CRÍTICA: “Réquiem” (G. Verdi)
MÁS GRANDILOCUENTE QUE SUBLIME
Las llamadas Noches del Real se han cerrado por esta temporada con el Requiem de Verdi, única obra del compositor programada en el año de su bicentenario. Paupérrima cosecha; y eso que el de Busseto es, según propia declaración, de los músicos que más gustan al director artístico del Teatro. Para dirigir la partitura ha invitado a uno de sus maestros preferidos, el griego Teodor Currentzis, que ha ofrecido una interpretación más bien epidérmica y no poso efectista, sin entrar en el meollo dramático de una obra que aparece recorrida, de arriba abajo, como decía Jürgen Dohm, por cuatro gestos expresivos: “horror, temor, contrición y súplica”. Cuatro sentimientos muy propios de la música religiosa cristiana y que Verdi reúne en esta partitura tan netamente italiana, tan operística, carácter que se combina perfectamente con la emoción cordial que nace de la sinceridad de la expresión. Un sinceridad muy propia del músico, claramente consignada en una composición que vino al mundo por la necesidad de llorar la muerte de dos amigos, de dos hombres a los que admiraba extraordinariamente: el operista Gioacchino Rossini y el poeta y novelista Alessandro Manzoni.
Detrás de ese sincero grito del corazón, de esta “interpretación hecha por un agnóstico del drama del día del Juicio Final, magnífica por su intensidad y por la compasión de su trágica visión de la condición humana” (Charles Osborne), hay un plan estructural y una organización perfecta y sabiamente medida por Verdi que, una vez más, supo aunar aquí de modo inseparable dos factores que lo hacen grande y caracterizan en buena parte y que José Luis Téllez ha resaltado oportuna y agudamente: proyección ciudadana y labor artística. Verdi eligió como base literaria el habitual texto del orgánico de la liturgia católica al que habían ya puesto música Mozart, Berlioz, Cherubini y otros y al que añadió el Libera me final recuperado de la Messa escrita por diversos autores tras la muerte de Rossini.
Verdi aplicó los mismos o muy parecidos procedimientos que aplicaba a sus obras escénicas. Se trataba de alumbrar una composición dramática, de suficiente poder evocativo, destinada a ilustrar un texto. La diferencia venía dada porque en este supuesto dicho texto era litúrgico. De ahí el tono no ya dramático, sino incluso abiertamente teatral. Lo curioso es que la Misa, aunque trata de y sobre la muerte, aparece conectada con el mundo de los vivos. Es, no obstante, lógico, conociendo el agnosticismo del músico, que, en contra de la tradicional práctica cristiana, no se ofrezca una consolación postrera, que corrientemente viene contenida en el Agnus, y que, por el contrario, sea la duda, la incertidumbre, la irresolución lo que prevalezca. Tal es, recuerda George Martin, el destino del hombre en la vida según Verdi. Este planteamiento no podía satisfacer a la iglesia y por ello la obra quedó excluida del concepto música eclesiástica recogido por el papa Pío X en su encíclica Motu proprio de 1903. Y, sin embargo, no puede negarse que la si se quiere ingenua y tonante visión tremendista de esta misa de muertos, que se debate “entre una combustión miguelangelesca y una aristocrática respiración a flor de labios” (Gustavo Marchesi), tiene una fuerza directa, un poder de convocatoria, una sencilla y majestuosa belleza y una grandeza indiscutibles albergados en su bien estudiada construcción, en su hábil juego armónico, en su respiración dramática y en su sensual y hermosa línea melódica, tan profundamente verdiana, tan sugestiva, tan identificada con la semántica del texto latino cantado.
Todos esos factores, ese refinamiento de tantos instantes, quedaron marginados en el superficial acercamiento que tuvimos ocasión de escuchar en esta oportunidad. Es cierto que el flamígero gesto, tan teatral, de Currentzis, a veces inusitadamente tremendista, consiguió un comienzo sobrecogedor en un pianísimo casi inaudible. Pero poco a poco la interpretación fue decantándose por el grito, por la falta de temple, por el confusionismo de los planos, movidos pero no organizados por la gran envergadura del inquieto director, que no logró que los dos coros convocados, el del propio Teatro (Intermezzo) y el dela Comunidadde Madrid, cada uno con sus positivas características, llegaran a empastar y que tampoco pudo obtener dela Sinfónicade Madrid, por su demérito, la respuesta medida y la pulcra ejecución de otras ocasiones.
La partitura verdiana está poblada de indicaciones dinámicas, de subrayados, de reguladores del más diverso tipo. Ofrece múltiples posibilidades expresivas, que sólo hay que atender con rigor y que aquí con frecuencia se orillaron. Como se marginaron tantos efectos de buena ley a disposición de las voces solistas, que, como coro y orquesta, han de servir delicados pasajes anotados pppp. Como el milagroso que pone en boca de la soprano la palabra Requiem en la parte final del Libera me, Domine, como broche de oro de un número extraordinario en el que se desarrolla un fugato que, curiosamente, fue uno de los mejores momentos de la noche. Pero ese si bemol agudo pide otra ejecución, en un sutil y delicado pianísimo. Una nota, claro, nada fácil y que imaginábamos, tras las primeras escaramuzas, que la soprano armenia Lianna Haroutounian no iba a poder emitir como mandan los cánones. No sabemos si Currentzis, tan descuidado en este y en otros instantes, intentó en los ensayos que la cosa saliera adecuadamente.
El caso es que la soprano, continuando en la incorrecta senda marcada a partir de sus primeras intervenciones, dio un verdadero grito, voluminoso y desabrido. Una manera de cantar que desperdicia un instrumento de buena calidad, el de una lírica ancha, timbrado, consistente, extenso, de no feo color, pero siempre tendente a crecer, a intentar dar todas las notas en forte, venga o no a cuento. El director tampoco logró, aunque el tenor canario lo intentó, domeñar el poderoso caudal de Jorge de León, de timbre próximo a lo spinto, oscuro, bien coloreado, de impactantes agudos, como quedó bien demostrado en un Ingemisco cantado con dignidad, pero sin el lirismo ni la dulzura que exige. Algo que tampoco se consiguió en pasajes aún más refinados como el Ostias.
Violeta Urmana, ahora en una parte de mezzo, hizo cosas de interés, matizó en mayor medida y exhibió su centro amplio y carnoso. Las oscilaciones y los vaivenes a los que somete su carrera –pronto interpretará a Isolda-, en la línea de una cantante de tinte más dramático y metálico como Waltraud Meier, nos da la impresión de que han descolocado la impostación. En esta ocasión sus graves fueron prácticamente inexistentes. De hecho, al emitirlos ni siquiera abría la boca, los encerraba en un intento de no romper la colocación; no tenían apoyo y eran, por tanto, poco audibles. Lo que se tradujo en falta de carácter, de talante dramático, de adecuación. No había muchas veces diferenciación tímbrica evidente entre ella y la soprano, aunque en su beneficio jugaran la mayor calidad del instrumento y la más sólida concepción interpretativa.
Ildebrando D’Arcangelo, a quien posiblemente le falten rotundidad, redondez, amplitud, color, cantó, sin embargo, con propiedad, observando en mayor medida los accidentes dinámicos y tratando de construir un fraseo que no desconoció la sutileza. Es verdad que su Confutatis careció de grandeza, de dimensión y que la voz sonó un punto áspera, pero es un bajo no sin empaque y justeza rítmica. Algo, esto último, de lo que no anduvo sobrado Currentzis, un mal director verdiano por su inestabilidad agógica. Arturo Reverter
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