Crítica: Estreno de ‘La muerte y el industrial’ de Jorge Fernández Guerra en la Fundación Juan March
Parábola de nuestros días
Jorge Fernández Guerra: “La muerte y el industrial”, ópera de cámara. Voces: Manon Chauvin, Lola Bosom, Nicolás Calderón, Javier Agudo. Mónica Campillo, clarinete; Juan Luis Gallego Cruz, violín. Director musical: Fran Fernández Benito. Dirección escénica. Jorge Fernández Guerra. Fundación March, Madrid, 13 de diciembre de 2023.
Conocimos las aptitudes líricas de Fernández Guerra (Madrid, 1952) allá por el año 1988, cuando estrenó su primera ópera, “Sin demonio no hay fortuna”, que inauguró una fructífera época de estrenos en el Teatro Olimpia. Después, de la mano del compositor, vinieron Tres desechos en forma de ópera (2012), Angelus Novus (2017) y Un tiempo enorme (2019). Es por tanto este músico un artista ya muy curtido, que ha escrito muchas partituras en otros géneros, ha sido director del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea, ha impartido cursos, ejerce la crítica en distintos medios y ha creado nuevas y fructíferas iniciativas, como la revista Doce Notas. Su libro Cuestiones de ópera contemporánea es básico para entender el fenómeno lírico en nuestros días.
Hombre culto y preparado, Fernández Guerra no para de hacerse preguntas en busca de reflexiones que conduzcan a la plasmación musical de unas ideas bien trabajadas y que evolucionan sin parar. Maneja un lenguaje musical muy libre y lleno de giros expresivos de la mejor ley y de gran personalidad. Su ópera anterior, la citada “Un tiempo enorme”, nos daba la clave para saber por dónde camina en estos tiempos el músico, siempre en busca de la bien orientada y bien trabada proyección intelectual. En este caso nos habla del anhelo de inmortalidad de un empresario, que se interroga sobre su existencia eterna recurriendo a la inteligencia artificial y a la transmisión de su memoria cerebral a un programa de software.
El compositor traza una música que deriva en cierta medida de influencias queridas y buscadas como él mismo reconoce. Parte de una arquitectura basada en la combinación de seis líneas instrumentales y vocales mirándose, como afirma, en sextetos instrumentales de Janácek y de Roussel, escritos para piano y vientos. En el caso que nos ocupa las seis líneas vienen ocupadas por cuatro voces humanas -soprano, mezzo, tenor y barítono- y por dos instrumentos, clarinete y violín. Estos van marcando rítmica y a veces temáticamente la marcha de la narración, lo que da pie a que, sobre su discurso, de signo armónicamente indeciso, pero con frases concordantes, se instalen las líneas vocales, que de vez en cuando se combinan contrapuntísticamente en frases con frecuencia placenteras.
Sobre esa base circula toda la narración, que ofrece escasas novedades en su transcurso y que en esencia se monta sobre una línea de recitativo muy repetitiva, con inflexiones y fraseos monótonos, con acentos y curvas de previsible ondulación. Las voces no exprimen por ello el esperado lirismo expresivo, lo que cierra con frecuencia la exposición del pretendido mensaje, que se ve constreñido por la permanente y fija delineación. Esperábamos una mayor comunicatividad y por ello el discurso adquiere en pocas ocasiones el deseado vuelo.
Aunque, eso hay que reconocerlo, la gramática, el perfil de los conjuntos esté muy logrado. Más allá de que el libreto, que, como nos dice el autor, se inspira en buena medida en citas y textos de otros autores, busque “dar forma a una historia con un número elevado de textos ajenos”, con una cobertura ideológica dada por Georges Perec, aunque la principal fuente de citas venga dada por el clásico “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge” de Rilke. Hay también ecos de Nietzsche y Benjamin. Y hay, y eso lo prevé incluso el compositor, algún que otro punto muerto.
No es obra precisamente fácil y necesita rigor en la exposición, finura en la reproducción y afinación superior por parte de todos. Magnífica labor de Mónica Campillo tocando el clarinete y de Juan Luis Gallego tañendo el violín. Marcaron sin problemas el norte de la representación. Los cuatro cantantes se comportaron. Manon Chauvin, que con Campillo había estrenado “Un tiempo enorme”, lució su ligera y espejeante voz, sin problemas arriba, aunque con alguna pasajera destemplanza, recreando las “particellas” de Narradora, de operaria y de La Muerte. Lola Bossom, una veterana mezzo, que no contralto, marcó son su habitual musicalidad y cierta falta de resonancia, a las segunda Narradora y operaria de IA.
La ligera voz del tenor Nicolás Escudero sirvió los cometidos de Interlocutor, narrador y operario, mientras que el barítono Javier Agudo, de presencia vocal contundente y timbre un tanto opaco, incorporó al Industrial y al robot. Todo funcionó bien engrasado a las órdenes musicales de Fran Fernández Benito. Un equipo artístico y técnico de altos vuelos dio vida a la historia, que en su primera parte aparece presidida obsesivamente por una reproducción videográfica de la tumba del antiguo empresario barcelonés Nicolau Juncosa, con la muerte a sus espaldas. Luego lo que vemos son unas proyecciones representativas de las llamadas redes neuronales. Arturo Reverter
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