Crítica: Jakub Hrůša, Patricia Kopatchinskaja y la Bamberger Symphoniker en Ibermúsica
Descalzos en el parqué
Obras de Beethoven, Stravinsky y Dvořák. Patricia Kopatchinskaja (violín). Bamberger Symphoniker. Dirección musical: Jakub Hrůša. Ibermúsica 22/23. Serie Arriaga. Auditorio Nacional, 24 de enero
En mitad de su gira, la Bamberger Symphoniker visitó de nuevo Madrid en una cita cada vez más apreciada por ambos lados de la relación. Orquesta sólida, con una sección de viento-madera sobresaliente, propone las más de las veces lecturas que se salen de lo canónico, ya sea por la dirección de Hrůša o por la elección de los solistas. El programa era en esta ocasión clásico en su forma (obertura, concierto y sinfonía) pero atípico en cuanto a la relación del contenido, con Beethoven, Stravinsky y Dvořák. El reto estaba aquí en construir una narrativa interna por encima de correintes estilísticas que diera sentido a la convivencia de estas obras.
La Obertura Leonora III, op. 72a que daba inicio al concierto tenía algo de reivindicativo, y se vistió de rotundidad y sentido de lo heroico. Un acierto, habida cuenta de que la obertura ha quedado opacada en el repertorio de concierto por sus hermanas mayores, Egmont y Coriolano incluidas. La solista elegida para el Concierto para violín y orquesta de Stravinsky fue la moldava Patricia Kopatchinskaja, una violinista que se acerca a los repertorios desde una perspectiva muy personal y, sobre todo, contagiosa. Su técnica tiene algunos alardes, casi todos centrados en el uso del arco, no solo por el brutal staccato y spiccato sino tambuén por una potencia de sonido sorprendente en la punta del arco y en la emisión de las dobles cuerdas. La versión del concierto fue retadora, alejada del virtuosismo (como Stravinsky quería) pero sin negar la espectacularidad rítmica de la obra y su apertura de mundos. La Bamberger se sumó abiertamente a la propuesta sin caer en lo excéntrico y arropando los espacios donde la agresividad del ataque de Kopatchinskaja desnudaba un tanto el sonido. Tras las ovaciones, la violinista (siempre descalza) propuso de bis junto con el concertino lo que Stravinsky no hizo en su partitura: una elegante y estilíticamente impecable cadenzia.
La segunda parte del concierto es una de las especialidades de la orquesta, Dvořák, con su Octava Sinfonía. Aquí la lectura de Jakub Hrůša tuvo mucho más vuelo y precisión. La visión intelectualizada del folclore que propone Dvořák es compleja, porque es un territorio que se mueve en la frontera de dos códigos interpretativos distintos: el popular y el clásico. Hrůša se llevó todo el lirismo de la obra al apartado clásico, con dinámicas matizadas y una articulación elegante, para dejar lo rítmico al enfoque más popular y desatado. El resultado, una versión cercana, viva, con el sabor tierra que el compositor checo necesitaba y el sustrato nostálgico de toda obra que mira de reojo a la infancia. Especialmente bello ese vals del tercer movimiento y también el de regalo al acabar el concierto, el primero de los menos transitados Waltzes, op. 54 de Dvořák. Mario Muñoz Carrasco
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