Crítica: Inerte la Orquesta de València
TEMPORADA DE INVIERNO DEL PALAU DE LA MÚSICA.
Obras de Gustav Mahler (Adagio de la Sinfonía número 10. La canción de la tierra). Orquesta de València. Director: Ramón Tebar. Solistas: Zandra McMaster (mezzosoprano), Gregory Kunde (tenor). Lugar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1500 personas. Fecha: Viernes, 8 febrero 2019 (repetido el sábado, día 9).
Fue un Mahler emborronado y casi tan inerte como los gases nobles. La Orquesta de València se mostró el viernes muy por debajo de sus posibilidades, con un sonido desajustado y poco pulido, ante un programa comprometido que requería un trabajo bastante más limado y concienzudo, configurado con músicas finales reveladoras, como escribe Arturo Reverter en las notas al programa, de todas las “miserias, emociones, pulsiones, quimeras, deseos y temores” que rodearon a Mahler durante los meses inmediatamente anteriores a su muerte en mayo de 1911.
Ni el Adagio de la inacabada Décima sinfonía ni la siempre arriesgada La canción de la tierra (Das Lied von der Erde) encontraron la horma de su zapato en los atriles de una destemplada Orquesta de València y de un Ramón Tebar que apenas acertó a poner cierto orden y concierto en la caligrafía pautada. Ni siquiera intervenciones instrumentales de tanta calidad y sustancia como las del oboe Roberto Turlo (su instrumento fue la mejor voz que se escuchó en la mal cantada Canción de la Tierra y él mismo fue lo más excelente de tan gris versión) pudieron enmendar o compensar tan olvidable actuación. Tampoco contribuyeron a levantar el vuelo los dos solistas vocales: un a todas luces indispuesto Gregory Kunde y Zandra McMaster, voz tan inadecuada como insuficiente para dar vida al “acongojado” e interminable final (Der Abschied, La despedida) de una obra en la que, como apunta Luis Gago, “la canción se hace sinfonía y la sinfonía deviene en canción”.
La noche fue malamente ya desde el desajustado comienzo, con la desolada, casi tristanesca y más que dramática frase que en pianísimo y “sin expresión” (“Ohne Ausdruck” anota Mahler en la partitura) trazan las violas en solitario al inicio del Adagio de la Décima sinfonía, en la que se constató la debilidad instrumental y su roma calidad, con una sonoridad desequilibrada en la que incluso se percibieron notas falsas. Fue un presagio de todo lo que iba a venir después, tan remoto no ya a versiones de referencia de los grandes mahlerianos, sino incluso a la propia lectura que brindó la Orquesta de València el 27 de mayo de 2011, en aquella ocasión bajo la dirección de Yaron Traub y con un programa ahora calcado que también incluyó La canción de la tierra.
El contraste y declive es palmario. Desafortunadamente. Tebar se limitó a hacer oír sin más el variado entramado musical, ajeno al conflictivo universo de emociones y sentimientos que refleja Mahler consciente de estar en el umbral del más allá. Nada de la punzante y herida pátina de tristeza y distancia con la que el compositor mira la vida y se despide de ella, de sus placeres, del vino, del amor, de la naturaleza y de tantos otros recuerdos de los que hablan los versos de varios poetas chinos que sirven de fondo e inspiración a esta sinfonía de canciones.
Si el ex titular de la Orquesta de València contó en su interpretación de 2011 con la colaboración de Waltraud Meier, su sucesor ha optado muy equivocadamente por la voz de la mezzosoprano norirlandesa Zandra McMaster. Sobran las palabras y las comparaciones son odiosas (dicen). Tampoco ha mejorado la cosa en el ámbito tenoril, y no porque el admirado Gregory Kunde sea mejor o peor que el alemán Thomas Mohr (quien coprotagonizó la interpretación de Traub), sino por ser el estadounidense una voz y un artista muy alejado del fracturado universo mahleriano, además de tener la fatalidad el viernes de no encontrarse en las mejores condiciones físicas. Apenas se le escuchó en los momentos de mayor intensidad dinámica, en el tenso registro que pide la partitura, mientras que en los pasajes más próximos a la declamación o al cantabile su voz en ocasiones resultó inaudible, a veces sumergida en un torrente sonoro que Tebar no acertó a controlar ni a encauzar adecuadamente. Y es que por mucho que se incrementen los decibelios, lo inerte no pierde su condición. Justo Romero
Publicado en el Diario Levante el 10 de febrero.
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