Crítica: Radvanovsky y Tetelman, estrellas en la noche cántabra
Radvanovsky y Tetelman, estrellas en la noche cántabra
73 FESTIVAL DE SANTANDER. Programa: Obras de Verdi, Puccini, Giordano y Mascagni. Orquestra Sinfónica de Bilbao. Director: Riccardo Frizza. Solistas: Sondra Radvanovsky (soprano), Jonathan Tetelman (tenor). Santander, Palacio de Festivales. Fecha: Lunes, 5 agosto 2024.
Tras el susto de la jornada inaugural del Festival de Santander, protagonizada el sábado por la mediática soprano tártara Aida Garifullina, el canto de verdad y con mayúscula llegó y se impuso el lunes en una cita festivalera rica y variada, “un lugar de encuentro” que se prolongará en la capital cántabra hasta el 31 de agosto. Fue una velada sustancialmente verista, en la que se impuso el canto vigoroso y matizado de una galáctica Sondra Radvanovsky que fue la gran triunfadora de la feliz noche.
A su lado, pero en un órbita ya terrenal, el inmenso y casi abarrotado Palacio de Festivales disfrutó del canto entregado y a flor de piel del tenor estadounidense de origen chileno Jonathan Tetelman. Junto con ellos, la Sinfónica de Bilbao, dirigida discretamente por el bresciano Riccardo Frizza, no se mostró particularmente fina ni refinada. Ni en la obertura de La forza del destino que abrió el programa, ni luego, en los intermedios de Cavalleria rusticana y Manon Lescaut, la orquesta bilbaína alcanzó a deslumbrar o seducir.
Tuvo que irrumpir en la suave noche cántabra la diva estadounidense para que la fascinación de la ópera removiera el ambiente. Fue con un “Pace, pace, pace mio Dio” de La forza del destino que retrotrajo todo a los años de gloría de la ópera. Con su sello y marchamo propio, con una vocalidad inmensa, ancha y perfilada con una sensibilidad estilizada e inteligente, la Radvanovsky se puso al nivel de verdianas como Caballé o Leontyne Price. Puro teatro, pura ópera. Cada frase, cada sílaba y sonido, tomaba sentido y sustancial importancia.
Un canto interiorizado que se proyectaba poderoso al último rincón de la sala y del corazón de cada espectador. El fraseo, el estilo, el alma de la ópera, la intensidad dramática y la belleza vocal fueron cualidades con las que la Radvanovsky y su canto del alma marcaron, ya de entrada, el alto listón de la velada. Inolvidable.
Luego, ya de lleno en el ámbito verista, removió sentimientos y sensaciones con un “Vissi d’arte” cargado de remembranzas y dolor, de tradición y ahora de resonancias kabaivanskianas. Una Tosca matizada y llevada al límite, que fue antesala de otro momento estelar en un programa cargado de hitos operísticos: “La mamma morta”, dicha con dolor, desgarro y gravedad vocal, donde la artista se impuso a la cantante, con el arrojo y honestidad de arriesgar la perfección en pro de la entrega dramática.
Antes, la Radvanovsky puso su voz poderosa al servicio nada menos que de la en todos los sentidos temida Turandot. “In questa reggia” sonó imponente, enigmática y, como deber ser, amenazadora. Un reto para cualquier cantante, más para una vocalidad lírica, que aunque cercana a lo spinto, carece del registro y la vocalidad dramática de la “Princesa de hielo”. La inteligencia, técnica y fuste expresivo de la soprano estadounidense compensaron la distancia vocal para cuajar una encarnación estremecedora que voló muy alto desde todas las perspectivas. Luego, en los bises, volvió a su vocalidad natural con un “Sola, perduta, abbandonata” que cortó a todos el aliento.
El recuerdo de Miguel Ángel Gómez Martínez, al que el Festival y su nuevo director, Cosme Marina, tuvieron el acierto y detalle de dedicar el concierto, sobrevoló en muchas cabezas.
La diva cantó a dúo con Tetelman la escena “Mario, Mario, son qui!, del primer acto de Tosca, fragmento que carece de la enjundia musical y vocal de un programa de tan altos vuelos, y el dúo final de Andrea Chénier “Vicino a te”, que sí supuso perfecto colofón. Cantante sobresaliente, enaltecido por una presencia escénica tan estupenda como la del joven Corelli, el tenor estadounidense nacido en Chile es dueño de una voz bella, calibrada, transparente y entregada como lo fue la de Carreras. La lució con generosidad en un convincente “Ah, la paterna mano” de Macbeth, y el aria “Recondita armonia”, cargada de rotundos acentos veristas que en absoluto enturbiaron el articulado fraseo.
Como la Radvanovsky, también incursionó en Turandot, con un “Nessum dorma” correcto y escrupulosamente cantado, pero en el que el parecido con Corelli se limitó a lo físico y punto. Faltó fuelle, fiato y resonancia vocal. Mejor y más oportuna fue su última aria, “Come un bel di di Maggio”, en el pudo lucir su formidable voz en un registro y línea vocal más adecuada a su tipología vocal.
El éxito fue, como diría el crítico de toda la vida, “clamoroso”. Era lógico: sobre el escenario habían actuado y cantado, matices aparte, dos cantantes definitivamente grandes, y ante un programa rico en joyas operísticas. Un generoso collar al que Tetelman agregó una nueva perla en vena: “E lucevan le stelle”. Difícil imaginar final más pertinente para una noche en la que, bajo el recuerdo de Gómez Martínez (¡tantas veces en la Porticada!), brillaron dos primeras estrellas de la lírica actual. ¡Bravo, Santander!
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