Crítica: Sopor. Ramón Tebar dirige la Orquestra de València
ORQUESTRA DE VALÈNCIA
Sopor
Ramón Tebar (director). Viktoria Mullova (violín). Programa: Obras de Beethoven (Concierto para violín y orquesta. Séptima sinfonía). Lugar: Palau de les Arts (Auditori). Entrada: Alrededor de 700 personas. Fecha: martes, 2 diciembre 2020.
Sobre el papel, era un programa superatractivo, de esos que seducen a todos. En los atriles, dos obras de Beethoven tan populares y geniales como su único concierto para violín y orquesta y la Séptima sinfonía. Para redondear los reclamos de esta cita para todos los públicos, actuaba como solista junto a la Orquestra de València y su titular Ramón Tebar la prestigiosa violinista rusa Viktoria Mullova (1959). Sin embargo, y contra todo pronóstico, la tarde se convirtió en una monocorde y soporífera velada en la que el desencuentro entre el violín discreto y fallón de la Mullova topó con el Beethoven grandilocuente y epidérmico de un Ramón Tebar tan fiel a sí mismo como el mismísimo Don Giovanni.
Fue, sí, un concierto decepcionante. Viktoria Mullova, que tanto deslumbró en los años noventa, no atraviesa precisamente su mejor momento. De su formidable instrumento salieron más errores de lo imaginable en una solista de su solera y ante una obra que ha tocado mil y una vez. Su sonido pequeño y comedido, casi tímido; la distante frialdad con la partitura, y su gélido modo de tocar, con un mesurado vibrato en consonancia con los tiempos historicistas que corren, colisionaron con el Beethoven redundante, obvio, epidérmico e impetuoso hasta el exceso de Tebar.
Ya desde el inicio el director valenciano dejó clara su apuesta por un Beethoven de la antigua escuela, pesado, vibrante, denso y de extremas dinámicas. Más decimonónico que revolucionario. Es una opción tan legítima como cualquier otro, aunque vaya a contracorriente de los tiempos. Tras los cuatro célebres Re iniciales sobre el timbal barroco, en los que Javier Eguillor asumió el protagonismo del que habla César Rus en sus bien escritas notas al programa (“el timbal”, escribe el crítico amigo, “funciona casi como el corazón palpitante de la obra”), y la larga introducción orquestal, Tebar dejó bien claro que durante toda la actuación iba a reinar su Beethoven a piñón fijo, ajeno a circunstancias y hasta al criterio del solista invitado.
Fue este desencuentro el problema nuclear de una versión que resultó descuadrada y disímil como consecuencia de tan flagrante falta de empatía entre solista y director. Cada uno iba a la suya, pasando olímpicamente uno de la otra. Y la orquesta, ¡pobrecita!, en medio del guirigay, tan desajustada y roma como casi siempre que la dirige su titular. En el “Larghetto” central faltaron fondo, magia y sutilezas. La nada. El rondó final sonó más ramplón que jubiloso, y supuso colofón de una versión ya olvidada. Quizá como consecuencia de tan mala convivencia, la mejor Viktoria Mullova llegó en los pasajes en solitario, especialmente en las originales candecias, y muy particularmente la muy extensa del primer movimiento, escrita por el conocido director y clavecinista Ottavio Dantone.
Tras el regalo de un Bach (Sarabanda de la Segunda partita) quieto, mesurado y corto de nervio, la Mullova cedió el protagonismo a orquesta y director para que se adentraran en solitario en los pentagramas radiantes de la Séptima sinfonía, la “apoteosis de la danza”, según palabras un poco huecas de Wagner, pero que en manos de Tebar sonó casi tan sosa y trivial como el concierto de violín. Y ello pese al sobresaliente hacer de algunos solistas de la Orquestra de València, como el oboe de Roberto Turlo o la reducida sección de trompas, liderada por Santiago Pla. Incomprensible que Ramón Tebar se olvidara en los aplausos finales de levantar al solista Javier Eguillor, coprotagonista destacado en ambas obras del programa. Entre caballeros y caballeras, lo cortés no quita lo valiente. Justo Romero
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