Crítica: Daniil Trifonov debuta en el Festival de Granada
Daniil Trifonov, al dictado del alma
72 Festival de Granada. Recital Daniil Trifonov (piano). Obras de Chaikovski, Schumann, Mozart, Ravel y Scriabin. Lugar: Granada, Palacio de Carlos V. Fecha: 11 julio 2023.
La gran cita pianística que también es esta densa edición del Festival de Granada acogió el martes la visita de Daniil Trifonov (1991), un grande entre los colosos del piano contemporáneo. Tras las actuaciones de otros grandes, como Vikingur Ólafsson, Javier Perianes y Yuja Wang, ayer miércoles tocó Ígor Levit, y aún hay que añadir la de nombres más cercanos, como Mario Prisuelos y Judith Jáuregui. Trifonov, como sus colegas de “grandeza”, tiene poderoso marchamo propio. Orgulloso de su tradición, toca con la fuerza, el poder y la convicción y el virtuosismo de sus eternos paisanos “soviéticos”, desde Richter a Guilels. Y como ellos, su arte es versátil y total, capaz de hacer el mejor Schumann y el mejor Scriabin, el Chaikovski más ideal y el Ravel más cristalino.
Bien lo puso de relieve en su muy esperado recital en el Carlos V, que llegó tras verse obligado a cancelar su actuación en la pasada edición, debido a problemas musculares y de tendones en el codo izquierdo. Nada de ello ha asomado ahora, donde ha recalado con un programa heterogéneo y enjundioso, solo apto para colosos del teclado y del arte. De tantas enjundias técnicas como exigencias expresivas. En la Granada de festivales y evocaciones, ha combinado idealmente su sonido poderoso y electrizante con un pianismo que, sin devaluar su naturaleza virtuosismo, templa fulgores y decibelios y se alza a las estrellas.
Fue un recital de pianista en plenitud. Cuyos medios increíbles -en el comprometido programa apenas se apreció alguna leve rozadura- sirvieron de cauce al caudal de ideas y sensaciones que habitan en el artista que lo gobierna. Trifonov hizo verdadera magia y filigrana con las bellezas y sutilezas del poco tocado Álbum para la juventud de Chaikovski, obra maestra que nada tiene que envidiar a su célebre hermana schumanniana, y que el inolvidable Esteban Sánchez tocaba como los dioses y hasta llevó al disco, desgraciadamente, en un registro inédito en cedé. Como el inolvidable genio extremeño, Trifonov se transforma él mismo en un chavalín que disfruta, vive, ríe, llora, baila, siente y juega con cada unas de las 24 miniaturas que configuran el policromo retablo infantil.
Luego, como contraste casi brutal, el fuego y la imaginación schumanniana desplegadas en la Fantasía de Schumann. Obra de máximas exigencias que Trifonov noveló con vehemencia, fantasía y total arrojo, como si se tratará de una centelleante, ciclotímica y gigantesca improvisación. Los fulgores, contrastes extremos y ese mundo caótico pero característico que distingue al universo schumanniano fueron asumidos como propios en una visión arrojada y a pecho descubierto, sin reservas expresivas ni temores al reto técnico. Tan apasionadamente romántica como calibrada en su compromiso estético. Cantó con desnuda pasión y lirismo de la mejor factura, y, lejos de templar contrastes, en los episodios más tempestuosos y agitados no vaciló en echar leña al fuego. Tocó más con el corazón que con una cabeza que parecía rendirse gustosa al dictado del alma. Inolvidable.
Luego, tras la pausa, llegó otra fantasía, la de Mozart, la en do menor, K 475. Frente al mundo incandescente de la de Schumann, aquí el salzburgués se muestra sombrío y enigmático. Corre mayo de 1785. Cuenta 29 años (Schumann compone la suya con 26). Trifonov se olvida del incipiente instrumento que conoció Mozart y plantea una visión moderna, de dinámicas extremas y fortísimos más schumannianos que mozartianos; más sokolovianos que piresianos. Con pedal sin complejos. Los tiempos vivos son también enfatizados, mientras que las lentitudes rozan el paroxismo, quizá impulsadas por la magia sin palabras ni razones de la calurosa noche alhambrista. Tras los aplausos de rigor, el Ravel de Gaspard de la nuit, con un inicio de Ondine de sonoridades concretas acaso poco difuminadas y cortas de ambigüedad y misterio. Luego, en El patíbulo, puso al público con un nudo en la garganta que casi asfixió a todos de emoción. Dramatismo genuino. Implacable como una guillotina. Quizá el patíbulo raveliano más teatralizado y despiadado. El dificilísimo Scarbo rebasó cualquier límite o contención. Extremo y lanzado hasta el infinito. ¡No se puede tocar mejor!
Fue el preludio del final, con una abrasadora, arrebatada y fascinante Quinta sonata de Scriabin que no se puede tocar ni imaginar mejor. Pianismo de máximo rango gobernado por un artista total, entregado sin reservas al dictado del compositor y de su propio talento. Apenas alguna mínima rozadura humanizaba y hacía creíble el prodigio obrado por este artista único, de sinceridad y entrega sin fisuras. Al concluir, el público saltó al unísono de sus asientos. Apoteosis de aplausos y bravos. Y flores del público, muy a la rusa. Todo lo calmó Trifonov con la quietud de uno de sus bises favoritos: el coral bachiano Jesus bleibet meine Freude, en la adaptación pianística de Myra Hess. Pura magia. Pasaban las doce de la madrugada y cierto frescor comenzó por fin a correr. Calló la orgía escandalosa de los malditos abanicos. Son las cosas únicas del Festival de Granada. Justo Romero
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