Crítica: Réquiem de Jommelli, una revelación
REQUIEM DE JOMMELLI: UNA REVELACIÓN
Requiem, Nicolo Jommelli. Alexandra Tarniceru, Andrea Rey, Igor Peral, Diegi Neira, Alejandro von Büren, Fernando Rubio, solistas. Coro de la Comunidad de Madrid. Nereydas. Director: Ulises Illán. Basílica de San Miguel. Madrid, 11 de marzo de 2024.
De acontecimiento -lo que engalana la atractiva programación del FIAS madrileño– puede considerarse este concierto en el que se recuperaba en estos días una obra magistral como es el Requiem de Jommelli (1714-1774), obra y compositor no especialmente reconocidos por estos pagos y que se ha podido escuchar ahora en la Basílica de San Miguel gracias a la labor investigadora del siempre activo, curioso y arrostrado músico que es Ulises Illán.
Este Requiem, nacido en 1756, año en el que, curiosamente, vino al mundo Mozart, fue compuesto durante la estancia de su autor en Stuttgart. Es sin duda una composición espléndida, lo mismo que el Miserere salido de la misma mano. Se divide en ocho partes –“Introitus”, “Kyrie”, “Sequentia”, “Offertorium”, “Sanctus”, “Agnus Dei”, “Communio” y “Responsorium”-, cada una de ellas constituida por distintos episodios de la liturgia, aquí muy desmenuzados, 31 en total, que fueron desgranados casi con unción por el gesto amplio, claro, a veces eléctrico y muy ajustado, de Illán, en unión podríamos decir que hipostática con los conjuntos.
Acerca de este Requiem nos dice el director en el programa de mano -que únicamente se puede leer por internet, lo que priva a los que carecen de móvil o no lo portan seguir los distintos números al tiempo que se interpretan- que “si tuviera que situarlo entre dos estilos o dos obras significativas de la historia de la música, sin duda los haría entre el Stabat Mater de Pergolesi y el Requiem de Mozart. La composición tiene ecos pergolesianos y modos napolitanos tanto en su factura como en su forma, y a la par también tiene elementos germánicos y usos de la retórica musical, los fugados y el patetismo que recogió el Requiem de Mozart. El de Jommelli gozó de una enorme popularidad y tuvo una gran difusión hasta bien entrado el siglo XIX, pero fue eclipsado y desbancado por el del salzburgués, ya en el primer tercio del siglo XIX”.
Las sorpresas son continuas desde el mismo comienzo del “Introitus”, con intervención de la soprano y de la mezzo solistas. El tono penumbroso y pausado se instalará, con episodios alternativos, partiendo del Mi bemol inicial, en casi todo el desarrollo de la partitura. El tema es entonado también por el órgano. Se suceden los distintos números, siempre dentro del mismo clima pero con enorme variedad de acentos y de intervenciones solistas, casi siempre a cargo de las voces femeninas. Tras el cierre en pianísimo del “Kyrie” sobreviene la “Sequentia”, con el “Dies irae” de apertura, un Allegro en el que intervienen tenor (Igor Peral) y bajo (Alejandro von Büren). Este ha de descender a las profundidades del Mi 1.
Y empezamos a advertir la estratégica utilización de los silencios en un proceso de paulatino dramatismo que nos lleva a evocar luctuosas imágenes de pinturas al óleo, a la manera de las realizadas en su día por un Zurbarán o, en otro orden de cosas, un Caravaggio. Bien modeladas y plasmadas las fugas del “Hossanna”. Un curioso contraste se nos ofreció en el comienzo del “Agnus Dei”, en donde la mezzo y la soprano bosquejaron una frase muy acentuada equivalente a cualquiera de las que Jommelli podría haber esbozado en alguna ópera cómica.
Con alternancias pero siempre guardando la línea estilística, la obra fue conduciendo a las siete partes del “Responsorium”. En el “Dum veneris” final, nº31, con todas las fuerzas en acción, nos dice Illán, “Jommelli diseña una coda donde va desintegrando los elementos compositivos del movimiento hasta desvanecerse en la nada. Es un modo exquisito del uso de la retórica musical, como alegoría del despojarse del cuerpo, y a la vez un símbolo de ir poco a poco convirtiendo lo sonoro en silencioso. La carne y el cuerpo, como el sonido, se disuelve en el silencio. El silencio de la muerte”.
Bellas palabras que resumen a la postre el sentido humanista de este Requiem, que tuvo, y ya se ha adelantado, una interpretación de alto rango, bien medida y pautada, expresiva y llena de misterio. Entre los solistas destacó la soprano lírica Alexandra Tarniceru, bien perfumada, timbrada, elegante, expresiva y sensible. Una colaboración la suya de alto nivel. La mezzo, muy lírica, de no mucho volumen pero de fraseo exquisito, Andrea Rey, fue excelente acompañante. Los solistas masculinos, integrantes del Coro de la Comunidad -trabajado en esta ocasión por ese gran profesional que es Javier Carmena, presente en diversos frentes- cumplieron con decoro.
Antes del Requiem se nos ofreció una obra de Arvo Pärt compuesta por encargo en 2004 en memoria de las víctimas del atentado del 11 M. El compositor estonio partió de la antífona “Da pacem Domine” (que significa “Danos la paz, Señor”), como parte de un concierto por la paz. La obra está construida utilizando la melodía original, nos dice Illán, “añadiendo tres voces polifónicas mediante su característica técnica ‘tintinnabuli’, que consiste en acompañar una melodía principal con una voz ‘tintinnabular’ que únicamente emplea notas pertenecientes a un acorde de tríada, siguiendo algún tipo de regla con respecto a la voz principal. Esta técnica, que emplea férreas reglas consigue una sonoridad mágica y atemporal”.
La basílica estaba hasta arriba de un público interesado, muchos no pudieron entrar.
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