiva. Sus registros, sus pinturas proyectadas, enmarcan una acción que sigue al pie y la letra libreto y tradición. El circo de aplausos, saludas y “resaludas” que licenciosamente impone Livermore al final del segundo acto sigue resultando tan estúpido e impertinente como siempre. Livermore camufla con su talento evidente la convencionalidad en una escenografía singular marca de la casa, de su casa. Todo funciona bien, sin sobresaltos ni genialidades en una escena que, gracietas y detalles aparte, no aporta novedad. En esta ocasión, ha sido trabajada y bien repuesta por Emilio López. Livermore, que no pisó los ensayos, acudió a su antiguo teatro expresamente a recoger supuestos aplausos. Pero cuando salió a saludar, más que arreciar, la ovación colectiva se atenuó ostensiblemente tras las grandes y merecidísimas salvas que disfrutaron cantantes, coro y director de orquesta. El recuerdo y el hacer de Livermore, del antiguo y controvertido director artístico del Palau de les Arts, no ha sido olvidado en València. Justo Romero
Publicada el 11 de diciembre en el Diario Levante
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