Crítica: Ton Koopman: marchoso y feliz
Marchoso y feliz
TEMPORADA DE INVIERNO. Programa: Obras de Bach (Oratorio de Navidad, Cantatas I y VI) y Mozart (Sinfonía número 41, ‘Júpiter’). Solistas: Martha Bosch (soprano), Maarten Engeltjes (contratenor), Tilman Lichdi (tenor), Klaus Mertens (barítono). Coral Catedralicia de València (Luis Garrido, director). Director: Ton Koopman. Lugar: Palau de la Música. Entrada: Alrededor de 1750 personas (prácticamente lleno). Fecha: Viernes, 11 enero 2018.
Sostiene Ton Koopman (1944) que Bach hace feliz: “Cuando escuchas su música, te dices: ¡Qué bien lo estoy pasando!”. Y a tenor de lo escuchado en su nueva actuación al frente de la Orquesta de València, así fue en el primer concierto de la Temporada de Invierno del Palau de la Música. Daba gusto ver al veterano maestro holandés -una de las figuras claves del movimiento historicista que en los años setenta y ochenta revisó y recuperó la sonoridad y estilos originales de la música barroca- disfrutar y hacer disfrutar con las cantatas primera y sexta del Oratorio de Navidad, en una versión luminosa y radiante, marchosa incluso, que contagió a todos: desde los músicos de la Orquesta de València, a los cantores de la Coral Catedralicia de València, al muy desajustado cuarteto vocal solista y, sobre todo, al público que abarrotó el Palau de la Música para esta nueva cita con el eminente y sin embargo efusivo y cercano maestro.
Frente a sus paisanos y colegas ya fallecidos Frans Bruggen o Gustav Leonhardt, el vital Koopman propone un Bach más extravertido y radiante, sin desnaturalizar por ello sus aristas más severas e introspectivas. Los tempi vivos, las marcadas articulaciones, la claridad de las texturas armónicas y la cuidada expresión melódica son características de este inconfundible Bach según Koopman, que, como él mismo dice, “lo tiene todo: alegría y tristeza”. También emociones naturales y directas, sin vericuetos ni recovecos, como resultó su visión del Oratorio de Navidad, obra que en sí misma forma parte del Bach más luminoso y contento. Fue en definitiva, por repertorio e interpretación, un concierto feliz.
Y feliz resultó también la prestación de una Orquesta de València con una sección de cuerda reducida a la mínima expresión, que dentro de su universo ajeno a este repertorio logró sonar de modo notable, con una articulación clara aunque no siempre precisa. Especial referencia merece la sección de vientos en su conjunto, con muy destacadas intervenciones solistas de oboe, flauta, fagot y especialmente del trompeta Francisco Barberá, todos bajo el soporte rítmico siempre seguro y en su sitio del timbalero Javier Eguillor. Al buen nivel instrumental también contribuyó la participación desde el órgano positivo en el bajo continuo de la clavecinista holandesa Tini Mathot, esposa y antigua alumna de Koopman. Por su parte, la Coral Catedralicia de València se esforzó en dar lo mejor de sí preparada y muy trabajada por su director Luis Garrido, y logró no desentonar en un concierto marcado por la positividad desbordante de Koopman y en el que el capítulo coral desempeñó esencial coprotagonismo.
El único punto infeliz de la tarde radicó en el desigual cuarteto solista, en el que frente a la cristalina belleza vocal y estilística del tenor Tilman Lichdi y la conocida maestría del veterano bajo-barítono Klaus Mertens -que a sus bien llevados 69 años conserva aún algunas de las cualidades vocales que lo han reputado en el ámbito de la música antigua-, hubo que soportar el canto imposible del contratenor Maarten Engeltjes y las insuficiencias de toda índole de la soprano Martha Bosch.
Radiante, notable y también más feliz que una perdiz resultó la Sinfonía Júpiter de Mozart escuchada en la segunda parte, a pesar del uso de una camerística y a todas luces insuficiente plantilla de cuerda más propia de un concierto de Corelli o Vivalvi que de una obra fechada en 1788, ya en tiempos de Beethoven y a punto de estallar la Revolución Francesa. Música de exultante, espléndida y solemne, como se deriva de su radiante Do mayor y del apodo “Júpiter” con el que la bautizó el músico y empresario Johann Peter Salomon. Koopman, músico siempre feliz, se recreó a gusto en la última sinfonía del genio de Salzburgo y, más allá de todo, contagió a todos con su contagiosa felicidad. Salió airoso del reto de la arriesgada fuga final –homenaje a Bach– e incluso logró hacer olvidar la escueta sonoridad de un Mozart que en sus animadas manos más parecía recreado para un saloncito de té que para una moderna sala sinfónica. Justo Romero
Crítica publicada en el diario LEVANTE-EMV el 13 de enero de 2019.
Últimos comentarios