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Por Publicado el: 18/01/2019Categorías: En vivo

Crítica: El Mahler objetivo de Ádám Fischer

Ádám Fischer

Ádám Fischer

ORQUESTA SINFÓNICA DE DÜSSELDORF.

Programa: Novena sinfonía de Gustav Mahler. Direc­tor: Ádám Fischer. ­Lu­gar: Palau de la Música. Entrada: Alrededor de 1750 personas (prácticamente lleno). Fecha: Martes, 15 enero 2019.

En apenas tres días Valencia ha escuchado dos sinfonías de Mahler: la Cuarta el sábado en el Palau de les Arts y la Novena el martes en el Palau de la Música. Ha pasado del apacible Mi mayor que cierra la feliz Cuarta al desmoronamiento absoluto de la Novena. Interpretaciones divergentes de dos obras excepcionales entre las que media un abismo de solo nueve años. Si la Cuarta es un “correlato idílico de las primeras sinfo­nías” (Deryck Cooke), la Novena refunde, culmi­na y lleva a sus últimas consecuen­cias la vieja e ineludible obsesión de la muerte. “Esta sinfonía es la muerte en persona”, exclamó no sin motivos Alban Berg tras escucharla. Una muerte que, paradó­jicamente, estimula la vida al entrañar tan vivísimo y desesperado anhelo de ella.

Ádám Fischer (Budapest, 1949), alumno de Hans Swarowsky en Viena y maestro de méritos bien demostrados a lo largo de una carrera sólida trufada de acontecimientos, eludió el mundo fracturado y desolado que enmarca y alienta la Novena de Mahler y optó por una visión objetiva y exenta de morbidez y tragedia. Más analítica y reflexiva que turbada o inquietante. Casi más bruckneriana que mahleriana. Fue, ¡cómo no!, una lectura de inatacable solvencia conceptual, nacida de un verdadero y experto maestro, cuya intachable honorabilidad artística y profesional están fuera de dudas después de tantos y tantos años de oficio siempre ejemplar.

Pero tras escuchar este Mahler exento de desasosiego y rico en certidumbres, es fácil adivinar las razones por las que el gran Sergiu Celibidache jamás quiso dirigir las sinfonías del creador de La canción de la tierra. Su universo caótico y fracturado, a caballo entre el romanticismo agotado y el devenir incierto de las vanguardias y de la Segunda Escuela de Viena, poco tienen que ver con el mundo estructurado y perfecto del inmenso bruckneriano Celibidache o del excepcional haydniano Fischer.

Desde los primeros instantes de la sinfonía, con esas cuatro notas asimétricas del arpa que parecen evocar el latido arrítmico del corazón enfermo de su hija Maria Anna (muerta en 1907), a las tremendas tres notas finales con las que las violas coronan el abatido Adagissimo que corona la sinfonía, y que más parecen una invitación al más allá que un adiós, además de casi un anuncio de la futura Metamorfosis straussiana, Ádám Fischer describió con eficaz y fiel letra los cuatro movimientos, pero sin implicarse en ellos, sin contarlos desde dentro. El Andante cómodo inicial se escuchó demasiado cómodo y desabrido, anodino y hasta esquivo, mientras que en el segundo movimiento faltó el tono popular y su arraigo popular. El caótico, irónico y siempre cuestionado Rondo-Burleske se mantuvo distante de aquello que el inolvidable mahleriano José Luis Pérez de Arteaga consideraba que se parapeta tras sus turbulentos compases: “la mayor de las desespera­cio­nes: ocultar la desespe­ra­ción”.

Ádám Fischer, que no visitaba el Palau de la Música desde que el 18 de abril de 1995 dirigiera El castillo de Barbazul de su paisano Bartók a la orquesta Sinfónica del Estado  Húngaro, ha regresado acompañado en esta ocasión por la Sinfónica de Düsseldorf, de la que es director titular desde 2015. Se trata de un conjunto de añeja tradición, con más de 250 años de historia, que figura en la tercera división sinfónica alemana, lejana a las orquestas cimeras de Berlín, Dresde, Múnich o Leipzig, y no tanto de las de segundo rango, como las de Fráncfort, Stuttgart, Hamburgo o Colonia.

Pese a ello, a sus evidentes carencias y a la comprometida desnudez de los pentagramas de la Novena de Mahler y sus frecuentes solos, el veterano conjunto renano logró salir indemne del reto, con algunas intervenciones destacadas, como la del violonchelo solista en ese momento de transida emotividad que es el impresionante solo de violonchelo que surge tras un increíble glissando descendente de los violines segun­dos y sirve de pórtico del eterno final.

“Ers­terbend” (agonizando) anota Mahler en el último compás de una partitura que jamás pudo escuchar (la Novena se estrenó póstumamente en Viena, 13 meses después de su muerte anunciada), sin que realmente ese sentimiento de absoluta desolación contagiara a nadie más que por su correcta, franca y cuidada realización. Tras unos segundos de emotivo silencio, el público que prácticamente llenó la Sala Iturbi del Palau de la Música irrumpió en una larga y generosa ovación. Dirigida quizá más al nombre y trayectoria del maestro admirado que a lo realmente escuchado. Justo Romero

Publicado en el diario Levante el 17 de enero.

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