Crítica: sueño y pesadilla con Ramón Tebar
TEMPORADA DE PRIMAVERA DEL PALAU DE LA MÚSICA.
Sueño y pesadilla
Obras de Weber (Obertura de Oberon. Concierto para clarinete y orquesta número 1) y Mendelssohn-Bartholdy (El sueño de una noche de verano). Coro Nacional de España. Orquesta de València. Director: Ramón Tebar. Solistas: Sabine Meyer (clarinete), Carmen Avivar (soprano), Marina Rodríguez-Cusì (mezzosoprano), Empar Canet (narradora). Lugar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1700 personas (prácticamente lleno). Fecha: Viernes, 5 abril 2019.
Sobre el papel era un concierto prometedor. La idea de combinar la obertura Oberon de Weber con la música incidental compuesta por Mendelssohn-Bartholdy para la comedia El sueño de una noche de verano de Shakespeare era tan sugestiva como la de completar este nuevo programa de abono de la Orquesta de València con el primero de los dos conciertos para clarinete compuestos por el creador de Oberon. La participación solista de la virtuosa Sabine Meyer añadía aún más atractivo a la cita, dirigida por Ramón Tebar.
Sin embargo, las expectativas se truncaron pronto. La obertura Oberon se escuchó en una lectura deslucida en la que los metales no tuvieron su mejor día, como tampoco la cuerda, con unas entradas imprecisas y desajustadas que fueron también patentes en algunas delicadas pero poco cuidadas entradas de las maderas. Todo mejoró en el Concierto para clarinete, donde, acaso contagiados por el virtuosismo sobresaliente de Sabine Meyer (1959), los profesores de la OV y su titular se mostraron mucho más en sintonía con el universo nuevo aunque aún cargado aún de resonancias clásicas de Weber. Sabine Meyer cantó y se recreó en el feliz melodismo weberiano con su característico dominio técnico, persuasiva sonoridad y la identificación siempre natural con la incipiente expresividad romántica. El correcto acompañamiento de Tebar –aunque en ocasiones se pasó en decibelios al olvidar que tenía a su lado un clarinete solista empeñado en no salirse de estilo-, fue la guinda de una versión trufada de esos pianísimos tan característicos de la clarinetista alemana que envolvieron de belleza y sugestión el hermoso Adagio ma non troppo central.
Si Sabine Meyer y su clarinete comunicativo elevaron la temperatura emocional del Palau de la Música a cotas casi celestiales, en la segunda parte un muy erróneo concepto dramático, una más que mala traducción del texto original y una interpretación escénica y musical a todas luces deficiente convirtieron la audición de El sueño de una noche de verano en una inextinguible pesadilla, de la que únicamente cabría exonerar a la mezzosoprano Marina Rodríguez-Cusì, a pesar de la ridícula coronita de flores que tanto deslucía a ella y a todas las demás participantes en este desaguisado escénico, incluida hasta la apuntadora de la narradora.
Tan pobre e ingenuo concepto escénico -más propio de función de colegio de monjas que de un escenario público como el Palau de la Música– derivaba la atención de la música hacia un cúmulo de tonterías accesorias: desde una cabeza de burro a las citadas coronitas o expresiones absolutamente fuera de lugar. La larga introducción fue un insulto a la inteligencia del espectador, con una perorata infantiloide a cargo de la actriz/narradora Empar Canet a la que alguien debería haber explicado lo que es El sueño de una noche de verano en una sala de conciertos. Con una voz aguardentosa y una dicción sobreimpostada a lo Núria Espert en Medea, sus continuas intervenciones rompían más que encauzaban el fino discurso musical trazado por Mendelssohn-Bartholdy.
Tampoco la soprano Carmen Avivar era la voz ni la cantante ideal para defender su papel, que, en cualquier caso, salvó con dignidad y solvente profesionalidad. Marina Rodríguez-Cusì volvió a ser la estupenda cantante de siempre, mientras que las sopranos y mezzosopranos (contraltos decía el programa de mano) del Coro Nacional de España se limitaron a cumplir sin más su discreto cometido. Ramón Tebar no logró escapar de la pesadilla en una versión desajustada en la que cantaba mucho la falta de ensayos, a pesar de algún que otro momento bien resuelto, como el quieto nocturno que precede a la más que célebre Marcha nupcial. La transparente y ligera escritura mendelssohniana dejó asomar carencias e imprecisiones en un concierto largo hasta el infinito, del que apenas cabe recordar el estilizado clarinete de Sabine Meyer. Justo Romero
Publicada el domingo 7 de abril en el diario LEVANTE.
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