Crítica: Il Trovatore, pasado, rescoldo y la ceniza
IL TROVATORE (G- VERDI)
El pasado, el rescoldo y la ceniza
“Il trovatore” de G. Verdi. L. Tézier, M. Agresta, E. Semenchuk, F. Meli, R. Tagliavini, C. Berthon, F. Lara, M. Marín, S. Garagnon, S. Esgueva y E. Galende. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. F. Negrín, dirección escénica. M. Benini, dirección musical. 3 de julio
Vuelve al Teatro Real tras más de una década de ausencia uno de los títulos con mayor carga mítica de todo el repertorio verdiano. Tiene bien ganada su fama por lo extremo del registro que requieren sus personajes fronterizos, por el arquetipo romántico y nocturno que pone en marcha Verdi –con permiso del original de García Gutiérrez– y por ese intento informal de disolver la dictadura de solita forma, siempre esclava de cavatinas y cabalettas. La revolución, ya se sabe, quedó algo maltrecha por la repentina muerte de Cammarano, el libretista, y el necesario respeto que Verdi quería observar hacia lo ya escrito. Las novedades estructurales habrían de esperar algo más para consolidarse, pero el resultado sigue siendo una obra maestra en concepción y desarrollo, máxime con los plazos en los que fue compuesta y el entramado creativo que conforma con sus hermanas de añada, Traviata y Rigoletto. La temática intramuros de la ópera es la mancha de la memoria, el precio que ha de pagar todo aquel que no deja de mirar fijamente a sus fantasmas. En ese sentido la nueva propuesta escénica de Francisco Negrín (que ya estrenara la Ópera de Monte-Carlo y la Royal Danish Opera de Copenhague) utiliza el fuego como trampa y catarsis. Con un montaje sobrio, en un único escenario de formas rectangulares y polivalentes, una llama situada en el lateral del escenario funcionó como constante expresiva y metáfora del fuego del amor, los peligros de sus rescoldos y la ceniza inevitable. Tal vez las soluciones propuestas por Negrín pecasen de ingenuidad (el niño quemado, el fantasma continuo de la madre de Azucena, etc.), pero el resultado no lastró a la ópera ni alteró el dibujo de personajes, aportando algún fogonazo de ingenio de cierto mérito visual.
En una obra de estas características, con cuatro papeles principales situados tan en los extremos vitales y de tesitura, se requiere un reparto de peso si no se quiere naufragio prematuro. Destacó por encima del resto la Azucena de Ekaterina Semenchuk. La mezzosoprano, en plenitud vocal, supo imprimir oscuridad y desamparo a un personaje que funciona como herida perpetua durante toda la trama. Con facilidad de agudo y un registro grave soberbio firmó una primera parte muy por encima del resto del reparto. La Leonora de Maria Agresta resultó mejor en lo lírico que en las agilidades, con un cuarto acto repleto de recursos y aprovechando su escritura por encima de la zona de pasaje, siempre en el filo del riesgo. El Manrico de Francesco Meli apareció escena tras escena algo excedido de potencia, aunque con buena línea melódica y resolviendo con empuje sus carencias dramáticas. Hubo algún estrangulamiento en los compases más endiablados de su papel. El conde de Luna de Tézier fue el otro triunfador de la noche, con una emisión perfecta y bien timbrada. Regaló un Il balen del suo sorriso (trágico y vulnerable a la misma vez) muy ovacionado. El resto del reparto cumplió con suficiencia, destacando el parlamento inicial del Ferrando de Tagliavini.
Uno de los puntos fuertes de la ópera es cómo Verdi puede saltarse el maniqueísmo inherente de los roles principales con un entramado musical de primer orden que revela toda la truculencia y belleza de la trama. Maurizio Benini se sumó sólo relativamente a esta idea, dirigiendo a la Orquesta Titular del Teatro Real con buenos arcos melódicos pero carente de pulso y con algunas inconcreciones en los números de conjunto. El coro fue creciendo desde un primer acto más dubitativo hasta un final sobrecogedor. En resumen, una ópera magnífica y un éxito merecido. Mario Muñoz Carrasco
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