Crítica: Tiempo (casi) de silencio
ORQUESTRA DE VALÈNCIA.
Tiempo (casi) de silencio
Ramón Tebar (director). Mariano García (violonchelo). Programa: Obras de Kabalevski (Concierto para violonchelo y orquesta número 1, en sol menor) y Brahms (Segunda sinfonía). Lugar: Palau de les Arts (Auditori). Entrada: Alrededor de 400 personas. Fecha: jueves, 14 enero 2021.
Entre los grandes instrumentistas que distinguen los atriles de la Orquestra de València, el violonchelista Mariano García (Benimodo, 1974) ocupa lugar de cabecera. No se equivocó el inolvidable Alfredo Brotons cuando le definió como “virtuoso en los pasajes rápidos, cálido en los momentos más cantables, musical siempre”. Su virtuosismo y musicalidad inteligente sirvieron en esta ocasión el estreno en València del Primer concierto para violonchelo y orquesta, de Dmitri Kabalevski (1904-1987), compositor hoy “maldito” por su filiación comunista en su entorno soviético, pero de quilates e intereses muy superiores a los de muchos de los creadores de andar por casa que tanto se programan en la actualidad. El simplón paralelismo y contraposición con el gran Shostakóvich, en el que redunda David Rodríguez Cerdán en las singulares notas al programa, ha relegado a Kabalevski y a su también gran música a un estúpido segundo rango.
En su actuación junto a sus colegas de la Orquestra de València y Ramón Tebar, Mariano García ha tenido la lucidez y generosidad de adentrarse en el concierto de Kabalevski como quien aborda el concierto de Dvořák, Elgar o los Shostakóvich. Con fervor, cercanía y convicción. Con la misma entrega, rigor, calidad y pasión que ha volcado en recientes recitales en València con sonatas de Beethoven y Brahms.
Rodríguez Cerdán considera en sus particulares notas al programa el concierto de Kabalevski como “deliberadamente manejable”. Nada de manejable, ni de “hidalgo”, “donoso”, “gallardo”, “afandangada”, “amore” y otros lindezas tiene la música en tierra de nadie de Kabalevski y menos aún su primer concierto para violonchelo, obra exigente, enjundiosa, cargada de dramatismo (sol menor), ironía, virtuosismo y requerimientos instrumentales que atañen no únicamente al solista, sino también a todo el conjunto orquestal, como se puso de manifiesto en el muy expresivo “Largo” central, donde el trompa Santiago Pla rozó el sobresaliente en su comprometido y cantable solo.
Sobre los lugares comunes al uso cuando se habla de Kabalevski, Mariano García impuso pronto la calidad atractiva y característica de un sonido que en él se hace evidente. Cantó con efusión y mimó el pentagrama con veracidad y criterio, en una visión que esquivó cualquier concesión o efectismo. En sus manos, en su arco y cuerdas, la música de Kabalevski escapa al uso –incluidas las hilarantes notas al programa- para recuperar su evidente dimensión. Punto álgido se alcanzó en el lírico segundo movimiento, en el que detuvo y hasta congeló el tempo para cantar, respirar y dejar respirar la música con expresiva quietud. Tiempo (casi) de silencio, a lo Luis Martín-Santos. En la memoria queda el lento y cadencioso pasaje de acordes en pizzicato que desemboca (attacca) en el tercer movimiento, iniciado por el clarinete con refrescantes aires populares que pronto adquieren aires casi shostakovichianos sin jamás perder por ello identidad.
Muchos y cálidos aplausos de un público escaso que apenas alcanzó un tercio del aforo del Auditori del Palau de les Arts. No faltó el ramo de flores en mano que la gran melómana Juana Herrera (si no existiera habría que inventarla) reserva para las grandes ocasiones y para sus más admirados artistas. Fuera de programa llegó el regalo de una transcripción propia de la Vocalise de Rajmáninov en la que también participaron la Orquesta de València y Ramón Tebar, quien brindó en el concierto de Kabalevski un acompañamiento rutinario y huero. Luego dirigió la Segunda sinfonía de Brahms. Fue una versión “arreu”, desquiciada y a trompicones. Con la mano izquierda más preocupada de meterse en el bolsillo (Tebar ha desechado ya el frac, al menos en sus últimos conciertos) o de asirse a la barra del quitamiedos, como si estuviera en el autobús, que en ocuparse de indicaciones expresivas. En los momentos de mayor vehemencia, el tempo se desquiciaba y el podio parecía más una cama elástica que punto de apoyo de un maestro. El descompuesto final del cuarto y último movimiento estuvo en un tris de tornarse desastre. Justo Romero
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