Crítica: La orquesta del MET, en el Carnegie Hall de Nueva York
El Met despliega su sinfonismo operístico en el Carnegie Hall
Obras de Wagner, Debussy y Bartók. Elīna Garanča (Mezzosoprano) y Christian Van Horn (Bajo-Barítono), solistas. Metropolitan Opera Orchestra. Dirección musical: Yannick Nézet-Séguin. Carnegie Hall, Nueva York, 14 de junio 2024.
Aunque la actual dirección de la Metropolitan Opera de Nueva York esté empañada en borrarle de la historia (de su historia, es decir, la historia de la que es tal vez la compañía de Ópera más importante del último siglo y medio), el infravaloradísimo y estupendo director (especialmente de Ópera) James Levine, era además, y a las pruebas me remito, un excelente formador-forjador de orquestas.
Cuando Levine tomó las riendas musicales del coliseo neoyorquino, considerándose una suerte de sustituto in extremis, tras haber puesto Rafael Kubelik los pies en polvorosa abandonando su puesto de director musical a los meses de haber sido nombrado, en un momento, además, cuando ‘nadie daba un duro’ (un euro) por la continuidad de la compañía más allá de principios de los ochenta (viabilidad económica y artística), la orquesta era de una buena calidad sin más, dando lo mejor de sí sólo cuando eminencias como Kart Böhm o Erich Leinsdorf la dirigían.
Levine, un entonces director joven y entusiasta, prometió convertirla en la mejor orquesta de ópera del mundo; dicho, y hecho: se arremangó, se puso al trabajo, et voilà.
Cuando consideró que la calidad de su orquesta de Ópera era tan buena al menos como las de las orquestas sinfónicas, decidió iniciar, al igual que años atrás había hecho su colega Claudio Abbado con la orquesta de la Scala, un ciclo en el que la orquesta tocaría una serie de conciertos sinfónicos en el Carnegie Hall, pero también de gira (en Madrid estuvieron en los ciclos de Ibermúsica en dos ocasiones, con dos conciertos en cada ocasión, con guest stars como Plácido Domingo o Renée Fleming).
James Levine ya no está, pero su iniciativa perdura, y así, asistimos al último concierto del ciclo de esta temporada. Hay que recalcar que al ser una muy ocupada orquesta de foso de Ópera, el ciclo sinfónico, en el fondo, se reduce a 3 o 4 conciertos diferentes (programas) al año.
En esta ocasión, el actual director musical del Met (sucesor de Levine por tanto), el canadiense Yannick Nézet-Séguin proponía un concierto orquestal, sí, sinfónico, también, pero de marcados tintes operísticos, ya que lo componía la obertura de una ópera, una suite sinfónica de la música de una ópera, y finalmente, una ópera en versión de concierto: obras todas ellas fantásticas (en todos los sentidos), con un claro componente simbólico y onírico, en las que a veces no se distingue claramente la realidad del sueño o la fantasía, y en las que incluso no queda claro la identidad o la realidad de los protagonistas.
En estas tres óperas, además, el papel de la orquesta es fundamental: requieren, así, de una orquesta de primer orden.
La nerviosa, entusiasta y por momentos grandilocuente batuta de Nézet-Séguin propuso una aparatosa lectura de la obertura de El holandés errante de Richard Wagner, que no pasó de la corrección: nada de misterio, ni de tempestad marina, ni de leyendas… sólo para el lucimiento de la orquesta, deslucido, eso sí, por unas no muy acertadas trompas. Sirvió básicamente como relleno del concierto y para “calentar la orquesta”, lo cual, tratándose de Wagner, una interpretación así es un poco como cometer un pequeño sacrilegio ¿verdad?
Muchísimo mejor la lectura por parte de director y orquesta de la Suite de Pelléas et Mélisande de Debussy arreglada por el anteriormente mencionado Leinsdorf. La partitura se basa básicamente en los interludios puramente instrumentales de cada uno de los cinco actos de la ópera.
Se nota que Nézet-Séguin se encuentra como pez en el agua en las delicadas y misteriosas brumas orquestales de colores cambiantes de Debussy; es un universo al cual el director canadiense es muy afín: tiene cogida a la perfección la medida de esta ópera como ya dio testimonio cuando dirigió una estupenda serie de representaciones en el Met ya hace unos años (recuerdo entre otros a un muy original Arkel de Ferruccio Furlanetto). Nézet-Séguin nos adentró sin dilación en la atmósfera debussyana y disfrutamos mucho con la caleidoscópica orquesta: ¡bravo!
La segunda parte la componía otra ópera fascinante y, esta sí, interpretada en su totalidad.
El Castillo de Barbazul se presta perfectamente a ser interpretada en versión de concierto, e incluso afirmaría que es la mejor manera de presentarla. Sólo requiere de dos solistas vocales (tres si se incluye al narrador de la introducción, que aquí fue una mediocre grabación), además de una orquesta de gran plantilla.
El Castillo de Barbazul supone todo un “tour de force” orquestal y emocional. El problema es que Nézet-Séguin no dejó que la intensidad y la emoción de la fabulosa ópera de Bartók progresase como el compositor había previsto: empezó pisando el acelerador a fondo desde el primer momento, con los decibelios a tope, lo que trajo consigo una especie de saturación sonora, de falta de progresión y contrastes, de problemas de dinámicas sonoras, y llegándose, en muchas ocasiones, a sepultar por completo las voces solistas.
En esas condiciones, notables los cantantes solistas, aunque se vieran obligados a forzar en algunos casos, o no se les llegase a escuchar en ocasiones: Christian Van Horn, el bajo americano del momento, buen cantante en su cuerda pero que no hace olvidar a otros en el papel como su propio compatriota Samuel Ramey, y la simpar y camaleónica Elīna Garanča (ahora canto Strauss, como Verdi, como zarzuela, como Bartók…), cuya prestación fue estupenda pero, insisto, no en las más óptimas condiciones, al tener que competir continuamente en volumen con la orquesta.
Una buena versión (con todos esos peros mencionados) de la única (y fabulosa) ópera del genial compositor húngaro, que desde luego, no me hace olvidar la primera vez que la descubrí en vivo (o en disco), con un incandescente Pierre Boulez a los mandos de una simplemente espectacular Chicago Symphony en este propio Carnegie Hall; no conocía la obra y jamás se me olvidará dicha representación: una noche absolutamente mágica en la que por momentos creí que se vendría abajo el techo del auditorio conforme se abrían las puertas del castillo, y que al llegar a la quinta puerta, se alcanzó una intensidad sonora, interpretativa y emocional difícilmente soportables.
Esperemos que con los años el relativamente joven Nézet-Séguin nos llegue a proponer una lectura de tantísimos quilates: él y ‘la orquesta de Levine’ tienen todas las facultades para conseguirlo.
El Met no quiere recordar a Levine porque fue un depredador sexual. Nunca admitió nada. Tampoco admitió que era homosexual lo cual era un secreto a voces. Su legado artístico obviamente se viò contaminado por sus problemas personajes. En otro orden de cosas pero a la vez similar, lo mismo ha sucedido con Plácido Domingo.