Crítica: Triunfo de Saioa Hernández en el Nabucco de Parma
NABUCCO (VERDI)
Triunfo de Saioa Hernández en el naufragio del Arca de Nabucco en Parma
Teatro Regio de Parma. Festival Verdi 2019 Nabucco, de Giuseppe Verdi.
Ammartuvshin Enkhbat, “Nabucco”; Ivan Magri, “Ismaele”; Michele Pertusi, “Zaccaria”; Saioa Hernández, “Abigaille”; Annalisa Stroppa, “Fenena”; Gianluca Breda, “Il gran Sacerdote di Belo”; Manuel Pierattelli, “Abdallo” y Elisabetta Zizzo, “Anna”. Ricci/Forte, Proyecto creativo. Stefano Ricci, director de escena. Nicolas Bovey, escenógrafo. Gianluca Sbicca, vestuario. Filarmónica Arturo Toscanini, Orchestra Giovanile della Via Emilia, Coro del Teatro Regio de Parma. Francesco Ivan Ciampa, director musical
29 de septiembre de 2019
(Aforo: completo)
Sostiene Riccardo Muti en su reciente y estupendo breve libro L’infinito tra le note. Il mio viaggio nella musica que la mayoría de la crítica musical se centra en el allestimento scenico, en la escena de las nuevas producciones y casi apenas dedica un par de párrafos a la vertiente musical, en la que el director musical busca llevar a cabo con la orquesta y los cantantes una nueva interpretación de la partitura. Añade que esto se debe a que los directores artísticos de los teatros de ópera internacionales y de provincias dejan todo en manos de los registas, a los que la dicha dirección artística de los teatros líricos les confiere toda autoridad sobre los cantantes y hasta sobre el director musical. Directores de escena que muchas veces han aprendido el oficio en el teatro hablado (o como dicen los italianos, teatro di prosa), que salvo muy contadas excepciones no saben leer una partitura (Muti cita como dos de esas excepciones al genial Giorgio Strehler y a Roberto de Simone, con el que hizo una memorable Flauta mágica en el Teatro alla Scala en 1998; añadiría yo, improvisadamente, a Otto Schenk y a Jean Pierre Ponnelle); o no conocen a fondo la música de la ópera que van a poner en escena (aquí cito yo como contraejemplos, por su gran conocimiento y respeto de la música de las óperas que dirigían escénicamente, a Luchino Visconti y a Pier Luigi Pizzi).
¡Qué razón tiene el gran Maestro italiano! Pudiera decirse que tras la época de la tiranía de los grandes divos (sobre todo, las prime donne); después de la de los autoritarios y dictatoriales directores de orquesta (el ejemplo más señalado de esa era puede que fuera Toscanini; en su estela, seguirían Fritz Reiner, George Szell, Georg Solti y Herbert von Karajan, por citar sólo unos cuantos), hoy nos toca vivir el despotismo ilustrado—pues se creen los creadores artísticos más geniales y sabihondos del mundo teatral—de los directores de escena.
Este largo exordio es necesario para que, tras ver el desastre de la mise-en-scène del Nabucco con el que se inauguraba la temporada 2019/20 del Teatro Regio de Parma, y que era la cuarta ópera programada en el Festival Verdi 2019 de dicho teatro, haga una exhortación a los espectadores amantes y conocedores de la ópera para que, cuando se encuentren en situaciones semejantes, lo que hoy es la regla y no le excepción, y se sientan engañados y hasta vejados por el director de escena de turno, griten con firmeza un “¡Basta ya!”, para intentar parar esta epidemia de ignorantes, apóstoles del mal gusto, caprichosos y egocéntricos asesinos de óperas y se acabe cuanto antes su despotiSmo.
Para dar satisfacción a mi admirado Riccardo Muti, me gustaría poder reducir el apartado dedicado al juicio de la puesta en escena vista en el Regio de Parma a escribir frases como estas: “la regia del nuevo Giorgio Strehler fue fantástica”, o “el director de escena, la reencarnación de Jean Pierre Ponelle, hizo una producción original y muy bella”. Pero nada más lejos de lo sucedido en uno de los teatros con mayor leyenda del conocimiento de las voces de la lírica de toda Italia.
Lo primero que llama la atención es que en la locadine que se entrega con el programa de mano figura que la regia es de Stefano Ricci, que es parte, al parecer, de un “Proyecto creativo Ricci/Forte”. En realidad debería haber figurado con mucha mayor propiedad como “Proyecto destructivo” de Nabucco. Se trata de la tercera ópera que montan los del citado Proyecto creativo Ricci/Forte y con Ricci como director de escena propiamente dicho (montaron Turandot en Palermo en 2017 y al año siguiente, El castillo de Barbazul en el Festival de Macerata… y basta.) Por supuesto que ninguno de estos dos “artistas creativos” sabe leer una partitura y por la forman en la que han asesinado Nabucco, es altamente probable que su conocimiento del libreto y de la música sea extraordinariamente superficial. Pero eso no ha parecido preocuparles: esa ignorancia y esas limitaciones musicales las suplen sobradamente con su imaginación creativa y su oficio de directores del muy heterogéneo llamado “teatro de la crueldad” (y de la estética de la fealdad). Desde que se abre el telón hasta que cae tras un final inventado por los “creativos”, todo es un disparate y un sin sentido. Leyendo la Note di regia firmada por Ricci/Forte que aparece en el programa de mano nos enteramos de que la acción no es que, como de costumbre, se actualice, sino que se lleva hasta el futuro, concretamente al año 2046. ¿Por qué precisamente ese año y no el 2045 o 2047? Desde luego que si es un guiño al espectador desconcertado para que recuerde, si la conociera, la casi clandestina en Europa película 2046 de Wong Kar-wai (Hong Kong), se trata de mezclar churras con merinas, pues nada tiene que ver este filme con el Nabucco que se han inventado Ricci/Forte.
Con gran tedio y dificultad leí esa nota para tratar de comprender el espectáculo que habían montado los autores en el escenario del Regio de Parma. No comprendí nada. Quizá, pensé, se debiera a mi limitada capacidad de comprensión del italiano escrito (aunque llevo más de 45 años leyendo en esa lengua) o a mi desconocimiento de la vanguardia rompedora y provocativa de las artes dramáticas y líricas. Más tarde, y reflexionando sobre lo visto y lo leído, me tranquilicé al darme cuenta de que si no había entendido nada era porque no había nada que entender. Pues tras una jerga propia de los pseudo-intelectuales del llamado “mundo de la cultura”, y las referencias a cuestiones políticas de actualidad en una Europa y un Occidente que les permite vivir como reyes pero que, según ellos, están podridos de “poder y horror reaccionario y anticultural”, sólo queda en el citado texto el vacío más cursi que se pueda uno imaginar.
Mas no sólo han trasladado la acción en el tiempo, sino también en el espacio. El Templo de Salomón en Jerusalén, el palacio y los Jardines Colgantes de Babilonia, se convierten en la cubierta de un buque de guerra – más parecido a una antigualla de la II Guerra Mundial que a uno propio de tecnología futurista—, posiblemente estadounidense—dada la gran canasta de baloncesto puesta en medio de la mampara de la cabina central del buque–, y llena de siniestros, amenazantes y violentos tripulantes armados con fusiles del tipo Kalashnikov, que más parecen de la Waffen-SS nazis que marines americanos y que deambulan sin parar por la cubierta tratando a porrazos a los supuestos esclavos hebreos—que más se asemejan a emigrantes de los años del “sueño americano”—y que hasta se permiten apuntar sus armas hacia los sorprendidos espectadores.
Tanto la acción dramática como el escenario en el que desarrolla es un despropósito constante. Para no explayarme en la descripción de estas “originalidades creativas”, me limitaré a explicar a mis lectores que todos los personajes y miembros de coro y comparsas llevaban, en la primera parte, chalecos salvavidas hinchados, de gran tamaño y de color rojo intenso. Hasta en un momento determinado, uno de los siniestros marineros le obligó al propio “Nabucco”—vestido con imponente uniforme más propio de un almirante de flota que de un capitán de buque—a enfundarse uno de esos chalecos. Quizá el equipo Ricci/Forte quiso darnos a entender que todos somos náufragos rescatados por el Arca de “Nabucco”—así le llaman al buque de guerra los autores de este desastre escénico en la citada nota en el programa de mano—una ocurrencia de enorme simplicidad bíblica.
Tal vez la guinda de este incomestible pastel fuera una fiesta de Navidad en la cubierta del Arca que incluye un gran árbol de Navidad, adornado con cursilería y copiosidad con estrellas, bolas, oropeles, lazos y con una gran estrella roja en su cima. Durante la fiesta, una “Abigaille” disfrazada de señora burguesa que parece sacada de las fotos a colorines de una revista femenina de cotilleos, reparte regalos y pone medallas y condecoraciones a diestro y siniestro, mientras dos de los tripulantes no paraban de hacerle fotos en plan paparazzi. Este aplebeyar y banalizar a la altiva, orgullosa, supuesta hija de Nabucodonosor, Soberano de Babilonia, que incluso se sienta en su trono, y la degradación del propio poderoso rey a simple capitán de navío, por muchas barras y galones que llevara en las bocamangas de su uniforme, resulta, amén de un improperio, un error muy grave de comprensión de esta ópera. “Nabucco” y “Abigaille” se pueden considerar como personajes hechos de materia shakesperiana. Pues Verdi es ya shakesperiano antes de arribar propiamente a los dramas del genial dramaturgo inglés.
Otro apunte sobre la dirección escénica que no debe quedar silenciado: el dúo de “creativos” no saben que la interacción vocal y dramática entre personajes en la ópera es de distinta naturaleza de la del teatro de prosa. En ese sentido, la dirección de actores fue prácticamente inexistente y, a veces, un tanto caótica. Lástima que tan estupendos cantantes que conformaron el elenco elegido por el director artístico del Regio tuviesen que pagar, a este respecto, la bisoñez e impericia de los registas.
Para valorar el resultado musical es necesario trasladarse a otro mundo, separado a distancias galácticas del dislate de la puesta en escena (la escenografía de Nicolas Bovey y el vestuario de Gianlucca Shicca se ajustaron con corrección y buena factura artesanales a lo pedido por el regista y su socio del “Proyecto creativo”). Hubo sobre el escenario tres cantantes a los que se les puede dar el título de verdianos: por orden de importancia de sus respectivos personajes, estos fueron Saioa Hernández, Michele Pertusi y Annalisa Stroppa. Por galantería, empezaré por las damas.
La soprano madrileña interpretaba este papel pocos meses después de que lo hiciera por primera vez en la Semperoper de Dresde, a finales de mayo de este mismo año. Fue sin duda, la gran triunfadora de la prima della Staggione Lirica del Regio. Es un rol que en muchas ocasiones parece que le va como anillo al dedo. Salvando un par de notas muy agudas, no del todo convincentes en su entrada en escena exhibió, empero, una fuerza vocal y un carisma dramático de la mejor escuela del gran repertorio del melodrama italiano del Ottocento. Tras ver y escuchar ese arranque, no me quedó duda de que iba a ser una “Abigaille” de primera clase. Más que la homogeneidad de su voz, se debe resaltar lo equilibrado que resulta todo su registro, es decir, que la calidad y consistencia de su registro grave en nada desmerecen de su magnífico registro agudo, propio de una soprano que se encuentra entre la spinto completa (o dramática) y una dramática de agilidad propiamente dicha. Es capaz de transmitir intensidad dramática y exhibir la flexibilidad necesaria para el belcantismo de los comienzos de Verdi, y en concreto, de la particella de “Abigaille”.
Sin embargo, tengo para mí que no pudimos ver en toda su plenitud la “Abigaille” que puede interpretar Saioa Hernández, por culpa del erróneo montaje y de algunas ideas peregrinas del dúo Ricci/Forte. Pese a la nobleza de su timbre como a su gran capacidad de colorear con su voz las emociones, sobre todo las más extremas de rabia, crueldad y venganza, así como su altivez señorial, el enfoque dado a su rol por el regista, de lo más anti-shakesperiano que quepa imaginar, como dama burguesa que intenta superar sus sentimientos de culpa y abatimiento amparando y haciendo regalos de Navidad a los supuestos náufragos, mientras posa con afectación para los paparazzi, es tan espantoso que ni siquiera está equivocado. Y como lo que mal empieza peor acaba, el final inventado por la pareja de creativos Ricci/Forte distrajo a los espectadores del canto desgarrado, entrecortado, dramático y de sincero y profundo arrepentimiento de su maldad, de “Abigaille”.
El rol de “Fenena” estuvo interpretado por la estupenda mezzosopreno italiana Annalisa Stroppa. No es un personaje principal, y aunque breve, tiene momentos que permiten lucirse a una mezzo lírica plena como es la Stroppa. Canta con mucha soltura y facilidad tanto las notas agudas como las graves, y la voz se mantiene siempre homogénea, sin que se aprecie el passaggio della voce. Dio buena réplica a “Isamelle” cuando este canta “Misera! oh come” mostrando la fuerza y redondez de su registro grave (“Misero!… / Infrangi ora un sacro dover!). No desmereció lo más mínimo de la impactante intervención de la soprano madrileña en el terzettino “Io t’amava” (las dos damas eclipsaron bastante al tenor). Muy bien cantada su aria del final (la oración “Oh dischiuso è il firmamento!”), con emoción y dulce patetismo, respetando todos los reguladores dinámicos que pide Verdi y con elegante y muy técnica línea de canto.
El bajo-cantante Michel Perusi, “Zaccaria”, fue el tercer elemento de ese trío de cantantes verdaderamente verdianos a los que me he referido antes. Posee una voz notable, potente, homogénea y sobre todo sus agudos son de bajo-cantante y no de barítono. Su registro grave es de buen metal y sus notas más bajas tienen riqueza de armónicos. Tanto su cavatina “D’Egitto là sui lidi” como la difícil y exigente cabaletta “Come notte” con las que ofrece a los espectadores su carta de presentación, estuvieron magníficamente cantadas. Realmente impresionante y muy aplaudida por el legendario loggione de Parma la “profecía: Del futuro nel buio discerno”
El barítono mongol Amartuvshin Enkhbat fue un “Nabucco” no muy verdiano y pese a que posee una voz interesante, sobre todo en el registro agudo, está un tanto verde para papeles tan complejos como éste. Canta casi siempre forte y rara vez apiana por debajo del mezzo-forte y no domina la “vocalità” ni tiene la pastosidad oleosa y obscura del verdadero barítono verdiano que requiera “Nabucco”. Le van bien los pasajes autoritarios, crueles y vengativos. Sin embargo su capacidad expresiva, su técnica y línea de canto, se desdibujan mucho en los momentos en los que debe mostrar su lado más débil y humano, como es en el extraordinario dúo de la tercera parte “Donna chi sei… Deh, perdona” con su supuesta hija “Abigaille”. Se trata de uno de los dúos más destacados entre padre e hija de los muchos que compuso Verdi. Mientras “Abigaille” muestra una gran plasticidad a la hora de colorear con la voz sus sentimientos y emociones (sobre todo la de victoria sobre “Fenena”), su padre resulta vocalmente bastante plano e inexpresivo. No fueron convincentes ni su reconocimiento de que ante “Abigaille” se siente la sombra de un rey ni el momento en que implora perdón para “Fenena” condenada a muerte con los demás hebreos.
El joven tenor italiano Ivan Magri es demasiado ligero para el papel de “Ismaele”. La voz suena juvenil pero poco hecha y un tanto descontrolada y se aclara más de lo que sería apropiado en los agudos y su registro grave es más bien parlato que cantado. Tuvo algunos detalles que permiten pensar que con el tiempo y el estudio en profundidad podrá ser un buen tenor lírico-ligero, siempre que no se desvíe e intente, como parece ser, incorporar a su repertorio Rigoletto y Madama Butterfly.
A muy buen nivel los comprimarios Gianluca Breda (Gran sacerdote), Manuel Pieratelli (Abdallo) y Elisabetta Zizo (Anna), destacando sobre todo el primero, un bajo que puede llegar a ser un buen “Zaccaria”.
Toca ahora el turno de elogiar al magnífico coro del Regio de Parma. Es muy posiblemente el mejor de todos los de los teatros líricos italianos dichos de provincias y está casi a la altura del coro del Teatro alla Scala, superando a éste en la contundencia, potencia, rotundidad y gravedad de la cuerda baja masculina, formada por una buena mezcla de barítonos y bajos-cantantes. Su aparición en escena con el muy conocido “Gli arredi festivi”, hizo que se tuviesen grandes esperanzas en el plato fuerte de la agrupación: el “Va pensiero”. Y lo cierto es que los miembros del coro no defraudaron en absoluto, hasta el extremo que se pidió con fuerza, insistencia y sonoros gritos el bis que finalmente concedió el director. Pasada la emoción del momento—asistir a una representación de un clásico de Verdi como es Nabucco en el Regio de Parma es, para lo bueno y lo malo, como se verá en seguida, una experiencia que permite vivir y conocer lo que significa la tradición íntimamente sentida de “su” melodrama romántico por el pueblo italiano—se podría argüir que si bien la interpretación del “Va pensiero” fue magnífica, tal vez no lo fuera lo suficientemente como para merecer un bis, que por cierto, resultó mejor que el cantado durante la representación. Pero, por otro lado, bisar el “Va pensiero” es algo que está en lo más profundo del teatro lírico italiano, o como si dijéramos, su fundamento, substancia y salsa.
De nuevo, la disposición escénica del coro, así como los gestos que impusieron los registas a sus componentes, deslucieron bastante uno de esos grandes momentos de la lírica italiana.
La elección del alumno de Carlo Maria Giulini y asistente de directores de sólida formación operística como Antonio Papano y Daniel Oren, el joven Francesco Ivan Ciampa como Maestro concertatore e direttore d’orchestra fue un gran acierto, cosa previsible dado que Ciampa había demostrado anteriormente en el propio Regio sus buenas dotes de concertador y su sólida formación y sensibilidad para la interpretación verdiana, dirigiendo Nabucco, Il corsaro e Il masnadieri, obras señeras de los “años de galeras” de Verdi. Ya desde la obertura, de clara factura rossiniana – influjo de éste compositor que vuelve a aparecer en la stretta del final del primer acto—se pudo apreciar que el maestro destacaba en cada momento las fuentes del lenguaje musical del joven Verdi: las melodías enérgicas y brillantes y el rico tejido orquestal de Rossini; las cantilenas líricas y bel cantistas de largo aliento de Bellini y la natural cantabilità de toda la música de Donizetti. Junto a estos rasgos musicales, se pudo escuchar el sonido inconfundible de las grandes bandas en las fiestas de los pueblos de la región de Puglia. Claro está que para logar esta gran interpretación, Ciampa contó con una orquesta excelente, donde predominan los vientos y los metales. Las cuerdas sonaron densas y trasparentes a la vez, si bien hubiera sido de desear mayor volumen e intensidad en la cuerda grave.
No quiero concluir esta reseña sin dedicar un breve pero cordial párrafo al ambiente de la sala marcado en todo momento por el ruidoso, entendido, exigente, vehemente y ocurrente loggione del Regio de Parma. Ya desde que se alzó el telón empezaron en el repleto paraíso murmullos de descontento. Que a medida que transcurría el espectáculo se convirtieron en comentarios sarcásticos y muy divertidos sobre lo que aparecía en la escena, emitidos a plena voz y con remarcada sorna. De vez en cuando salían de las alturas gritos de ¡Viva Verdi! y ¡Vergonga! ¡Uno schifo! (un asco). Ni que decir tiene que cuando aparecieron a saludar los responsables de la escena, con Ricci y Forte a la cabeza, tronaron los abucheos y la pitada fue de órdago.
Quizá sea justo aunque un tanto extraño que reconozca que el espectáculo, pese a su ridícula y espantosa mise-en-scène me divirtió mucho y que pasé una velada estupenda. Pues noches como esta parecen dar la razón a una frase que se le atribuye al gran pianista ruso Sviatoslav Richter: “todo amante de la lírica tiene dos patrias, la propia e Italia”. Fernando Peregrín Gutierrez
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