Crítica: Nathalie Stutzmann dirige Tannhäuser en el Festival de Bayreuth
La mentira del “o sexo o pureza”
Wagner: Tannhäuser. Reparto: Klaus Florian Vogt (Tannhäuser), Elisabeth Teige (Elisabeth), Markus Eiche (Wolfram), Ekaterina Gubanova (Venus), Günther Groissböck (Landgrave de Turingia), Siyabonga Maqungo (Walther), Ólafur Sigurdarson (Biterolf), Jorge Rodríguez-Norton (Heinrich der Schreiber), etcétera. Dirección de escena: Tobias Kratzer. Escenografía y vestuario: Rainer Sellmaier. Vídeo: Manuel Braun. Iluminación: Reinhard Traub. Coro y Orquesta titulares del Festival de Bayreuth. Dirección de coro: Eberhard Friedrich. Dirección musical: Nathalie Stutzmann. Lugar: Festspielhaus de Bayreuth. Entrada: 1.974 espectadores. Fecha: 7 agosto 2023.
Volvió el Tannhäuser genial, cargado de sentido teatral, entretenido, novedoso y esclarecedor que el bávaro Tobias Kratzer (1980) estrenó en el propio Festival de Bayreuth de 2019. En medio del disparatado Anillo del Nibelungo de Valentin Schwartz, encajonado el lunes entre La Valquiria y Siegfried, el trabajo de Kratzer retorna como bálsamo estimulante que devuelve la fe al presente. Aquí, no vale el “todo tiempo pasado fue mejor” tan arraigado en los bayreuthianos de toda la vida, porque este Tannhäuser, en la actualidad de su talentoso lenguaje dramático, es un hito en la evolución dramática que siempre reivindicó Wagner y defendió su Festival: “La reinterpretación permanente de la inagotable obra de arte”.
El director de escena alemán, nacido en 1980, se adentra atrevido y hasta casi irreverente en el eterno conflicto entre el bien y el mal, entre la “santita” Elisabeth y la “casquivana” Venus. La mentira del “o sexo o pureza”. Kratzer subraya cada cara y cada cruz, en una reinterpretación áspera, luminosa, triste, tierna, nostálgica, feliz, ¡Variada e imprevisible, como la vida misma! Tras un comienzo sorprendente que presagia lo peor, con una destartalada furgoneta que sugestiona un carromato de feria, payaso, enano y travesti, hermosa mujer (Venus) y payaso (Tannhäuser, ¡claro!) incluidos, pronto todo toma forma y sentido, en una propuesta que confronta sin paños calientes los mundos del Venusberg con el cotidiano, con lo establecido. Dos escenas, dos formas de vida, que se abrazan en un final a lo “Road movie” en el que la pura Elisabeth, resucitada tras haber muerto después de la licencia de tener sexo con el enamoradizo Wolfram (instantes antes de la Canción de la estrella, ¡se dice pronto!), se marcha en la tartana hacía un final presumiblemente feliz. Con Tannhäuser, por supuesto. ¡Pierden Roma, el Vaticano y el inclemente papa de Roma que le negó el perdón!
La hábil y efectiva realización videográfica posibilita dos acciones en paralelo: la real del escenario, y la no menos real que transcurre entre bambalinas (backstage que dicen los viejos modernos) y en el exterior del Festspielhaus, con intervención estelar de la policía local de Bayreuth, que acude presto con sus sirenas a la llamada de socorro de la propia Katharina Wagner. Todo contribuye a redondear la fascinadora narración escénica. A la inversa de lo que ocurre en el fracasado Anillo circundante, donde la alta calidad del foso contrasta con la barbarie escénica.
Aquí, en este Tannhäuser dirigido musicalmente por la célebre contralto (más que directora de orquesta) Nathalie Stutzmann (1965), lo que flaquea ¡y de qué manera! es la dirección musical. Dicen que la batuta no suena, pero es rotundamente falso: la misma orquesta que el domingo sonaba a gloria en La Valquiria, el lunes, bajo el más que deficiente gobierno de la Stutzmann, se sentía roma, de sonido ramplón y poco cuidado. El hecho de ser mujer, en sí mismo, no basta para justificar presencias en un podio. Tampoco el haber sido una contralto maravillosa. En el arte, la conveniencia oportunista de discriminar y seleccionar por razón de sexo es particularmente perniciosa. La actual proliferación indiscriminada de directoras de orquesta -buenas o malas- en las programaciones no responde a razones artísticas, sino de conveniencia política o ideológica. Flaco favor se hace a la causa elevando a los altares batutas que, tengan el sexo que tengan, no cumplen el nivel profesional requerido. En el Bayreuth de 2023, de los cinco directores que figuran en cartel, dos sus directoras. Una desproporción a todas luces remota a la realidad.
Director o directora, Stutzmann rebajó el nivel musical del foso invisible pero evidente de Bayreuth a niveles impropios de un festival que siempre se ha distinguido por la calidad de su orquesta y coro. Fue la suya una dirección plana, de reducidos extremos y poco indagadora de los matices, detalles y registros que posibilita una centuria como la de Bayreuth, integrada por un heterogéneo conjunto de músicos procedentes de muy diversas orquestas, lo que exige un particular y meticuloso trabajo de ensamblaje en los ensayos. Stutzmann sacó adelante sin tropiezos notorios la función, a pesar de evidentes desajustes entre foso, cantantes y coro.
Estas deficiencias de la batuta también afectó a unos cantantes que, quizá desmotivados, en absoluto dieron el cien por cien. Klaus Florian Vogt, que el día anterior hizo historia con un Siegmund (La Valquiria) de antología, hizo la proeza de cantar el no menos exigente rol de Tannhäuser apenas 24 horas después. Fue un convincente y bien perfilado Tannhäuser, pero sin la excelencia ni los mimbres del día anterior. Como la Elisabeth de su tocaya Elisabeth Teige, a la que le faltaron candor, tintes líricos y la inalcanzable presencia vocal de su predecesora y paisana, la noruega Lise Davidsen.
La rusa Ekaterina Gubanova enriqueció y aportó consistencia a su creciente Venus, y no desaprovechó el gran protagonismo escénico que le confiere la producción, mientras que el barítono Markus Eiche (Wolfram) otorgó efusión y belleza a su gran momento de la Canción de la estrella. Günther Groissböck defendió un creíble Landgrave de Turingia, y el barítono Ólafur Sigurdarson fue un lujo como Biterolf. Aplauso al Walther del sudafricano Siyabonga Maqungo, y particularmente encendido para el tenor asturiano Jorge Rodríguez-Norton (Heinrich der Schreiber). La incorporación de dos personajes tan entrañables, friquis y efectivos como el enano Oskar (genialmente encarnado por el actor Manni Laudenbach) y el/la tierno/a Le Gateau Chocolat -interpretado por Kyle Patrick-, contribuye a la redondez emotiva de este espectáculo de fino dramatismo.
Tampoco el casi siempre maravilloso Coro del Festival de Bayreuth pudo brillar en el sustancial cometido que le brinda Wagner. El famoso “Coro de peregrinos” casi quedó inadvertido en la monotonía generalizada impuesta por la batuta. Al final de la función, con el público encantado de la vida y contagiado por la magia escénica más que por lo escuchado, Nathalie Stutzmann recogió muchos de los veintitantos minutos de aplausos y el fervor mayoritario del público. Cada salida suya a saludar, recordaba a las de Thielemann, Barenboim o Levine. Sin duda, se reconocía a la gran contralto. Pero dirigir es otra historia… Justo Romero
Publicada el 9 de agosto en el diario Levante
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