Crítica: “Salomé” en la Staatsoper
ESCENAS VISIONARIAS, MÚSICA PROFUNDA
Strauss: ”Salomé”. Ausrine Stundyte, Gerhard Siegel, Thomas J. Mayer, Marina Prudenskaya, Nikolai Schukoff… Director de escena: Hans Neuenfels. Director musical: Thomas Guggeis.
Wagner: “Tristán e Isolda”. Andreas Schager, Anja Kampe, Stephen Milling, Boaz Daniel, Ekaterina Gubanova… Director de escena: Dmitri Tcherniakov. Director musical: Daniel Barenboim.
Staatsoper, Berlín, 17 y 18 de marzo de 2018.
Arturo Reverter. En estas dos representaciones, con dos producciones de nuevo cuño, hemos podido comprobar hasta qué punto mandan hoy los directores de escena y hasta dónde pueden modificar los rasgos definitorios de una ópera. En la subjetiva opinión del que suscribe, por supuesto. Neuenfels se esfuerza por entrelazar al personaje de la joven protagonista con el del autor del drama original, con lo que lo palmario del argumento, lo sensual de los comportamientos, queda sepultado bajo un aluvión de ideas, de acciones paralelas que nos distraen del meollo de la cuestión: la atracción irrefrenable de la núbil y virginal doncella hacia el hombre, el macho soberano que es Juan el Bautista.
El director de escena da vida, pues, como personaje mudo, a Wilde, que es quien mueve la escena en muchas ocasiones, como la de la célebre danza de los siete velos, en la que baila con Salomé ataviado con un corsé femenino. Todo el tiempo el escritor muestra ostentosamente sus testículos plateados, aparece y reaparece e interviene asimismo en la secuencia final en la que el afán barroquizante, la necesidad de buscarle tres pies al gato, obliga a Neuenfels a colmar el escenario de cabezas de barro del Bautista, que se pasa todo el tiempo encerrado en una suerte de cápsula espacial y va ataviado con una falda negra con volantes, desnuda la parte superior de un torso artificialmente.
Menos mal que el aspecto musical funcionó bastante bien. En primer lugar por el comportamiento de la magnífica orquesta del Teatro, flexible, sonora y contundente, delicada y sutil cuando al caso viene. Sorprendió gratamente el muy joven director Thomas Guggeis, al parecer amamantado a los pechos de Barenboim. Cuidó mucho los planos y mantuvo la tensión en los momentos estratégicos y supo mantener el aliento y catapultar hacia las alturas a la orquesta en los instantes cumbre del monólogo final de Salomé, una lírica Ausrine Stundyte de buen caudal, de vibrato acusado, de metal de calidad, de grave no muy apoyado pero audible. Buena actriz. Aunque la palma en esta representación hay que dársela al inefable Gerhard Siegel, un Herodes penetrante, sobrado arriba dominador del “sprechgesang”. Ejemplar.
De buena pasta es la voz baritonal de Thomas J. Mayer, que hizo un Bautista bien fraseado, en su sitio, matizado con inteligencia a falta de una mayor negrura. Prudenskaya y Schukoff completaron a satisfacción los primeros papeles del extenso reparto y el actor Christian Natter dio vida a Wilde.
Tcherniakov ha planteado de manera sorprendente y, a nuestro juicio, equivocada, el segundo acto de Tristán centrado como se sabe en el gran dúo de amor, estudiado aquí desde una óptica que distorsiona casi por completo el sentido del drama. Ese instante infinito, una de las secuencias más bellas de la historia de la música, pasa a mejor vida gracias al prosaísmo y banalidad de la visión de Tcherniakov en la que Tristán va dando pistas a Isolda para que le siga en la formulación de las grandes frases de amor, como si de una representación de aficionados se tratara; la anima, la aplaude, la orienta y comienza por hacerla caer en un trance hipnótico.
El primer acto transcurre en una lujosa sala de lo que imaginamos es un trasatlántico, en donde charlan y beben animadamente unos amigos. Un escenario y unos comportamientos en los que no hay aromas románticos, sino rasgos concretos. Está bien hecho, bien construido, el tercer acto desde un punto de vista teatral, con un Tristán enfermo, no herido de muerte por Melot. La escena representa una modesta habitación en la que se desarrollan las ensoñaciones, las visiones calenturientas del personaje. Esta escenificación tan poco cautivadora aparece servida por la música maravillosa y que en este caso tuvo una incandescente traducción. Desde el principio Barenboim crea clima, espacia cada vez más los silencios y dibuja con habilidad las líneas polifónicas. El crecimiento hacia el estallido del tema amoroso, que avanza en arco, lo tiene ya la batuta perfectamente dominado y consigue una curva extraordinaria hacia lo alto en irrefrenable e imparable impulso cargado de tensión. La orquesta resplandece y brilla con mil luces desplegándose a partir de su oscura base armónica. Anja Kampe es una lírica Isolda. Buena fraseadora, intencionada actriz, de bello y sonoro centro y agudos generalmente esforzados. No nos elevó hacia lo alto en su “Liebestod”. A su lado, Schager queda algo alicorto vocalmente. La voz ha adelgazado, tiene menos armónicos y no resulta especialmente atractiva, aunque se muestra acerada y terne en una zona aguda un tanto despoblada.
Muy dignos los demás, sobre todo el vigoroso, rocoso, homogéneo Milling, un Marke de enorme altura física y empaque vocal suficiente, aunque la voz de bajo posea relativa calidad de armónicos. El veterano tenor Stephan Rügamer fue un Melot adecuado pero temblón. Cumplieron con decoro los demás, con el bien entonado marinero del joven Adam Kutny.
Arturo Reverter
Últimos comentarios