Crítica: una Lucia estética frente a la dramaturgia
LUCIA DE LAMMERMOOR (G. DONIZETTI)
Estética frente a dramaturgia
Drama trágico en dos partes y tres actos. Libreto de Salvatore Cammarano, basado en la novela The Bride of Lammermoor, de Walter Scott. Reparto: Jessica Pratt (Lucia), Yijie Shi (Edgardo), Alessandro Luongo (Enrico), Alexánder Vinogradov (Raimondo), Xabier Anduaga (Arturo), Olga Siniakova (Alisa), Alejandro del Cerro (Normanno). Dirección de escena: Jean-Louis Grinda. Escenografía: Rudy Sabounghi. Vestuario: Jorge Jara. Iluminación: Laurent Castaing. Director de coro. Francesc Perales. Dirección musical: Roberto Abbado. Lugar: Palau de les Arts. Entrada: Alrededor de 1.400 personas (lleno). Fecha: Sábado, 22 junio 2019 (se repite los días 25, 28, 30 junio; y 3 y 6 julio).
Una vibrante función de ópera. De esas que solo se dan de higos a brevas. No ha podido tener mejor colofón la temporada lírica del Palau de les Arts, que ha optado para su broche final por un título de tanto éxito pero también de tantísimo riesgo como Lucia de Lammermoore, el “drama trágico” que Gaetano Donizetti estrena en 1835 en el San Carlo de Nápoles. Un admirable conjunto de cantantes en el que únicamente desentonó el barítono Alessando Luongo. Una dirección de escena convencional pero apoyada en una realista, vistosa y bien resuelta escenografía, y un coro y una orquesta de envidiable calidad fueron los ingredientes de tan afortunado y triunfal estreno, que fue gobernado con su acostumbrada e inatacable profesionalidad por Roberto Abbado, quien se despide con estas funciones de su inocua titularidad de les Arts.
Es difícil encontrar en la actualidad una representación operística en la que confluyan positivamente los variados componentes que en ella intervienen. Más aún en un título belcantista como Lucia de Lammermoore, que precisa de cantantes con tan inmensa calidad vocal como conocedores del género. Como la soprano inglesa Jessica Pratt (1979), bien querida del público valenciano por su interpretación del rol de Amenaide en el Tancredi de Rossini que dirigió hace ahora exactamente dos años Roberto Abbado, que ha revalidado el triunfo de entonces con una Lucia de intensos quilates dramáticos y vocales.
Su privilegiada y bien regida voz le permite sortear con deslumbrante templanza las mil y una trampas que encierra el temible rol donizettiano. La no tan ligera vocalidad deslumbra por su virtuosismo, poder y agilidad. Los sobreagudos, bien impostados, afinadísimos, muy arriesgados y no siempre perfectos, tuvieron el plus poderoso de su convicción y valentía. Se sentían nacidos del alma de la artista más que del cerebro de la cantante. Y eso, en un tiempo “estandarizado” por el patrón de la perfección, en el que todo está medido y sopesado, se agradece y se siente como fruto delineado por la personalidad de una soprano de las de verdad, de esas que ya casi ni quedan.
Bordó, claro, la famosa Escena de la locura, que, más que una generosa y espectacular exhibición de medios canoros y de pulida escuela de canto, fue punto culminante de una actuación toda ella sobresaliente, cargada de intensidad, sentido belcantista, dominio de las coloraturas, y convicción dramática. Y supo, además, ralentizarla el punto justo para adecuarla a las peculiares características de la “armónica de cristal” -el curioso instrumento inventado Benjamin Franklin en 1762-, sin por ello perder un ápice de su intensidad y ensueño. Ya antes, en su primera intervención, en el aria Regnava nel silenzio, dejó constancia de las cualidades y densidad de una interpretación que la acredita como una de las Lucias de referencia de los últimos años.
A nivel igualmente ciertamente sobresaliente se mostró el tenor chino Yijie Shi (Shanghái, 1982), que ya deslumbró a todos en Les Arts en el mismo Tancredi de hace dos años con la Pratt. Después de escuchar su interpretación del sábado, no es aventurado afirmar que es el mejor Edgardo de hoy día. Su agilidad vocal -modelada en el ámbito rossiniano y en la Escuela de Pésaro- , belleza de fraseo, facilidad y rotundidad en el agudo y calidez expresiva son referencia y remiten a lo mejor del pasado, gracias a una que voz ha ganado algo de cuerpo y se muestra hoy óptima para un papel como el infortunado Edgardo. Esplendorosa hasta lo inolvidable resultó la cabaletta del aria final Tu che a Dio spiegasti. “Canta este papel mejor que Juan Diego Flórez”, decía arrebatada una furibunda admiradora del tenor limeño después de la representación. Y tenía razón.
No hay dos sin tres. Alexánder Vinogradov, grandes entres los grandes bajos de la mejor tradición rusa y universal, está por fortuna presente en las programaciones del Palau de les Arts desde sus inicios, cuando ya en diciembre de 2006 cantó Leoporello bajo la dirección de Lorin Maazel. En esta ocasión puso su voz poderosa, cercana y en sí misma inteligente gracias al gobierno de una cabeza musical y artística de máximo rango, al servicio de un Raimondo incomparable e incontrable hoy en la escena internacional. Fogueado en el universo belcantista tanto como en el repertorio ruso, alemán, italiano o francés, Vinogradov enriqueció el personaje con su impresionante presencia escénica y vocal. Su versátil y hondo torrente de voz se impuso sobre un foso no siempre calibrado en las dinámicas –excesivas a veces- y supo plegarse al conjunto en el célebre sexteto Chi mi frena in tal momento que casi cierra el segundo acto.
La otra gran voz de la noche llegó en el personaje pequeño de la doncella Alisa, admirablemente defendido y enaltecido por el buen hacer de la mezzosoprano Olga Siniakova, del Centre de Perfeccionament Plácido Domingo del propio Palau de les Arts. En nivel claramente inferior discurrieron el empequeñecido Enrico sin ton ni son del barítono Alessandro Luengo –fuera de lugar en un reparto de semejante vuelo- y el Arturo casi inadvertido del tenor donostiarra Xabier Anduaga.
El Cor de la Generalitat lució sus mejores calidades, como también la Orquestra de la Comunitat Valenciana. Roberto Abbado concertó los tres actos con su probada solvencia y rigor, aunque sin levantar nunca el vuelo más allá de la estratosfera ni evitar momentos de excesiva presencia del foso y ayuna magia. Se optó por la edición revisada y editada por Jesús López Cobos, que con muy buen criterio se respetó escrupulosamente y se ofreció prácticamente sin cortes.
El montaje escénico, fruto de una coproducción entre las óperas de Montecarlo y Tokio, es, sobre todo, bello. Muchos detalles son más que discutibles, como el impactante pero absurdo final a lo Tosca, con el pobre Edgardo tirándose casi de cabeza desde lo alto del omnipresente acantilado, o que tantas escenas se desarrollen a los pies de un hermoso pero redundante mar empeñado en convertir Lucia de Lammermoore en Simon Boccanegra-. Pero por encima de la conveniencia o adecuación de la escenografía, el director de escena Jean-Louis Grinda y el hábil escenógrafo Rudy Sabounghi logran imponer la belleza de la producción sobre su arbitraria fidelidad a la narración. La muy cuidada y sutil iluminación (de Laurent Castaing), así como la vistosa videocreación de Julien Soulier, contribuyen a fortalecer el predominio de la estética sobre la dramaturgia. El vestuario, clásico hasta el retrato y sí fiel al momento histórica de Lucia, colisiona, por ello y de modo estridente, con tanto mar, tanta arena y tanto pedrusco. Gran ovación final. Sobre todo y con gran distancia, para los tres maravillosos artífices de tan vibrante noche: Pratt, Shi y Vinogradov. Justo Romero
Publicada el lunes, 24 de junio, en el diario LEVANTE.
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