Crítica de «El pintor»: Derribar la belleza
«El pintor»: Derribar la belleza
Juan Colomer. Albert Boadella. Manuel Coves. Alejandro del Cerro, Josep Miquel Ramón, Belén Roig, Toni Comas, Cristina Faus, Iván García. Orquesta Sinfónica de Madrid y Coro de la Comunidad de Madrid. Teatros del Canal. Madrid, 8-II-2018
Mario Muñoz Carrasco.
El estreno de «El Pintor» supone la mezcla de dos personalidades eclécticas como Boadella y Colomer, y da como resultado un espectáculo que pretende más controversia de la que consigue. Hay en la ópera «El Pintor» un homenaje más a la distorsión del mito que al personaje real de Picasso. Construida sobre la base de considerar al pintor malagueño como un agente del caos que pacta con el diablo la transición entre la pincelada y el graffiti, el libreto zigzaguea entre el humor un punto irreverente y el drama de la codicia. Hay en los últimos trabajos de Boadella una necesidad de explicar las hendijas de las historias mediante ficciones elaboradas que son el epicentro de sus dramas. Se trata, en última instancia, de acercarse a aquella máxima aristotélica tan del teatro de que lo que importa no es que sea verdad sino que lo aparente. El correlato que aquí se pretende es seductor si se toma desde el punto de vista de la metáfora, algo menos si se sitúa desde la necesidad de explicar lo inflamado que está el tótem picassiano. La continuidad se consigue desde la reescritura de la vieja fábula de la tentación de la gloria de Mefistófeles. El libreto funciona con ferocidad en algunas ocasiones, y se alimenta de un sentido del humor que salta a ambos lados de la frontera de lo risible. En otras el ripio o la rima obvia se hace más que patente.
El montaje escénico que se despliega a sus pies es sobrio y, tal vez por esa dialéctica de contrarios que mantiene con el personaje de Picasso, funciona perfectamente. Rectángulos iluminados se deforman y descolocan cuando el arte del genio se estruja o apalanca, cuando el personaje de Mefistófeles aparece. Puertas espectrales dan sentido a la continua presencia del mensaje último del montaje: todo es escenario, una acuarela que se va alimentando a cada segundo. La imagen es la protagonista, inocente e indecente. Los últimos instantes del tercer acto parecen irse un poco de las manos, y todo el aquelarre jocoso de derrumba un tanto. No siempre es necesaria una catarsis.
La música se coloca como el aspecto más positivo de todo el montaje. La textura orquestal desplegada por Juan J. Colomer se maneja con soltura en el ámbito de la evocación urbana (la llegada del pintor a París en el primer acto), el deseo turbio de seducción del segundo o la estructura efímera de la inspiración en el tercero. La música evoluciona con estilo y ritmo interno, logrando momentos extraordinarios. En el apartado vocal Alejandro del Cerro hace una tarea titánica como Pintor. Omnipresente en el escenario no escatima en volumen ni se reserva, aprovechándose de que las exigencias de su papel se centran más en la potencia y emisión que en lo lírico. Muy bien resueltos los papeles de Belén Roig y Cristina Faus, algo menos el Mefistófeles de Josep Miguel Ramón, algo falto de volumen. Trabajo encomiable de Coves para una ópera que se saldó con entusiasmo por parte del público.
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