Crítica: Liebreich dirige la Orquesta de Valencia, François Leleux como solista.
Cosas veredes, amigo Sancho
Orquestra de València. François Leleux (oboe). Alexander Liebreich (director). Programa: Obras de Silvéstrov (Música silenciosa), Strauss (Concierto para oboe y orquesta), y Dvořák (Sinfonía número 8). Lugar: València, Palau de les Arts (Auditori). Entrada: Alrededor de 1.200 personas. Fecha: viernes, 1 abril 2022.
“François Leleux es un director de orquesta y oboísta, conocido por su energía incontenible y su exuberancia”. No yerra la bendita y peligrosa Wikipedia al definir así al gran músico francés, nacido en 1971 y reconocido como uno de los máximos oboístas de las últimas décadas. Pero además de energía y exuberancia, Leleux derrocha virtuosismo y fuerza comunicativa. También capacidad para implicar a todos en su criterio musical y fusionar su “energía incontenible” con la singularidad estética de lo que interpreta en cada momento. Así lo ha evidenciado en su personalísima versión del Concierto de oboe de Strauss, bien acompañado por la Orquestra de València y un Alexander Liebreich que se mueve como pez en el agua en el universo straussiano.
“Están los grandes oboístas, y luego está él, que es otra cosa: el genio del oboe”, comentaba el viernes un conocido oboísta valenciano tras la actuación de Leleux en el Palau de les Arts. Efectivamente, el virtuoso francés es un rara avis que tiñe con su incontenible impronta personal cualquier obra que aborde. Y lo hace siempre a través de un virtuosismo inédito, tan libre como perfecto. El Concierto para oboe de Strauss sonó en ese universo último, post-mozartiano, nostálgico y crepuscular, que tanto distingue la etapa final del creador de los Cuatro últimos Lieder. El melodismo intenso, la risueña melancolía que envuelve sus tres movimientos, y los continuos guiños a un pasado que ya nunca volverá -nació en 1945- fueron claves de una versión tan singular como auténtica. Quizá Strauss nunca soñara su concierto tan extravertida y calurosamente tocado, pero seguro que se hubiera quedado maravillado con las sonoridades, perfección y detalles que lo hizo el genio francés y planetario del oboe.
La Orquestra de València y Liebreich se involucraron en el concepto libre y extravertido del solista para redondear una versión “de disco”, por utilizar la vieja y popular expresión. Que François Leleux es, además de un número uno del oboe, artista versátil y completo, lo puso bien de relieve en la barroquísima y estilizada versión que regaló, ya fuera de programa y en solitario, de la Sexta fantasía de Telemann. Fue la culminación de uno de los éxitos más sonados de la actual temporada de la Orquestra de València, que se distingue por la selecta calidad de los solistas que en ella participan.
Luego, tras la pausa, cuando aún resonaba en la mente el oboe fascinante de Leleux -por cierto, esposo de la no menos grande violinista georgiana Lisa Batiashvili-, llegó la lírica, efusiva y siempre bienvenida Octava sinfonía de Dvořák, de la que Liebreich y sus profesores brindaron una incandescente versión. Liebreich, normalmente comedido y elegante, llegó incluso a desmelenarse por momentos en el brioso Allegro inicial, quizá arrastrado por la confesada pasión que siente por esta música para él tan próxima. Fue una visión de clara inclinación popular, en la que asomaron los rasgos más folclóricos, con ese expresivo lirismo bohemio que tanto distingue la música del compositor checo. Orquesta en su conjunto y sus mejores solistas fueron dispuestos cómplices de la propuesta de un Liebreich que, excluidos los vehementes episodios del movimiento inicial, mantuvo siempre esa elegancia natural, compostura y buenas maneras que tanto le distinguen sobre el podio.
Dentro de la orquesta, destacaron el concertino Enrique Palomares (toda la noche estupendo); el flauta Salvador Martínez; la sección de trompas en su conjunto, liderada en esta ocasión por María Rubio; el trompeta Javier Barberá -estupendo en el comienzo del movimiento final-, o, en fin, el siempre seguro sostén de los timbales de Javier Eguillor. En el debe de tan buen concierto y para el más definitivo olvido queda la tontería que lo abrió: un insustancial y sacarinoso tríptico para cuerdas cuya única razón de figurar en el programa fue haber sido compuesto por un ucraniano, Valentin Silvéstrov. A este paso, acabaremos sustituyendo el gazpacho y la paella por la borsch. Cosas veredes, amigo Sancho. Justo Romero
Publicada el 5 de abril en el diario Levante
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