CRÍTICA: ‘Hermosa plétora visual’ [“Tristan und Isolde”, Teatro Real, temporada 2013-2014]
HERMOSA PLÉTORA VISUAL
Tristan und Isolde, Teatro Real, temporada 2013-2014
Estamos ante una de las músicas más extraordinarias e interiorizadas, más profundas y poéticas que se conocen. Pentagramas que sirven a un texto retórico y lleno de aliteraciones y que subsisten por sí mismos sin la palabra. Por el sentido, por el sentimiento, por la emoción. Una acción congelada, que circula en el alma de los personajes, que crece y que nos inunda paulatinamente hasta la catarsis final de Isolda.
La parte substancial de esta representación es la labor videográfica de Bill Viola, que creó sus fantasiosas imágenes para París hace ya casi una decena de años. Se basa en elementos procedentes de distintas culturas, en buena medida orientales –budismo, sufismo, hinduismo, tradiciones tántricas, rasgos medievales-, en un fascinante “totum revolutum”, que acaba impregnando la retina y la mente. No hay una una vertebración fundamental, un discurso lineal, sino una sucesión de cuadros animados, que van pespunteando la narración de múltiples maneras.
No siempre se establece una correlación entre lo que vemos en la gigantesca y móvil pantalla, que domina de principio a fin la escena, y lo que sucede. La acción, voluntariamente estática, con movimientos muy pautados, casi de oratorio, semiescenificada, en muchas ocasiones mal iluminada, está absolutamente supeditada a lo que vemos en las proyecciones. En el primer acto las imágenes parecen destinadas a actuar simbólicamente como explicaciones internas, para “convertirse en reflejos de luz del mundo espiritual, en el espejo de lo material y transitorio”. Acertado en todo caso el final del segundo acto, durante el desgarrador monólogo de Marke, en el que se va produciendo ante nuestros ojos el nacimiento del día, con un sol cada vez más luminoso.
A veces, esa plétora visual nos desborda y nos aleja de la entraña de la música, valiosa por sí misma sin necesidad de acudir a esos pies plásticos. Toda la parte de lo que Viola llama “Purificación”, que ocupa un buen trecho del acto primero, en la que un hombre y una mujer realizan un “strip-tease” en toda regla –acto universal de preparación para el sacrificio-, es redundante y algo pesada y no casa desde luego con el fluir musical, con momentos dramáticos esenciales –el filtro, por ejemplo- y con el hilo de la historia.
La “Disolución de uno mismo” es lo que se nos ofrece en el acto tercero, que se cierra con el ascenso –culminando una colección de alusiones acuáticas: el agua como elemento simbólico de esa disolución- de los dos amantes, impulsados hacia arriba, hacia el éter, por el agua bienhechora –muy hábil tratamiento de una toma videográfica inversa-, mientras suena la “Liebestod” e Isolda se funde con el infinito. Muy bello cierre, estropeado, creemos, por el tratamiento intelectualizado, minimalista de Sellars. Isolda canta su despedida de espaldas al cadáver de Tristán.
Todo ello priva de calor, de emoción y evita en ocasiones la concentración sobre la maravillosa música, servida en esta oportunidad de forma podríamos decir que digna, a lo más correcta, por el foso. A la dirección de Piolett le sobraron decibelios. Ya desde el comienzo todo sonó muy fuerte, sin una adecuada progresión dinámica, de tal manera que el climax del Preludio quedó ahogado. La introducción del segundo acto estuvo plagada de desigualdades, aunque la cosa se entonó bastante en el comienzo del acto postrero. El dúo de amor no tuvo refinamiento y no se hizo en ningún momento música de cámara ni se cuidaron las delicadas frases. En general, la orquesta, profesional, sin duda, sonó gruesa y sin finura; mala cosa en una partitura como ésta.
En cuanto a las voces, mantuvieron un nivel medio plausible. Urmana sacó adelante su parte sin exquisiteces y ofreciendo un timbre poco agradable en la segunda octava. Áspera con mucha frecuencia. Aunque estuvo valiente y no hurtó ningún sobreagudo. Dean-Smith canta siempre como a medio gas, con una voz que no es nada del otro jueves de tenor lírico ancho. Mejoró en el tercer acto pesa a los decibelios que le echó encima Piollet. Probablemente el mejor fue Selig, un Marke fornido, de buen grave y centro sonoro, bien que en exceso ululante, que dijo con mucha expresión su primer monólogo. Discreto Rasilainen –Kurwenal condenado por Sellars a cantar todo el acto tercero con los brazos cruzados, sin acercarse a Tristán-, suficiente sin más Gubanova como Brangania y pasables los secundarios. El coro, que cantaba desde los palcos del segundo piso, anduvo poco justo en sus breves cometidos del primer acto. Un aplauso para el corno inglés Álvaro Vega. Arturo Reverter
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