Crítica: María Dueñas, el violín ideal en el Palau de la Música de Valencia
MARÍA DUEÑAS, EL VIOLÍN IDEAL
Temporada de Primavera del Palau de la Música. Deutsche Kammerphilharmonie Bremen. Paavo Järvi (director). María Dueñas (violín). Programa: Obras Schubert y Bruch. Lugar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1.800 espectadores (lleno). Fecha: martes, 16 de abril de 2024
Dice el diccionario de la RAE que lo ideal “no existe sino en el pensamiento”. María Dueñas (Granada. 2002), la violinista prodigiosa que el martes encandiló a todos con su interpretación del Concierto en sol menor de Bruch en la temporada del Palau de la Música, desmiente a la Academia al sustanciar lo ideal en realidad y materia. Técnica, virtuosismo, talento y sensibilidad se funden para convertir lo ideal en algo palpable y evidente. Tan inapelable y real como la fascinación que despierta en el espectador sensible. No caben peros ni remilgos ante una artista tan absoluta. Ni una fisura, ni un desliz en una interpretación “ideal”, digan lo que digan los sesudos y excelentísimos académicos.
Excelentísimo es el arte de esta joven granadina de apenas 22 años que lo tiene todo, y que ya hoy es una primera figura mundial del violín, que suma su nombre a la nómina de grandes violinistas españoles, desde Monasterio y Sarasate a Fernández Arbós o Manuel Quiroga. Todos ellos se hubieran quedado a cuadros escuchando a esta joven María Dueñas, la proyección de su sonido, la afinación, el fraseo meticuloso, extremo y nunca exagerado, la naturalidad de un modo de tocar que respira y fluye sin nunca encorsetarse o distraerse en problemas técnicos. María Dueñas quintaesencia la música y la limpia de hojarascas y elucubraciones. Su maravilloso Stradivari Camposelice es la caja de resonancia ideal, la fuente de una intérprete que ella misma se une y abraza al instrumento para configurar algo único e inseparable. Ella y el violín respiran, vibran y palpitan al unísono. Inenarrable.
Fue una interpretación rotundamente romántica y apasionada. Lírica y efusiva hasta el infinito. ¡Cómo cantó y se explayó en las largas y quietas frases del Adagio central! ¡Cómo cargó de brío y énfasis las exuberantes frases del movimiento inicial de este concierto tildado por Joachim como “el más rico y seductor”, y que a la granadina le viene como anillo al dedo. Contó, además, con el acompañamiento cuidadoso, atento, cómplice y estimulante de Paavo Järvi y sus estupendos instrumentistas de la Deutsche Kammerphilharmonie Bremen, orquesta de la que el maestro estonio -hijo del legendario Neeme Järvi- es titular desde 2004 (cuando María Dueñas apenas había cumplido dos añitos).
El éxito, ante una Sala Iturbi abarrotada como en sus mejores días -éste lo fue-, fue absoluto. El público saltó electrizado de sus butacas para desgañitarse a bravos y palmas. Ella, amable, con una presencia escénica que también es ideal, cortó la fiesta del triunfó y estableció el silencio absoluto con la magia congelada del regalo de un transcripción de Après un rêve, de Fauré. El final definitivo de tan inolvidable actuación llegó en plan más modernillo y brillante, con el regalo como segundo bis de la vistosa Applemania, del petersburgués Alekséi Igusdeman. El delirio.
El Concierto de Bruch, el debut de María Dueñas en el Palau de la Música, llegó enmarcado por las poco programadas dos primeras sinfonías de Schubert. El sobresaliente instrumento sinfónico que es la formación bremense lució sus cualidades y calidades en un repertorio ideal para su particular configuración y características. Conjunto bien hormado, se mostró dúctil y dócil al gobierno de un maestro del que conocen cada detalle e intención. Järvi planteó un Schubert a la antigua, alejado de cualquier intención historicista. Acercó las tempranas sinfonías –1813 y 1815, respectivamente- al pleno romanticismo y las alejó de su ancestro clásico, con Mozart y Haydn como referencias.
Sonoridades quizá demasiado espesas, demasiado “brucknerianas”, en obras nacidas en los albores del romanticismo, cuando el compositor era un chaval quinceañero. Más que guiño o ironía, los minuetos se resolvieron atentos al detalle y su pulso métrico. Versiones con firma y marchamo de calidad. Como no podía ser de otra manera con semejantes orquesta y maestro. Pero, estilísticamente, remotas al oído contemporáneo. ¿Quizá también al de Schubert? Músicos y orquesta sí bordaron el cielo con el colofón fuera de programa de un Vals Triste de Sibelius, cuyos pianísimos, pálpitos, melancolías y transparencias parecían brotadas del Stradivarius de María Dueñas. ¡IDEAL!
Publicado el 18 de abril en el diario LEVANTE
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