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Las críticas a "Aida" en la prensa en papel
Las críticas en prensa a Dead Man Walking en el Real
Por Publicado el: 15/02/2018Categorías: Diálogos de besugos

Críticas a “Street scene” en prensa en papel

Como habitualmente aquí tienen una selección de las críticas aparecidas en la prensa de difusión nacional a “Street scene”. Como comprobarán hay un amplio acuerdo en que se trata de un espectáculo de primera que no hay que dejar de ver, al margen de su clasificación como ópera o musical.

LA RAZÓN

La ópera americana se consolida en el Real

Steet Dance de Weill. P. Szot, P. Racette, J. Prieto, M. Bevan, etc. Orquesta y Coro titulares del Teatro Real. Pequeños cantores de la ORCAM. Nueva producción del Teatro Real, en coproducción con la Opera de Monte-Carlo y la Oper Köln. Dirección musical: Tim Murray. Dirección de escena: John Fulljames. Teatro Real. Madrid, 13 de febrero de 2018.

“Street scene” se basa en una obra de teatro del propio autor del libreto, Elmer Rice, quien logró el Premio Pulitzer en 1929. Margarita Xirgu la llevó al teatro en Madrid en 1930, King Vidor al cine un año después y Kurt Weill la estrenó como ópera en 1946 en Filadelfia. Estamos por tanto en la época americana del alemán, un periodo en el que se imbuye e influencia del mundo de la música americana sin renunciar a su propio estilo, a la necesidad de vivir y tampoco a su ambición por crear obras con fuerte contenido teatral, tal y como había realizado con Brecht, y el texto de Rice le vino como anillo al dedo. Weill se lanza a lo grande, con una gran cantidad de personajes en la escena y una música muy heterogénea, que abraca el jazz, el blues, etc. con connotaciones que por momentos recuerdan a Gershwin, Porter e incluso a Puccini. Se mezclan tragedia y comedia, lo serio con lo bufo en una obra que para unos será una ópera –si hasta presenta la estructura de la gran opera francesa, con su ballet incluido- y para otros una nueva forma de musical. El propio autor la escribió para Broadway pero no renunció a considerarla como una ópera, como una ópera americana, que es lo que realmente es. Lo cierto es que Weill creyó que era su mejor obra, que consiguió el primer Premio Tony pero, a pesar de ello, fue considerada como imposible para Broadway y se retiró del cartel tras 148 representaciones.

Weill vuelve al Teatro Real tras aquel “Ascenso y Caída de la Ciudad de Mahagony” de 2010, que supuso el inicio en el coliseo de la carrera de Heras-Casado. Como en aquella, como también en ese “Porgy and Bess”, se retrata un mundo algo marginal, en este caso con inmigrantes y refugiados de diversas etnias, con mezcla de culturas que, en cierto modo, no se aleja mucho de nuestro tiempo en muchos lugares. Hay cotilleos, mezquindad, injusticia, racismo, celos, maltrato, violencia, desahucios, incomunicación, la misma precariedad laboral que padeció Weill, quien curiosamente no renunció a su origen introduciéndolo a través de un intelectual judío…¡comunista! De algún modo todo ello puede incomodar al espectador al verlo reflejado en forma muy realista, sin ambages, en una unidad de tiempo y acción a modo de tragedia griega. Quizá por ello algunos espectadores abandonaron tras el descanso, quizá porque estén cansados de tanta ópera americana en Madrid.

Una buena forma de enlazar con “Dead man walking” y que posiblemente refuerce la apuesta del Real por los nuevos repertorios. El boca a boca funcionó entonces y volverá a funcionar ahora. La partitura, que se ha representado poco fuera de los EEUU, fue vista en el Liceo con puesta en escena del mismo John Fulljames, pero Madrid ha preferido encargar una nueva producción en cooperación con la Opera de Monte-Carlo y la Oper Köln de carácter mucho más vistoso. Fulljames recibió el premio del Evening Standard a la mejor producción musical en Londres, en 2008, por la “Street Scene” que viajó después al Liceo y al Châtelet.

Escena y música se compenetran bien en este bullicioso suburbio neoyorquino de la postguerra lleno de acción, de canciones, dúos, concertantes y bailes con un pentagrama de mucho colorido que Tim Murray dirige con viveza en lo que es un esfuerzo para una orquesta y unos coros, a los que se añaden los infantiles de la JORCAM en una estupenda intervención, no acostumbrados a este repertorio y que superan con sobresaliente.

En este tipo de obras, en las que hay que cantar, actuar y hasta bailar, son tan importantes las voces de los intérpretes como sus capacidades escénicas. Los cuatro protagonistas reúnen ambas y han de ser cantantes de ópera porque lo exigen los pentagramas. ¿Quién si no una soprano dramática puede con el primer aria de la Anna Maurrant? ¿Quién si no una soprano lírica es capaz de afrontar el de su hija Rose? Tanto el barítono Paulo Szot como la soprano Patricia Racette se encuentran muy cómodos entre el musical y la ópera. Además de sus apariciones líricas, el primero recibió el premio Tony en la reposición de “South Pacific” en Broadway y la segunda ha intervenido en estrenos de Picker, Moravec o Floyd. Especialmente formidable Mary Bevan como Rose y algo menos natural, pero a cambio muy entregado, el tenor Joel Prieto. Muy equilibrado el amplísimo reparto, en el que alternan los extranjeros con españoles que han cuidado mucho la dicción inglesa. Espectacular el baile con el escenario abierto, dividiendo por un momento el enorme mecano en forma de corrala abierta en cuatro niveles, para dejar ver una NY iluminada.

Un espectáculo de primera, costosísimo pero que incluso puede dar réditos al Real, ya que esta producción será inevitable para cualquier teatro que programe “Street scene”. El problema fundamental de la obra es que, años más tarde, Bernstein logró redondear el camino emprendido por Weill en su “West side story”, aunque éste sí sea un musical puro. ¿Se atreverá el Real con él?

El público disfrutó mayoritariamente la obra y la premió con ovaciones para todos. Esta vez no hubo exhibición de discrepancias. Habrá otras nueve ocasiones para hacerlo y, además, el canal Mezzo la retransmitirá en día 16 y será grabada para dvd. Gonzalo Alonso

Foto Javier del Real

EL PAÍS. 14-02-2018

Kurt Weill en América: reinventarse y vivir

Con tan solo doce años, Kurt Weill montaba ya pequeñas obras dramáticas en la sala situada encima de la vivienda familiar de Dessau, su ciudad natal, situada junto a la sinagoga en que su padre, Albert, trabajaba como cantor. Mostró, por tanto, una precoz querencia natural por la música escénica, el ámbito en que, aún muy joven, cosecharía sus primeros éxitos en Alemania y que le ayudó a abrirse paso años después en su forzado exilio estadounidense.

En un artículo publicado en The New York Times cuatro días antes del estreno neoyorquino el 9 de enero de 1947, Weill se refirió a Street Scene como un “musical dramático”, en el que una “historia fuerte y sencilla se cuenta en términos musicales, entretejiendo la palabra hablada y la palabra cantada de tal modo que el canto toma el relevo con naturalidad siempre que la emoción de la palabra hablada alcanza un punto en el que la música puede ‘hablar’ con un efecto mayor”. Son justamente la ausencia de artificio y la concisión los principales atractivos de este retrato de un microcosmos urbano, psicológico y situacional, un escaparate de virtudes y miserias humanas abigarradas en un barrio poco glamuroso de Nueva York que se suceden respetando estrictamente la unidad de espacio y tiempo, a la manera de una tragedia griega, con paralelismos de raigambre clásica entre los dos actos, como el más obvio del arranque y el cierre, con el calor sofocante como símbolo de la fatalidad, o el recurso genial y más escondido de confiar Weill al joven Sam Olsen, en The woman who lived up there, la música de la gran aria de Anna Maurrant (la madre de su amada, que acaba de ser asesinada por su marido) en el primer acto, un gesto de enorme sutileza y alcance psicológico.

La propuesta escénica estrenada en el Teatro Real es hiperrealista, como pide a gritos la obra, y deja que ese cúmulo de pequeñas historias que conforman una gran historia avancen con fluidez y eficacia. Música y diálogos se enlazan o superponen en todo momento con la desenvoltura de la que tan orgulloso se sentía su autor. Entre tanta naturalidad, solo molesta el artificio de la amplificación a ratos excesiva en algunas escenas o personajes, así como el runrún urbano de bocinazos, tráfico y sirenas de ambulancias, probablemente innecesario. Y en el reparto necesariamente coral, con multitud de pequeños papeles, destaca, y mucho, Mary Bevan como Rose Maurrant: cantando, actuando y diciendo sus frases es una lección permanente de cómo hacer y dar entidad a este repertorio procediendo como ella del mundo clásico. A su lado, en cambio, Joel Prieto, tan excelente Tamino hace dos años en este mismo escenario, no parece nunca cómodo y no acaba de perfilar o hacer creíble su personaje. Merecen mención especial el espléndido Eric Greene como Henry Davis, el joven servicial para todo, los dos niños (Diego Poch y Matteo Artuñedo), los Pequeños y Jóvenes Cantores de la JORCAM (que no fallan nunca) y todos los participantes en el sensacional número de canto y baile

Tim Murray concierta con mucha seguridad y conocimiento del estilo, aunque en este repertorio un poco menos de control puede ser una gran virtud.

Se pierde en buena parte el humor derivado de los acentos marcadamente diferentes con que hablan inglés los vecinos, inmigrantes en Nueva York, como el propio Weill. Los sobretítulos —con frases mal traducidas o directamente no traducidas— tampoco ayudan en este sentido. Pero son reparos menores a un espectáculo de factura y realización mucho más complejas de lo que puede parecer a primera vista. “Cuando empecé a diversificar mi actividad en otros ámbitos del teatro musical descubrí la pura verdad de que las diversas categorías de los espectáculos musicales no eran en realidad más que maneras diferentes de mezclar los mismos ingredientes: música, drama y movimiento”, escribió Weill en el citado texto para The New York Times. Los tres, admirablemente bien mezclados por actores, cantantes, bailarines e instrumentistas, están presentes en grandes dosis en esta modélica producción de Street Scene que nadie, esta semana o en su reposición en primavera, debería perderse por nocivos prejuicios o por una férrea adscripción a falsas etiquetas. Luis Gago

ABC, 14-02-2018

«Street Scene», frontera sin muro

Hay a quien le preocupa la correcta definición de los géneros y encuentra incómoda la anomalía. Sucede con «Street Scene», musical, ópera estadounidense, ópera de Broadway, ópera popular… una obra cuya gracia más inmediata podría ser la simultaneidad de clase. No lo apreciaron así los espectadores que en la primera representación de ayer en el Teatro Real se marcharon durante el descanso.. …Se hace necesario recordar la cercana reposición, también en el Real, de «Dead man walking» para concluir, en primer lugar, que, efectivamente, son muchas las óperas americanas que se han programado en este teatro. También este detalle parece perturbar a quienes aspirarían a una mayor presencia de otros repertorios…

Un aspecto interesante es que tanto esta obra como «Dead man walking» dan cuenta de un ámbito creativo donde se pone en valor lo cotidiano, la pulsión del presente y, en definitiva, se agita a los espectadores entendidos como ciudadanos. Sobre el escenario y así lo refleja estupendamente la propuesta escénica dirigida por John Fulljames, se palpa la realidad y apenas se divaga… …«Street Scene» habla del amor imposible, de desahucios y precariedad laboral, en un barrio deprimido de Nueva York. Parte de la obra del premio Pulitzer Elmer Rice, puesta en música por el europeo Kurt Weill, inmigrante comprometido, obligado a abandonar Europa, pero fabricante emocional de la literalidad americana. La misma que ahora se presenta sobre el escenario del Real, cruda como ese edificio cuyo esqueleto queda a la vista convertido en un enjambre de existencias. La impresión de obra coral es inevitable. La fomenta un reparto que destaca por su buena caracterización… … Son muchos más en una muy larga relación a la que da apoyo musical el director Tim Murray con una versión consistente y de innegable oficio y continuidad.

Precisamente, el mérito escénico y musical de esta propuesta es la potente coherencia narrativa, la gestualidad y el sentido coreográfico de la escena, con apoteosis en el número que descubre al fondo la silueta iluminada de Nueva York, el control, la gestión de los gestos equilibrando esa balanza de géneros sobre la que se edifica la obra… Incluso la muy interesante experiencia de un teatro musical distinto que a veces por su naturaleza, es verdad, produce extrañeza al contemplarlo sobre el escenario del Real. Sentirlo, invita a reflexionar sobre una realidad artística siempre instructiva y moralizante. Alberto González Lapuente

EL MUNDO, 14-02-2018

De Berlín a Broadway

En Europa, Kurt Weill colaboró con Berthold Brecht en óperas singulares como La ópera de tres peniques o Mahagonny que no son nada convencionales y en su huida americana de los nazis se refugió en el musical, que fue su manera de ganarse la vida, pero también abordó óperas ambiciosas como en 1946 la que él creía era su mejor obra, Street scene, sobre una famosa pieza teatral de Elmer Rice que ya había obtenido un Pulitzer en 1929 y fue convertida en libreto por el propio dramaturgo con Lanston Hughes.

Es una ópera que se cruza con el musical como las europeas se habían cruzado con el cabaret berlinés, pero en el recorrido de Berlín a Broadway la vena operística de Weill sigue en pie. De hecho, es una ópera de denuncia social sobre la gente humilde del Lower East Side neoyorkino, una peripecia cotidiana y colectiva que no está exenta de dramas pasionales y miseria, de chismorreos y mediocridad, de vecindario y colectividad humilde, pero tampoco de sentido poético y naturalidad. Ópera americana la llamó Weill.Y eso es lo que es. Con una mezcla estilística en amplio abanico que pega mucho mejor ahora probablemente con nuestros tiempos de postmodernidad que en su momento donde las fronteras de género se suponían más estrictas.

El Real coproduce la obra, con Montecarlo y Colonia, en una puesta en escena de John Fulljames que exhibe esa solidez y flexibilidad que suelen tener los directores teatrales británicos que no se permiten extravagancias pese a ser modernos. Le ayuda la coreografía y vestuario de Dick Bird. El espectáculo fluye con dinamismo y cierta contundencia siendo admirable la capacidad actoral de los cantantes y en eso hay más tradición de musical que de ópera, aunque bienvenida sea.

Musicalmente, Tim Murray conoce la obra y saca partido de la fiable Orquesta Sinfónica de Madrid. Particularmente feliz el Coro Intermezzo preparado por Andrés Maspero y meritoria labor de Ana González con los Pequeños Cantores de la ORCAM.

Vocalmente hay una buena cantidad de cantantes ya que la obra no gira en torno a protagonistas principales, sino que es un trabajo colectivo como exige el planteamiento dramático. Aun así, citaremos a Paulo Szot y Patricia Racette, Mary Bevan y Joel Prieto pero todos lo demás, y son muchos, merecen elogios. Ya en el Mahagonny el propio Weill había hecho algo similar y aquí lo lanza por una vertiente americana que no le impide mantener la vena alemana que late siempre en su música.Tal vez no se trate de una ópera al uso, ni como las tradicionales ni como las modernas, pero sí se consigue un pulso musicoteatral y finalmente el espectáculo tiene interés. Creo que así lo pensó el público que asistió al estreno del Real, que dedicó a la función un éxito bastante claro. Tomás Marco

Una ópera contra el capitalismo

Siempre es interesante ver qué reacción provocan en el Teatro Real cosas que no tendrían que estar allí. Por ejemplo, una arenga contra el capitalismo hecha por un judío comunista. O una diatriba contra la inmigración por parte de un émulo pobre de Trump en la época de la Gran Depresión. O un desahucio. Porque, pese a los intentos de que el coliseo madrileño no sea una torre de marfil frente a los problemas del mundo, estos suelen quedarse en pequeñas licencias y provocaciones sobre las que discutir en el entreacto. Si además el propio género no está tan claro, y no queda claro si esto es más como Broadway o más como La Scala, el desconcierto entre el público de estreno puede ser mayúsculo. Afortunadamente, Street scene es uno de esos casos de bastardez hermosa, como uno de esos perros mil leches que sacan una belleza exhuberante de tanta calle.

Es lo que le pasa al montaje de la ópera de Kurt Weill que anoche se estrenó en el coliseo madrileño, con dirección musical de Tim Murray y escénica de John Fulljames, además de un cuarteto protagonista del que se seguirá hablando al final de la temporada: la soprano estadounidense Patricia Racette en su debut en el Real, el barítono brasileño Paulo Szot, la soprano británica Mary Bevan y el tenor puertorriqueño Joel Prieto. Todo, para contar una historia de desesperación y pobreza en el Lower East Side de los años 30. Es decir, 20 años antes de West Side Story.

En esa gran colmena humana de 25 personajes, el trío formado por Weill, el libretista Elmer Rice y el letrista Langston Hughes (uno de los más importantes poetas afroamericanos de lo que se conoció como el Renacimiento de Harlem) utilizan una técnica de zoom, como la llama Joan Matabosch, director artístico del Real. A veces se aleja, en los momentos corales, y a veces se acerca para buscar las historias personales que interesan más en cada momento, como la de la pareja formada por Sam y Rose. O la pequeña tragedia del hogar Hilldebrand. O los cuchicheos de las niñeras tras un sórdido crimen. Y en cada uno de esos movimientos queda patente la huella que tuvo en Weill su trabajo junto a Bertolt Brecht, sobre todo en la técnica del distanciamiento.

Ese distanciamiento sirve para convertir en universales los dramas personales (acoso sexual, violencia machista, alcoholismo, amores imposibles) y también para personalizar el gran drama que flota por encima de todas las vidas (pobreza y deshumanización en una gran ciudad). Pero, en este caso, Weill también lo utiliza para acercarse y alejarse de conceptos de los límites entre alta y baja cultura. Así, en Street scene hay números en la onda de Cole Porter y Richard Rodgers, seguidos de otros que conectan con las vanguardias centroeuropeas o con el verismo operístico.

Todo ello hace que la obra de Weill sea visionaria: por su capacidad para prever qué temas seguirían siendo tocándonos 70 años después (sobre todo, el de la pobreza y la degradación que conlleva y, más concretamente, los desahucios) y también por esa mezcla de cosas diferentes, casi opuestas (jazz y clásica, belleza y miseria), que hoy en día, en este mundo tan posmoderno, vemos siempre juntas. Darío Prieto

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