Crítica: Muerte y resurrección. Asier Polo y la OCNE
ORQUESTA Y CORO NACIONALES DE ESPAÑA (D. AFKHAM)
Muerte y resurrección
Obras de Turina, Haydn y Schumann. Asier Polo (violonchelo). Orquesta Nacional de España. Dirección musical: David Afkham. 5 de febrero
Hay en Mozart siempre un subtexto bajo la superficie que enriquece magníficamente sus obras, hija de toda una serie de códigos retóricos propios de la época que, por decirlo de alguna manera, exploraban los elementos que el texto solo abocetaba. La muerte del Comendador es uno de esos momentos. Cuando Don Giovanni atraviesa al anciano con su espada, éste comienza a descender en la partitura por una escalera cromática que algunos compositores ya habían usado antes para la muerte, y que, sorprendentemente, lo llevan a una especie de purgatorio musical. Y sorprende porque el acto del Comendador ha sido heroico, y si su recompensa es el Purgatorio, como nos dice la música, es que sus pecados previos eran gigantescos. Así de sutil era Mozart a la hora de criticar a la nobleza: una línea melódica descendente le bastaba. Este fragmento y los inmediatamente anteriores le sirven de punto de partida a Joaquín Turina para componer su Paráfrasis sobre «Don Giovanni», una pieza dúctil, estructurada con mucho oficio y que ofrece algunos momentos tímbricos de honesta lucidez. La fragmentación motívica como recurso de expresión ha funcionado muy bien durante el último siglo de composición, y aquí también es capaz de explorar en su disección nuevas atmósferas y ese paisaje árido y tumultuoso que debió observar el Comendador al llegar al Purgatorio.
Tras ello llegó el caudal de belleza de Haydn, con su Concierto para violonchelo y orquesta nº. 1 en Do mayor, el que mayor difusión ha obtenido en las últimas décadas. Asier Polo convenció por la elegancia en la emisión y la manera casi orgánica en la que estructuró el rango dinámico. Agotó su virtuosismo en la candencia del primer movimiento y en el vértigo de escritura del tercero, para dejar toda la esencia de la perfección clasicista en el adagio. La Orquesta Nacional acompañó dimensionando bien sus tutti para no extralimitarse en su papel de acompañante. Con todo, tanto solista como orquesta llevaron la obra a un concepta más romántico de lo que la partitura anticipa, y se hubiera agradecido un punto más de extroversión.
La Sinfonía n.º 1 en Si bemol mayor, op. 38, con sobrenombre «Primavera», cerraba el programa como si de una resurrección se tratase. Afkham desplegó —aquí sí— toda la gestualidad precisa para la densidad sonora que exige el primer movimiento, y la orquesta devolvió la energía del nacimiento del candor que se nos muestra en el Allegro inicial, donde la imaginación orquestal de Schumann está expuesta sin contenciones. Concierto, en suma, de alegría indisimulada. Es de agradecer. Mario Muñoz Carrasco
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