Crítica: Brocha gorda para un Falstaff salzburgués
Brocha gorda para un ‘Falstaff’ salzburgués sin vergüenza
Festival de Salzburgo 2023. Grosses Festspielhaus. 25-VIII-2023. Verdi: Falstaff. Gerald Finley (Falstaff), Simon Keenlyside (Ford), Elena Stikhina (Alice), Bogdan Volkov (Fenton), Giulia Semenzato (Nannetta), Tanja Ariane Baumgartner (Mistress Quickly), Cecilia Molinari (Meg Page), Thomas Ebenstein (Doctor Cajus), Michael Colvin (Bardolfo), Jens Larsen (Pistola). Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección musical: Ingo Metzmacher. Dirección de escena: Christoph Marthaler.
“¡Y eso que no has visto aún Falstaff!”. Advertían algunos colegas en Salzburgo tras leer algunas críticas incendiarias. Pues tenían razón: este desaborido Falstaff salzburguero, presentado en el Grosses Festspielhaus, y que reemplaza al estrenado hace justo diez años con dirección musical de Zubin Mehta y escénica de Damiano Michieletto en la colindante Haus für Mozart, es una vergüenza musical y una birria escénica que desborda todas las barrabasadas vistas e imaginables. Triste y con ínfulas. En la escena y en la música. Christoph Marthaler, fiel a sí mismo, a sus grises fealdades, a sus comeduras de coco. Ingo Metzmacher, que no es precisamente Mehta – menos aun haciendo Verdi-, coronó con brocha gorda una función para el olvido -y por ello inolvidable- en la que ni siquiera la Filarmónica de Viena pareció lo que es. Un Falstaff sin honor, aburrido hasta las musarañas, desposeído de ese humor y chispa fina e irónica que destila el viejo Verdi en su última obra maestra.
Salzburgo, festival de festivales, ha de hacer acto de reflexión, un examen de conciencia en el que mire a su propia historia y la coteje con el presente. Solo así podrá corregir el inexorable rumbo de decadencia en que anda sumido desde hace algunos años. De Toscanini, Karajan o Abbado, a Metzmacher, Raphaël Pichon y etcéteras. La platea del Grosses Festspielhaus presentaba la noche del viernes evidentes claros, que se multiplicaron tras la pausa. Melómanos juiciosos no dispuestos a perder más tiempo con esta estupidez, en la que cabe cualquier bobería. En la fea escena hay espacio para Hemingway (la panza que aquí no tiene Falstaff se la endiñan a su alter ego estadounidense), para unas piedras superpuestas que parecen el Torcal antequerano, para una piscina, un apartamento de veraneo modelo Benidorm, un cine cutre cuyas butacas apestan a restos de Coca-Cola y pringue de palomitas y otras cosas menos decibles… En fin, escénicamente, un cajón de sastre mal iluminado con espacio para cualquier ocurrencia y por el que deambulan personajes ridiculizados cuyo parecido con los protagonistas de Falstaff es pura ficción.
Pero siendo espantoso y sinsentido el asunto escénico, aún es peor el aspecto musical. Proponer a Metzmacher (Hanóver, 1957) dirigir una ópera como Falstaff es algo así como mandar a quien esto escribe a los toros para hacer una crítica taurina. Metzmacher dirige Verdi como si fuera Webern. ¡Ni lo huele! Por, ello, lo hace sin vergüenza, quizá hasta convencido de que qué bien. Con la mirada clavada en una partitura en la que él solo divisa notas, fortes y pianos. Ni un instante de interés en una versión que no iluminó ni uno solo de los muchísimos momentos geniales de una partitura toda ella oro, ironía, humor y derroche de imaginación y chispa. Sonaron las notas y los silencios de Falstaff. Como una lección de solfeo. Como el viejo “El progreso musical”. Como el viejísimo Zamacois. Todo transcurrió con más pena que gloria. Inadvertida la genialidad arrolladora de Verdi y la inspiración a raudales de una ópera que es luz, humor y parodia.
Vocalmente, el reparto tampoco era propio de la memoria pasada ni reciente de Salzburgo. Sin remitirse a los históricos, solo pensar en el elenco de hace una década de Mehta -Maestri, Kulman, Buratto o Camarena- es una invitación a la nostalgia. Contaminados del ingrato entorno escénico, nadie o casi ninguno dejó asomar tintes vocales verdianos. El veterano bajo-barítono canadiense Gerald Finley fue un irreconocible Falstaff, que no dio el tipo ni escénica ni vocalmente. El londinense Simon Keenlyside compuso un Ford que por carácter y vocalidad se situó entre lo mejor de la lánguida noche verdiana; como la Nanetta de Giulia Semenzato, que se anunció indispuesta, pero nada se notó en su ligera y bien perfilada recreación de la jovencita enamorada. Logró salir indemne en medio del dislate escénico. No así su amado, el aquí repeinado Fenton, caracterizado como ridículo “repelente niño Vicente”, discretamente defendido por Bogdan Volkov, quien, perdido en el revuelo escénico, dejó sin relieve el aria belcantista “Dal labbro il canto”, en cuya introducción destacó más el trompa de la Filarmónica de Viena que él mismo. Más brilló alcanzó en el divertido dueto de amor con Nanetta del primer acto, “Labbra di foco”.
Elena Stikhina fue una Alice de andar por casa, como la Meg Page de Cecilia Molinari y la Mrs. Quickly de Tanja Ariane Baumgartner, cuyos “Reverenza…” no impresionaron a nadie. Thomas Ebenstein fue un solvente y bien entonado Doctor Cajus, mientras que los sobrecaricaturizados Michael Colvin (Bardolfo, ¡menuda barriga de tienda de chinos le pusieron al pobre!) y Jens Larsen (un Pistola que parece huido de la pucciniana La Fanciulla del West) aportaron las pocas gotas de ligereza y humor de tan fallida representación. La genial fuga final, “Tutto nel mondo é burla”, sintetizó con literalidad las carencias de este desaborido Falstaff impropio de Salzburgo y de cualquier teatro o teatrito que tenga escenario donde generar la magia del teatro, el milagro de la ópera. El viernes, en el Grosses Festspielhaus, durante el atentado, solo se sintió el declive de un festival cada día menos legendario. ¡Háganselo mirar! Justo Romero
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