Crítica: Recital homenaje de Judith Jáuregui a Alicia de Larrocha
Judith Jáuregui. Recordando a Alicia
Recital homenaje de Judith Jáuregui a Alicia de Larrocha
Obras de Schumann, Chopin, Debussy, Amy Beach, Mompou y Grieg. Centro Nacional de Difusión Musical. Judith Jáuregui, piano. Madrid, Auditorio Nacional, 6 de junio de 2024.
De vez en cuando, de entre la masa a veces áspera y siempre perpetuamente renovada de los alumnos que acuden cada año a los conservatorios, surge una niña que, a solas en casa, dispone sus juguetes y muñecas preferidos alrededor del piano y toca para ellos, qué sé yo, el Minueto en Sol del Álbum de Ana Magdalena Bach, una pieza de Bürgmuller, un estudio de Bertini.
Pasan los años y esa niña es una pianista que se une al homenaje de sus compañeras Torres-Pardo y Noelia Rodiles a la admirada Alicia de Larrocha, y entonces acerca sus manos a las teclas y de ellas salen islas felices, héroes polacos alucinados, tardes en Granada, pájaros tristes y hasta un jardín francés, o por ahí, bajo la lluvia.
Esa mujer es Judith Jáuregui, en la Sala de Cámara del Auditorio, ocupado en más de dos tercios de su aforo mientras afuera las acacias se pudrían a casi treinta y cinco grados de húmeda temperatura, nos ofreció un recital despejado y refrescante, de excelente factura, que fue de menos a más y que dejó en el público el sabor que dejan siempre las horas luminosas, por felices y bien cumplidas.
Empezó Jáuregui con dos obras de muy distinta envergadura pero siempre bienvenidas por cualquier aficionado, la Arabeske de Schumann y la primera Balada de Chopin. Algún borrón por desajuste del pedal y cierta confusión sonora en las secciones de bravura, en especial en la Balada, son sombras que no empañan el buen hacer de la pianista: un fraseo delicado y preciso en Schumann, frases empujadas de más, pero a sabiendas, en Chopin y sobre todo un extraordinario control de los planos dinámicos fueron virtudes que se anunciaron pronto, y que se impusieron en el resto del programa.
Jáuregui dejó destellos brillantes en la virtuosa “Jardins sous la pluie” (“Jardines bajo la lluvia”), de las Estampes (Grabados) y en L’isle joyeuse (La isla feliz) de Debussy, aquel francés endemoniado y genial de cuya música, en las fronteras de la tonalidad, alguien dijo alguna vez que es como una niña con un ojo verde y otro de color caramelo.
Fueron a más las soberbias cualidades de Jáuregui en la segunda parte de su recital. La pieza de Amy Beach, “Dreaming” (“Soñando”), de los Four Sketches (Cuatro apuntes) escritos en 1892, mira mucho más al siglo XIX que al XX, y seguramente de ella diría Schumann lo mismo que dijo, y en varias ocasiones, de su propia Arabeske: “música para mujeres”, o sea, música de salón. ¡Qué ciegos e injustos son a veces los hombres de talento consigo mismos!
Y más en este caso, porque la estadounidense Amy Beach (1867-1944) se casó a los dieciocho años con un hombre de cuarenta y cinco, que no vio con buenos ojos eso de que la esposa de un cirujano de prestigio hiciese vida trashumante de concertista, aunque seguramente se envanecía de verla tocar en público, un par de veces al año, en los festivales de caridad bostonienses. Son las flores carnívoras que en todas las épocas se dan en los jardines sociales de la música. Y
claro que no es casual que tanto la Arabeske como “Dreaming” hagan uso de la misma textura, típica del Romanticismo: una línea melódica intensamente lírica, un bajo más o menos fluido y un relleno armónico por figuración de transparentes semicorcheas en el caso de Arabeske (tema principal) o de densos tresillos de corcheas en Dreaming.
Destacar la melodía sobre esta textura es casi un juego de niños en comparación con las intrincadas texturas de Debussy, y en ambas tareas la técnica de Jáuregui sale más que airosa, triunfante. Y permítasenos una línea final para subrayar la elegante interpretación de la coda de Arabeske, tan ligada a “Habla el poeta” de las Escenas infantiles schumanianas.
Con Mompou y Grieg alcanzó Jáuregui, en mi opinión, lo mejor de la tarde. La austeridad y misticismo del catalán fueron muy bien traducidos por la pianista, que de seguro habría arrancado una sonrisa aprobatoria del maestro en la elección de algunos tempi (Planys –trenos o lamentos fúnebres en catalán- I y III), en la ejecución de los pianísimos que repiten como en eco las alas vencidas de “Pájaro triste” (Plany V) y en el equilibrio de voces interiores en los acordes de “Secreto” (Plany VII), pero que seguramente habría enarcado las cejas, algo mosqueado ante la vehemencia romántica de las dinámicas usadas en el Plany II, Andante.
Uno disfrutó de lo lindo con la interpretación de la Sonata de Grieg, la única que el noruego compuso, con veintidós tiernos años, antes de descubrir que lo suyo eran las miniaturas. Pues no sé. Jáuregui interpretó de modo arrollador su primer tema, en el que el compositor enterró su firma (EHG, Mi-Si-Sol en nomenclatura latina), presentó con la intensidad lírica debida el maravilloso segundo movimiento y cerró la obra, con la repetición del tema inicial de ese segundo movimiento, de un modo contundente. Más que notable.
Los respetuosos segundos de silencio con los que el público acogió la finalización de varias de las obras interpretadas de seguro que hicieron feliz a Jáuregui, compensando el desagradable comportamiento de algunos espectadores que a lo largo del recital se permitieron entrar y salir del recinto en plena música, rompiendo en pedazos, como quien corta un folio despacio, y encima pidiendo disculpas, el trabajo de la pianista. Tres veces hubo de salir ésta a escena, entre aplausos, antes de regalar como bis la Andaluza (o Playera) de Granados. El público aplaudió a rabiar, pidiendo un nuevo bis, que Jáuregui, estricta, no concedió.
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