Crítica: Peter Sellars arropa y clarifica. ‘El Jugador’ de Prokófiev en Salzburgo
Peter Sellars arropa y clarifica
El Jugador de Prokófiev
EL JUGADOR. Ópera en cuatro actos, de Serguéi Prokófiev. Libreto del compositor, basado en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski. Reparto: Peixin Chen (El General), Asmik Grigorian (Polina), Sean Panikkar (Alekséi Ivanovitsch), Violeta Urmana (Babulenka), Juan Francisco Gatell (El marqués), Michael Arivony (Mr. Astley), Nicole Chirka (Blanche), Zhengyi Bai (Príncipe Nilski), Ilia Kazakov (Barón Würmerhelm), etcétera. Dirección de escena: Peter Sellars. Escenografía: George Tsipin. Vestuario: Camille Assaf. Iluminación: James F. Ingalls. Dramaturgia: Antonio Cuenca Ruiz. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección musical: Timur Zangiev. Lugar: Salzburgo, Felsenreitschule. Entrada: 1.437 espectadores (lleno). Fecha: 28 agosto 2024.
Ópera de corta proyección, de gran música pero con un libreto alambicado en el que los personajes se mueven entre las pasiones del sexo, la codicia del juego o el deseo del amor, Prokófiev compone El Jugador entre noviembre de 1915 y abril de 1916, cuando aún es un prometedor veinteañero. Quizá con la referencia en mente de la magistral Dama de picas de Chaikovski, se siente atraído por la novela homónima de Dostoyevski, y él mismo redacta el libreto.
La ópera tenía que haberse estrenado en el Mariinski, pero la Revolución de 1917 dio al traste con el proyecto. Finalmente, fue el Teatro de la Monnaie de Bruselas el que años después, en abril de 1929, tuvo el honor de darla a conocer.
Ahora, El Jugador ha llegado al Festival de Salzburgo, bien arropada escénicamente por Peter Sellars y dirigida musicalmente por un maestro del que hay que tomar buena nota del nombre: se llama Timur Zangiev, ruso de 1994, que ya ha pisado y triunfado en teatros como La Monnaie, la Scala o la Ópera de Múnich. A tenor de lo visto y escuchado en Salzburgo, está llamado a heredar el testigo de antecesores tan ilustres como Svetlánov, Kondrashin, Rozhdéstvenski, Temirkánov, Bichkov o el mismo Guérguiev.
En apenas dos horas y cuarto transcurren sin interrupción los cuatro actos de esta ópera cargada de exigencias de toda índole. Las escénicas quedaron atendidas y resueltas admirablemente por un clarificador Peter Sellers, quien tiene el acierto de no meterse en camisa de once varas y presentar la trama argumental ajena de elucubraciones y derivas personales.
Se apoya para ello en una escenografía sencilla basada en varias gigantescas ruletas que son tanto eso -ruletas- como lámparas gigantescas que penden de la barra de luces y suben y bajan a conveniencia del momento. La iluminación, de fuertes contrastes e intensos colores, sugiere, claro, el espacio de un supuesto casino, aunque la acción, según Dostoyevski y respeta Prokófiev, transcurre, salvo en el tercer acto, en un suntuoso balneario ubicado en cualquier lugar de Centroeuropa.
Es una ópera de personajes antipáticos, que van a la suya y a los que le importa un bledo lo que pase alrededor. El dinero es el objeto de todo y casi todos. Y, como suele pasar cuando se juega a las cosas del juego, todos pierden. Arruinados financieramente, pero sobre todo, como seres humanos. Un mundo de intrigas, amores cruzados y puñaladas traperas.
Solo la protagonista femenina, Polina, en la escena final, desprecia el enorme fajo de billetes que le entrega Alexéi para que liquide la deuda que tiene con “El Marqués”, pero ella lo rechaza y se lo arroja a la cara. Es una escena muy melodramática -en plan Violetta y Alfredo en La Traviata, en la fiesta en casa de Flora-, pero que prepara con gran efecto la dramática escena final, con Alexéi solo, rememorando obsesivamente sus pretéritos éxitos en el juego.
Pero, con ser el trabajo de Sellars oportuno y sobresaliente, lo mejor-mejor de esta recuperación de El Jugador ha radicado en el capítulo musical. Desde la dirección precisa, lírica, categórica, clarificadora e imbuida de lenguaje “prokofieviano” de Timur Zangiev, sin duda imbuido de su maestro Rozhdéstvenski, que fue autor precisamente de la primera y mejor grabación de esta ópera (Moscú, 1963).
A una Filarmónica de Viena que parecía bien recuperada del soponcio del día anterior, con los fallidos Cuentos de Hoffmann con Minkowski, a un coro -el Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor– que supo cantar a la rusa, casi sin nada que envidiar a aquel popular y propagandístico coro del “Ejército Ruso del coronel Borís Alexandrov”, y, sobre todo, a un reparto vocal de ensueño.
Un sueño es el canto de Asmik Grigorian, la diosa del Salzburgo de nuestros días. Asumió el ingrato papel de Polina con la pasión y entrega de una Tosca o una Tatiana, defendiendo y matizando los perfiles extremos de un personaje que no para en todo la ópera, y que es el centro de gravedad en el que confluyen las tensiones, anhelos, codicias de unos personajes -también ella- que deambulan entre los peores y mejores instintos de la condición humana. Dinero, poder y sexo. También amor, sueños e ideales.
A su lado, al lado de su voz valiente y pletórica, el versátil tenor estadounidense de origen esrilanqués Sean Panikkar bordó escénica y vocalmente el personaje de Alekséi Ivanovitsch, que cargó de anchos tintes líricos y una convicción escénica tan ideal como la de la Grigorian.
La tercera gran voz protagonista fue la de la legendaria Violeta Urmana, que impactó y estremeció convertida en Babulenka, la “abuelita” que casi todos esperan que se muera de una vez –“apenas le quedarán 24 horas”, llegan a decir ilusionados- para heredar su inmensa fortuna, pero que finalmente ella misma dilapida en la ruleta hasta la ruina total. Vamos, una Gianni Schicchi en plan Dostoyevski.
Desde la silla de ruedas en la que la emplaza Sellars, la Urmana otorgó empaque dramático y vocal a un personaje de carácter, que llena la escena desde que irrumpe hasta que abatida y ya sin un chavo, la abandona con la idea de regresar a su Moscú natal. Artista en plenitud, con nuevos repertorios y muchas papeles en la agenda, dueña de una de las más ejemplares carreras vocales del último medio siglo, la Urmana escuchó, con la Grigorian, los mayores vítores de la noche. No podía ser de otra manera tras su poderosa y estremecedora personificación de la gran protagonista de carácter creada por Dostoyevski y engrandecida por Prokófiev y ella misma.
Imposible cerrar esta crónica sin, al menos, destacar algunos otros miembros del perfecto reparto, en el que no hubo ni un lunar, ni un solo garbanzo negro. Así que aplauso sin fisuras y encendido para el bajo mongol Peixin Chen (El General), el tenor argentino Juan Francisco Gatell (El Marqués), el barítono malgache Michael Arivony (Mr. Astley), la mezzo ucraniana Nicole Chirka (Blanche), el tenor chino Zhengyi Bai (Príncipe Nilski), el bajo tártaro Ilia Kazakov (Barón Würmerhelm) y “etcetera, etcétera, etcetera…”, como diría el bueno de Don Pasquale.
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