Crítica: Tras Rattle llegó Nézet-Séguin a Santander
Festival de Música de Santander
Tras Rattle llegó Nézet-Séguin
Obras de Liszt y Bruckner. Yefim Bronfman, piano. Orquesta Filarmónica de Rotterdam. Yannick Nézet-Séguin, director. Palacio de Festivales de Cantabria. 23 de agosto de 2018.
Sesenta y siete ediciones son muchas, marcan la solidez de uno de los grandes y veteranos festivales de música en España. Atrás quedan los en parte añorados conciertos al aire libre en la Plaza Porticada, que perduraron hasta el concierto final con Rostropovich en 1990. Desde el año siguiente la sede es el edificio de Sáenz de Oiza. Casi todos los grandes directores han pasado por él: Mehta , Solti , Muti , Barenboim y también solistas como Rubinstein , de Larrocha , Caballé, Berganza , Ramey , Flórez , Carreras o Domingo. Atrás quedan también unos años gloriosos que dejaron un importante déficit, que ya ha sido eliminado en la actual etapa que dirige Jaime Martín.
Esta edición ha tenido un momento estrella con dos conciertos de Simon Rattle con la Sinfónica de Londres y muy especialmente con la “Novena” de Mahler.
Pero no van a la zaga los siguientes conciertos con la Filarmónica de Rotterdam y Yannick Nézet-Séguin y los de la Orquesta del Festival de Budapest con Ivan Fischer, recuperado de su reciente operación que le obligó a cancelar Verbier.
El canadiense Nézet-Séguin es uno de los directores en auge. Continúa ligado a formaciones en su país, pero desde 2005 es titular de Rotterdam y en 2020 asumirá la dirección del Metropolitan neoyorquino. La de Rotterdam es un conjunto sólido que justo este año celebra su centenario y que cuenta en su historia con titulares como Jean Fournet, Edo de Waart y Valery Gergiev.
El segundo concierto para piano de Liszt centró la breve primera parte con una lectura portentosa en los dedos de ese virtuoso que es Yefim Bronfman, pianista que reúne toda la tradición rusa y que sabe combinar la exhibición de fortaleza, muy ayudado por el pedal en ocasiones, con la sutil delicadeza lírica. Ambos extremos contiene la obra de Liszt en un solo movimiento con melodías que se van repitiendo transformadas a lo largo de su media hora. Nézet-Séguin cuidó al solista sin apagarle y cediéndole la primacía.
En la segunda parte la más popular de las sinfonías de Bruckner, la cuarta, expuesta con unos tempos habituales de setenta minutos, lejos de los ochenta que le duraba a Celibidache, pero que parecieron más morosos por la delicadeza que imprimió a los pasajes más líricos y el cuidado en que los metales no cobrasen excesivo protagonismo. Nézet-Séguin apostó por el equilibrio sin exhibicionismo en una partitura en la que es fácil el desmadre. El público ovacionó largamente a los artistas obligando a una propina mendelssohniana que, gracias a Dios, no quitó el buen sabor de boca del Bruckner. Gonzalo Alonso
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