Critica en Madrid: La sonrisa complaciente con Kantorow y la Orquesta Nacional de Francia
La sonrisa complaciente con Kantorow y la Orquesta Nacional de Francia
Auditorio Nacional. Obras de Faurè, Chopin y Prokófiev. Orquesta Nacional de Francia. Director: Cristian Măcelaru. Solista: Alexandre Kantorow (piano). Fecha: Jueves, 23 de mayo de 2024.
Cuidado del producto, precaución ante el exceso: los conciertos de la Filarmónica no tienen como objeto reunir a un cónclave de creyentes para reconocerse, establecer relaciones de poder y salir luego a celebrarlo con unas bravas. No, lo que se pretende es ofrecer honestamente al público lo mejor del repertorio clásico, servido por músicos de calidad. Si se prefiere, cuidar a la afición, atraer a los jóvenes, celebrar el canon. Y esto es algo que la Filarmónica hace bien.
Lo que pasa es que sin riesgo no hay historia. Y que si el objetivo principal es la satisfacción del público, puede ocurrir, como en este concierto ocurrió, que el programa carezca de un hilo conductor apreciable, que en un programa de vocación francesa se incluya por alguna razón Romeo y Julieta de Prokofiev y que se ofrezca, como propina, nada más y nada menos que el Bolero de Ravel. Aunque ciertamente, el público, que ocupó más de tres cuartas partes de las 2.400 localidades del Auditorio, disfrutó de lo lindo.
La Orquesta Nacional de Francia, que llegó a Madrid en gira, tras presentarse antes en Zaragoza, Barcelona y Valencia, es uno de los cuatro conjuntos permanentes de Radio France. Es una buena orquesta, que cuenta con un brillante palmarés de estrenos en su historial, pero, en mi opinión, no es una orquesta excelente. Su punto débil es una sección de metal estridente, difícil de empastar. Cristian Măcelaru, su director, ostenta su cargo con la competencia que se espera de un sucesor en el podio de figuras como Kurt Masur y Daniele Gatti, pero tiene la máxima responsabilidad en el grado de calidad alcanzado en la ejecución, así como en la elección del programa. Y sorprende que como inicio del concierto se presente la Pavana de Gabriel Faurè, una obra preferida del público, de la misma época que su Réquiem, pero sin su vuelo. Puede que la Pavana cumpla su función de redondear los cuarenta y cinco minutos de la primera parte con un programa francés, pero es, pensamos, una obra más adecuada para propina que para preceder al Concierto en Fa menor de Chopin. Eso sí, la Pavana fue interpretada con claridad y transparencia, y con una destacada intervención de los solistas de la sección de madera.
El Concierto de Chopin, escrito con diecinueve años, antes de abandonar Polonia, tiene ya todas las marcas del genio y otea en el horizonte las conquistas técnicas del Romanticismo. Sus líneas formales, tomadas de Hummel, y su limitado interés orquestal no ensombrecen la belleza de sus temas, el uso característico del folclore (la mazurca y la cracoviana) en el tercer movimiento y, sobre todo, el intenso lirismo del Larguetto central. Chopin encontró en Alexandre Kantorow, brillante estrella del piano desde su conquista del Primer Premio del concurso Chaikovski en 2019, a un intérprete destacado. Su toque es inmaculado, y su dominio del pedal y de las posibilidades dinámicas del instrumento en cualquier contexto, dignos del más cálido elogio. Como propina, Kantorow ofreció el tiempo central de la primera Sonata de Rachmaninov, vinculada en su programa al Fausto de Goethe y a la Sinfonía del mismo título de Listz. Kantorow dio aquí, de nuevo, una lección de musicalidad. Espléndido pianista.
Del ballet Romeo y Julieta (1935), extrajo Prokofiev, además de una versión para piano solo, tres suites para orquesta destinadas a dar mayor visibilidad a una obra que siempre consideró entre lo más querido de su producción. Escrita de vuelta en la Rusia estalinista, tras sus años de peregrinaje por EEUU, París y Berlín, la obra está escrita en feliz coincidencia entre su apetencia personal de una “nueva sencillez” y las directrices estéticas marcadas por el realismo socialista para la música soviética. Un ejemplo más de que (contra una opinión habitual), la más alta creatividad artística, aún constreñida por las órdenes de no importa qué totalitarismo, encuentra siempre su camino. Con buen criterio, Măcelaru ha compuesto su propio puzle de piezas escogidas situando en primer lugar dos números de la descuidada tercera suite (1946), si bien se echó de menos, entre las restantes, el retrato afable de Fraile Laurence, el confidente de Romeo. Algún exceso de percusión (Danza de la mañana) y la sonoridad áspera del metal (Minueto) deben contarse como lunares en la buena planificación de Măcelaru, que destacó por su delicadeza en la Danza de las jóvenes de las Antillas, por su lustre en Minueto y Máscaras, y por su brillantez en la Muerte de Teobaldo (buena galopada de la cuerda y, ¡ah, esos quince golpes de timbal!) y en la siempre apreciada Montescos y Capuletos, cuyas disonantes frases introductorias admiten, no obstante, más dramatismo que el conseguido.
Mucho es de agradecer que el director decidiese sustituir el bis ofrecido en Zaragoza y Valencia (la intolerable Bacanal de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns, escuchada después del dramático Romeo en la tumba de Julieta de Prokofiev), por el Bolero de Ravel, recibido con una ola de simpatía por el público. La buena planificación dinámica de la obra, pensada como ejercicio de combinaciones tímbricas en una clase magistral de orquestación, hasta culminar en la electrizante modulación que la precipita hacia su final, fue empañada por la estridente sonoridad de los dos flautines en su entrada, y por la desequilibrada sección de metal, chillona y no muy afinada, que tapó a la cuerda en las secciones finales. El público, respetuoso durante todo el concierto (con la excepción de algunos móviles encendidos durante buena parte de la tarde), agradeció el concierto con bravos y fervorosos aplausos, y abandonó el Auditorio con una sonrisa complaciente. Emilio Fernández Alvarez.
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