Crítica: Dido y Eneas, bella fantasía cartaginesa
DIDO Y ENEAS (HENRY PURCELL)
Bella fantasía cartaginesa
Purcell: Dido y Eneas. Marie-Claude Chappuis, Nikolay Borchev, Aphrodite Patooulidou, Luciana Mancini, Yanni François… Bailarines: Yael Schnell, Michal Mualem, Virgis Poudziunas, Sasa Queliz… Coreógrafa: Sasha Waltz. Akademie für Alte Musik Berlin, Vocalconsort Berlin. Teatro Real, 31 de marzo de 2019.
Estamos ante una experiencia original y reveladora, tanto como pudiera serlo en su día la visión, asimismo con nervadura coreográfica, de Pina Bausch en torno a “Orfeo y Euridice” de Gluck, asimismo contemplada en el Real hace unos años. La danza como almendra, arquitrabe, argamasa y sustancia exquisita de una acción escénico-musical, aquella que se desarrolla en esta obra maestra de Henry Purcell, una partitura quizá de 1684 o 1685 tan concentrada, de tan certero dramatismo, de tan directa expresividad. El autor empleó un libreto de Nathum Tate inspirado en Virgilio.
La escritura instrumental, en principio seguramente pensada para un conjunto muy pequeño, es magnífica, y lo comprobamos ya en la lenta introducción de la obertura, que viene en línea directa de Lully. Espléndido es el descriptivo acompañamiento orquestal en el canto de la hechicera, Wayward sisters. Ese When I am laid in earth (Cuando mi cuerpo descanse en la tierra) nos deja literalmente sin aliento tras el recitativo Thy hand, Belinda, darkness shades me. Como decía Westrup, aquí técnica y pasión se funden de manera milagrosa en una sola cosa. Cuando la voz, desde la fluente melodía, insiste en su frase Remember me, los violines siguen las apoyaturas y continúan hasta el final. Es entonces la orquesta sola la que retoma las estribaciones del lamento.
Son aspectos musicales básicos que han sido respetado en esta sui generis y coreográfica puesta en escena, en la que la danza lo invade todo, pero sin desgajarse, antes al contrario, del pentagrama; porque esta partitura posee del comienzo al final un aire bailable, un aliento y una ligereza vocal e instrumental innegable; aun en sus momentos más trágicos, como el de la muerte de Dido, el ritmo, el vaivén, el movimiento están presentes. Porque, como dice Sasha Waltz, esta música barroca está orgánicamente unida a lo coreográfico. De tal forma, señala Matabosch, “la mixtura de praxis musical histórica y coreografía de vanguardia vigorosa y recia funciona porque Waltz se pliega a un vocabulario gestual que se encuentra en la misma longitud de onda de Purcell”.
Para ello, la coreógrafa y en esta ocasión también directora de escena, se ha tomado sus –muchas y podríamos decir que lógicas- libertades, que empiezan por inventarse un prólogo en el que se dibuja una muy directa alusión a la constante presencia del mar y al viaje que realiza por él Eneas. Un a modo de pórtico y definición de atmósferas representado por una gigantesca piscina en la que bailarines y cantantes se sumergen y nadan libremente. Imbuidos ya de ese aroma marino, espejo y escenario de la aventura, la fértil imaginación de Waltz nos pinta los distintos cuadros con estilizados movimientos, con gestos precisos de sesgo actual, con alternancias entre sonido y silencio.
La escena de las brujas es un prodigio de inventiva, de euritmia bien aquilatada, de colorido, de variedad cromática, en la que se lucen muy hermosos figurines de Christine Birkle. Hay solos bailables con o sin música, danza grupales, fantásticas composiciones que enlazan compás a compás con la partitura, posturas acrobáticas y circenses, ritos amorosos y mortuorios, infinidad de mensajes más o menos subliminales promovidos por una desbordante imaginación y por un olfato musical evidente; más allá de que podamos pensar a veces de que lo que estamos viendo no es propiamente la ópera de Purcell, sino una muy bella fantasía en torno a ella, en la que quizá, pese a su impacto escénico, pudiera sobrar ese espectacular prólogo acuático que, en todo caso, nos pone en situación.
La calidad, destreza y refinamiento de la compañía de bailarines es muy grande. Todos se mueven sin aparente fallo, bien ordenados y ensayados, a solo o en grupo. La iluminación, manejada por Thilo Reuther, es magnífica y matizada y contribuye a dar cima a una representación de una altura estética indiscutible a la que realza, como no podía ser menos, un foso deslumbrante ocupado por la Akademie für Alte Musik Berlin dirigida con tacto, sensibilidad y orden por el británico Christopher Moulds. Todo sonó entonado y en su sitio. Y las voces, tanto las principales como las secundarias, encajaron bien en el discurso. Marie-Claude Chappuis es una soprano lírica de timbre algo pálido, pero cantó con notable sentido; como la muy refrescante Aphrodite Patoulidou. El barítono Nikolay Borchev, a quien hemos escuchado hace poco en La Calisto, mantuvo el tipo pese a un evidente engolamiento.
En definitiva, un muy hermoso espectáculo, lleno de hallazgos coeográficos-musicales. Bienvenido sea después de las ordinarieces de la representación de aquella ópera de Cavalli. Arturo Reverter
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