Crítica: Maria João Pires en el Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo
Qué barbaridad
Obra de Schubert y Debussy. Maria João Pires (piano). XXVII Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Auditorio Nacional, 4 de octubre
No hay ostentación ni aspaviento. Con puntualidad suiza se abrió la puerta lateral del escenario para dar comienzo al aplazado concierto de Maria João Pires. Se sentó, y antes de que menguasen los aplausos ya estaba Schubert allí. La falta de los protocolos de la afectación es uno de los placeres culpables de quienes van a muchos conciertos. Es un lujo comenzar un viaje como el propuesto sin mirada al infinito, ni rapto emotivo ni constreñimiento corporal. Se sentó y tocó. Pires es una especialista en generar fascinación desde su primera oleada de sonido, en la que consigue crear la atmósfera adecuada gracias a una pulsación de peso perfecto, un uso intachable del pedal y una absoluta indiferencia a la retórica cuando es vacua.
La Sonata en La mayor, D 664 es una rareza en el catálogo de Schubert, no porque se toque poco sino porque transmite un pathos animoso tan poco común en el compositor que sólo encuentra parangón en unas pocas melodías engañosamente juguetonas de algunos lieder, como en Abschied. No es una alegría al uso, sino más una sensación de sencillez de emociones que descansa, por ejemplo, en el lirismo contenido del primer tema del “Allegro”, cantado con una elegante naturalidad por Pires, o el peso de las apoyaturas durante todo el movimiento, justamente subrayadas. Para el “Andante”, tocado hace un par de décadas por la pianista lusa con mayor peso, propuso levedad sin caer en lo superficial.
La primera parte acababa con una pieza incrustada en el imaginario emocional de todo melómano: la Suite Bergamasque. Para el “Prelude” sacó ese catálogo de colores que acostumbra con una pulsación apenas intuida, y una visión general muy alejada del exceso de matiz de otras versiones. Con todo, fue inevitable que lo más inspirado de la suite fuese el “Clair de lune”, traduciendo al detalle la atmósfera no del mito actual sino del poema original de Verlaine en el que se basa, aquello que Manuel Machado tradujo como «el amor triunfal y la vida oportuna / parecen no creer en su felicidad».
Para la segunda parte quedaba la locura de la Sonata en Si bemol mayor, D.960, el canto de cisne de las sonatas para piano schubertianas, una catedral sonora imposible. La hondura y trascendencia de ese primer movimiento —que dura tanto como la otra sonata al completo— fue llevada al extremo por Pires, dosificando los silencios y sumando tensión en las muñecas para restarla a los antebrazos. Para el “Allegro” final, técnicamente cruel, Pires decidió resaltar los patrones motívicos que miran hacia lo popular, consiguiendo descargar algo del peso y la densidad de los últimos compases, tocados casi de improviso.
Tras el magnífico Arabesque n.º 1 que sirvió de propina y las ovaciones, salía el público sorprendido por los asuntos de la edad. Pires tiene 78 años. Lo visto probablemente no sea ningún milagro. Pero es una barbaridad. Mario Muñoz Carrasco
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