Crítica: El nacimiento del Rey Sol en el Teatro Real
Hermosísimo sinsentido
El nacimiento del Rey Sol. Jean de Cambefort, Antoine Boësset, Francesco Cavalli, Luigi Rossi y otros: Le ballet royal de la nuit. Lucile Richardot, Caroline Weynants, Caroline Dangin-Bardot, Marie-Frédérique Girod, Ilektra Platiopoulou, Blandine de Sansal, Sylvie Bedoulle, Etiene Bazola, Nicolas Brooymans y otros. Ensamble Correspondances. Dirección musical y clave: Sébastian Daucé. 19 de junio
La política y la ópera han andado de la mano desde sus inicios. No hay más que escuchar el fragmento de la Toccata del Orfeo de Monteverdi que anuncia el inicio de cualquier representación en el Teatro Real, y que es en realidad el himno de los Gonzaga: la ópera sirvió, la mayor parte de las veces, como vehículo propagandístico más o menos evidente. Lo mismo ocurrió con Le ballet royal de la nuit, cuya versión digamos simplificada se escuchó anoche en el Real, con la excepción de que no esto no es, en realidad, una ópera sino una de las formas fronterizas acuñadas en Francia y denominada ballet de cour, con un emparejamiento evidente con la danza.
En este caso Le ballet… fue una cuidada operación de marketing orquestada por el primer ministro francés, el Cardenal Mazarino, que intentó un golpe de efecto político que sirviera para promocionar el poder real y situar al nuevo regente (Luis XIV) en una situación de privilegio respecto a su pueblo. En el desarrollo no sólo participaban músicos y bailarines profesionales, sino también la propia nobleza. El argumento de este gigantesco espectáculo (más de doce horas, divididas en siete días en el año 1653), giraba en torno a un alegórico ascenso del Sol (un Luis XIV de casi quince años) que va disipando las tinieblas y los terrores de la noche. Obviamente, entre los invitados anduvieron representantes de varios estados, además de la aristocracia y burguesía parisina cuyo apoyo tanto necesitaba el rey.
El director musical del Ensamble Correspondances, Sébastian Daucé, ha organizado materiales, colocado añadidos, completado líneas vocales perdidas y una largo etcétera de musicología aplicada para llevar luz a la partitura de, probablemente, el espectáculo más fastuoso de todo el siglo XVII, que aquí queda reducido a apenas dos horas y media. Y hay que adelantar que la música y la interpretación fueron de todo punto extraordinarias. La orquesta alcanza la excelencia en tímbrica, color, adecuación al estilo y riqueza de matices. Desde la viola da gamba de Mathilde Vialle, pasando por la tiorba de Thibaut Roussel hasta la magnífica recreación sonora de ritmos y pájaros del percusionista Sylvain Fabre. Una sonoridad carnosa, seductora, inmejorable para una música que se hizo más dramática y cercana en la segunda parte, cuando los añadidos de Rossi y Cavalli aumentaron el nivel medio compositivo.
En lo que respecta al coro, tampoco se bajó el nivel. Actuando en conjunto o como solistas con múltiples papeles, los 18 cantantes construyeron esa sonoridad coral tan típicamente francesa en el Barroco, y que requiera de prosodia, afinación y, por encima de todo, balance. Grandes intervenciones de la mezzosoprano Blandine de Sansal (Deyanira), Lucile Richardot (La Noche) o el haute-contre David Tricou (Apolo). Los últimos números, muerte de Euridice incluida, fueron conmovedores y de un patetismo casi doloroso, como el inolvidable trío “Dormi, dormi, o Sonno, dormi”.
El gran “pero” de la representación es tan comprensible desde el punto de vista de la gestión como aparatoso: faltó la danza en un espectáculo que se basa en ella, y en la opulencia de los escenarios, los disfraces o los efectos escénicos. Faltó todo lo que hizo de esto un espectáculo, además de que la obra dramatúrgicamente tampoco puede sostenerse, no por su inocencia alegórica tan propia de mediados del XVII sino por su condición de Frankestein musical descontextualizado. Una lástima no haber podido disfrutar de la versión escenificada que el Ensamble Correspondances llevó de gira con tanto éxito antes de la pandemia. En resumen, qué magnífico espectáculo perdimos, pero qué fantástica música escuchamos… Mario Muñoz Carrasco
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