Crítica: La Calisto, Sicodelia con recado
LA CALISTO (F. CAVALLI)
La Calisto de F. Cavalli. D. Visse, K. Gauvin, M. Bacelli, L. Tittoto, N. Borchev, L. Alder, T. Mead, G. de Mey, E. Lyon. Monteverdi Continuo Ensemble y Orquesta Barroca de Sevilla. D. Alden, dirección escénica. I. Bolton, dirección musical. 17 de marzo
Ya era hora de que el Teatro Real hiciese parada en el periodo de interregno entre Monteverdi y Händel, al menos en lo que a ópera italiana se refiere (Purcell e Hidalgo entrarían en otra terna). El afortunado ha sido Francesco Cavalli, elección pertinente por su relevancia en la estabilización de un modelo operístico que hasta entonces era más una sucesión de vocaciones efímeras que una opción creativa real. La Calisto tiene todos los elementos para que funcione en un teatro de hoy día, con un libreto radicalmente moderno, un trabajo minucioso en el dibujo de personajes y una percepción de la carnalidad teñida de aromas venecianos.
David Alden opta en su cuarta colaboración con el Real por plantear un universo de colores extremos y seres pseudomíticos. No es nada nuevo, estamos acostumbrados a montajes de óperas barrocas en los que el director de escena tiende a creer que ha de compensar la (falsa) ausencia de acción con una sobrepoblación escénica que puede llegar al paroxismo (piénsese en la locura de Jürgen Flimm hace unos años en Il trionfo del Tempo e del Disinganno). Pero aquí Alden acierta en buena medida gracias a la bipolaridad de sus caracteres, tan profundos como superficiales, y toma un cierto sentido de la sicodelia para crear un universo visual que se mueve a medio camino entre La parada de los monstruos y el Almodóvar lisérgico de principios de los ochenta. Funciona bien en muchos momentos porque los personajes a los que da cabida son en sí mismos caricaturas de estereotipos, y todas las relaciones establecidas nada más que reflejos de amores disfuncionales. En el escenario se suceden seres maravillosos (las secuaces del ultramundo en forma de pavos reales) o estéticas irreverentes con igual peso, retratando a unos dioses que perdieron su rol ejemplificador hace mucho y unos humanos víctimas del infantilismo de los primeros.
Con todo la música de Cavalli es la verdadera protagonista y lo mejor de la producción. No podemos hablar de descubrimiento a estas alturas porque ya reflotó la imponente partitura Jacobs hace unos años (o incluso Leppard, a su forma, bastante antes), pero la feliz confluencia del Monteverdi Continuo Ensemble y la Orquesta Barroca de Sevilla ha acabado en una revisión de la ópera rica, matizada en la caracterización y entusiasta. Faltó, si cabe, un punto de imaginación en algunos recitativos que tenían espacio para mayor inventiva. Fantástica Heumann en su aportación con la viola da gamba. Ivor Bolton demostró una vez más versatilidad y conocimiento en los lugares donde Cavalli profundiza en su retrato de la humanidad como un conjunto de disfraces dispersos. El reparto tuvo altibajos, aunque sin grandes disgustos. Dominique Visse lleva años lejos de la plenitud vocal, pero su inteligencia actoral está fuera de toda duda y su voz se ajustó de maravilla a sus histriónicos roles. El buen Pane de Ed Lyon y algunos momentos brillantes por parte de la Calisto de Louise Alder (como su aria de presentación) fueron lo mejor de la noche. Menos adecuada Karina Gauvin, con un vibrato excesivo totalmente fuera de estilo, y algo afectado el Endimione de Tim Mead, por mucho que cuadre con su personaje.
Ojalá la gran acogida por parte del público anime al Real a profundizar en este repertorio lleno de jardines secretos y que reflexiona desde la tragicomedia de todo lo bello y todo lo triste. Mario Muñoz Carrasco
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