Crítica: La fría luz de Rusalka en el Teatro Real
RUSALKA (A. DVORÁK)
La fría luz de Rusalka
Dvorák: “Rusalka”. Asmik Grigorian, Eric Cutler, Maxim Kuzmin-Karavaev, Kataryna Dalaiman, Karita Mattila, Sebastià Peris, Manel Esteve, Juliette Mars, Julietta Aleksanyan, achel Kelly, Alyona Abramova. Director musical: Ivo Bolton. Director de escena: Christof Loy. Teatro Real, 12 de noviembre de 2020.
El tema de la criatura sobrenatural que, por amor a un ser humano, renuncia a su status, la tragedia a la que le empuja tal decisión, son líneas argumentales ampliamente utilizadas en la literatura musical de finales del XIX . La contraposición entre la glacial eternidad y la bendita mortalidad constituye el núcleo argumental básico; aspectos irreconciliables que divisamos, de uno u otro modo, en las wagnerianas “El buque fantasma”, “Tannhäuser” o “Tristán”. Dvorák logró una síntesis perfecta en el tejido musical continuo de la partitura, que no tiene prácticamente puntos de desfallecimiento. El arioso, el aria y un rico y expresivo recitativo componen un “totum” constructivo que otorga unidad al amplio conjunto, en el que se dan números complejos, dúos, tríos, coros magníficos. Se inscriben en una panoplia que mantiene firme y fluida una acción musical y dramática en la que, aquí y allí, aparecen climáticos intermedios orquestales.
En esta muy larga representación del Real de casi cuatro horas y con una detención en el último acto de 15 minutos por “un problema técnico”, ha sobresalido de manera muy especial la soprano lituana Asmik Grigorian, que ha resuelto ciertas pasadas veladuras en su emisión y nos ofrece una voz límpida, cristalina, extensa, homogénea y firme; la de una lírica plena, ideal para la parte de Rusalka. Dio un curso de bien cantar, matizando, expresando, interpretando cada palabra, cada frase. A su lado brilló, aunque menos, el tenor Eric Cutler, a quien hay que alabar que se entregara a fondo, con general éxito, pese a que su timbre, de lírico algo pobretón, no sea del todo grato. Muy valiente, con el “handicap” de que hubo de cantar con muletas a consecuencia de una operación de tobillo.
A estupendo nivel el resto del reparto. Sonora y contundente la mezzo –hasta hace bien poco soprano. Dalaiman como hechicera; voluntariosa, generosa, algo destemplada la ya madurita Mattila como Princesa extranjera; sólido y oscuro, algo forzado arriba, el bajo Kuzmin-Karavaev como Vodnik, el Espíritu de las aguas. Estupendas las tres ninfas, potentes y afinadas. Y más que cumplidor el resto. Como cumplieron con creces la Orquesta y los coros internos al mando de un muy seguro y expresivo Ivor Bolton, que mostró, con sus grandes y revoloteantes manos, su mejor cara, llevando todo en palmitas y logrando momentos de rara exquisitez. Habríamos deseado, pese a todo, un mayor grado de refinamiento tímbrico general y una acentuación más variada.
En lo musical, pues, aplauso generalizado; que nos habría gustado extender a lo escénico. Loy, siempre inteligente, analista, metafórico y explicativo, ha tratado de “actualizar” hasta cierto punto la acción, que juega, como se ha comentado, con elementos sobrenaturales y mágicos, pero no ha acertado porque importantes valores y significados se le escapan. Aquí, al contrario de en “Lulu” y “Capriccio”, dos de los grandes éxitos del regista en este Teatro, no se expone una historia realista, una narración lineal, sino un asunto evanescente. Aquí no hay lago, no hay ondinas, no hay paisaje.
Todo se desarrolla en el frío decorado grisáceo del vestíbulo de un teatro en el que habitan los restos de una “troupe”. Hay bailarinas que van y vienen, rocas en medio de la escena y, siempre, una fría luz clara y diáfana, sin matices ni claroscuros, que únicamente se regula en el triste final, tras el maravilloso dúo de los imposibles enamorados. Se escapa así la dimensión profundamente poética, de un lirismo exacerbado, de la historia. Loy mueve todo muy bien y construye estupendamente una suerte de orgía balletística en el segundo acto. Demasiado aparato. Lástima.
Arturo Reverter
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