Críticas en la prensa a Il Pirata en el Teatro Real
IL PIRATA (V.BELLINI)
El Teatro Real estrenó el pasado sábado, 30 de noviembre, Il Pirata, de Bellini, en coproducción con La Scala. Todos los críticos están de acuerdo: enhorabuena al Teatro Real por la recuperación de este título – muy exigente para los cantantes -, perfectamente realizado gracias a dos protagonistas excepcionales – Javier Camarena y Sonya Yoncheva -, un director musical que ha llevado a cabo su labor brillantemente, y una orquesta y coro de altísimo nivel. También la producción ha merecido el aplauso unánime de público y crítica, poniéndose al servicio de la obra con elegancia. Un éxito rotundo.
Lea las críticas completas a continuación:
Felice Romani/Vincenzo Bellini. Intérpretes: George Petean (Ernesto), Sonya Yoncheva (Imogene), Javier Camarena (Gualtiero), Marin Yonchev (Itulbo), Felipe Bou (Goffredo), María Miró (Adele), Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Director de escena: Emilio Sagi. Director musical: Maurizio Benini. Lugar: Teatro Real. Fecha: 30-XI
EL MUNDO 02/12/2019
Il Pirata, la primera obra de madurez de Vincenzo Bellini se programa con sumo acierto en el Teatro Real, y parece que con honores de estreno. Estas joyas del belcantismo vuelven a la palestra cuando aparecen o reaparecen los artífices capaces de apechugar con unos papeles de tal exigencia vocal, envuelta por un melodismo refinado con el que también es preciso atreverse. A menudo la belleza, una belleza fechada y propia de una época más optimista y confiada, puede resultar extraña a la sensibilidad de hoy, más obtusa y desencantada. Pero nuevas generaciones de intérpretes y la pericia de directores maduros permiten pequeños grandes milagros, como el estreno del Teatro Real que culmina el año.
Emilio Sagi y su equipo presentan una versión escénica elegante y plástica, presidida por una atmósfera onírica, como si asistiéramos a una ensoñación romántica triste y consoladora en la pureza de su melancolía. La escenografía de Daniel Bianco, doblemente especular en suelo y techo, se hermana con la síntesis en blanco y negro de los figurines de Pepa Ojanguren, la iluminación espectral de Albert Faura y el remate brumoso o marino del vídeo de Yann-Loic Lambert.
La escueta peripecia se centra en el papel femenino central, la Imogene que preludia y se adelanta a las Normas y Sonámbulas del futuro. El excelente Felice Romani, libretista de amplio espectro, no cuenta aquí con un material de excesiva calidad, pero acierta en el retrato de la protagonista, una mujer abandonada por novio que se hizo bucanero y casada por mandato paterno con marido a quien no amaba.
Sonya Yoncheva se enseñorea de Imogene con la seguridad de sus poderosos medios y una sabia intuición sobre el fuerte carácter que debe enfrentarse a la incongruencia del novio que regresa y a la furia del marido, también rival político del pirata. El melodismo belliniano tiene el efecto de un licor denso y terrible que la orquesta dirigida por Maurizio Benini vierte con gozosa abundancia, recreándose en el matiz y sin forzar unos efectos que se desprenden fluidamente de la sucesión de soliloquios donde Yoncheva se sorprende y espanta ante el corsario Gualtiero, que Javier Camarena catapulta fogoso, por algo el belcantismo suele mimar al tenor; lo que no impide al barítono George Petean imponerse con empaque en el trío de la bellísima discordia. No es la música coral la más inspirada de la obra, pero la pericia del Coro Titular dirigido por Andrés Máspero consigue que no desentone del arrebato de los solistas.
Éxito merecidísmo. Ante una obra clásica e inédita a la vez, la emoción del descubrimiento se mezcla y combina con el agradecimiento y la sorpresa. Si el Teatro Real asegura haber cumplido 200 años, casi los mismos atesora esta novedad estrenada en 1827. Álvaro del Amo
ABC 01/12/2019
El victorioso rescate del Pirata
Es razonable que «Il pirata» haya pasado muchos años en el desván. Necesita cantantes como Sonya Yoncheva y Javier Camarena que anoche pusieron en pie al Teatro Real tras una representación capaz de ensalzar las virtudes de una obra cuya dificultad la convierte en un objeto casi «imposible». Pero apenas habían pisado el escenario y ya estaba claro el destino de la representación.
Yoncheva comenzó haciendo lo propio con «Lo sognai ferito, esangue». En su caso añadiendo un poso de realidad a la interpretación: la emisión franca, la voz consistente, todavía inmediata, certera. Poco a poco fue profundizando en un personaje particularmente complejo y que con ella actualiza referencias inexcusables. Montserrat Caballé acude de inmediato, pues hizo mucho por difundir el título y a ella se dedican las catorce representaciones que el Real ha programado. […] Yoncheva remató ayer la obra haciendo de esta precursora escena de la locura una muy rotunda creación, capaz de situarla en la tradición de aquellas voces memorables.
[…] La escenografía de Daniel Bianco es inseparable de la iluminación de Albert Faura y el vestuario de Pepa Ojanguren que realza la dualidad entre lo blanco y lo negro, y presenta algunos trajes con personalidad.
[…] En todo los casos se cuenta con la dirección musical de Maurizio Benini. Ayer se mostró eficaz y muy leal a todo lo que sucedía en el escenario. Fue especialmente sobresaliente la escena final, planteada con sonoridad muy cuidada y con un estupenda intervención del corno inglés, antes de que todo se rematará con brillantez. Actuó de manera muy conjuntada y con garra el coro titular ya desde la introducción «Ciel! Qual procella orribile». Un comienzo definitivo para una representación capaz de codearse con las mejores referencias de la moderna historia de «Il pirata». Alberto González Lapuente
EL PAÍS 01/12/2019
Asignatura aprobada (con nota)
Detrás de los libretos de la amable y liviana L’elisir d’amore, y del título que la ha antecedido esta temporada en el Teatro Real, la sombría y romántica Il pirata, se encuentra una misma persona: Felice Romani. No en vano fue el libretista de dos generaciones de operistas, entre ellos Rossini, Donizetti, Bellini, Meyerbeer, Mercadante, Mayr y Pacini, lo cual lo convierte en un protagonista excepcional –aunque mucho menos visible, por supuesto, que compositores y cantantes– de uno de los períodos más gloriosos y feraces de la ópera italiana.
Mientras que Gaetano Donizetti, desmesuradamente prolífico, sabía alternar con naturalidad entre tragedia y comedia, su casi exacto coetáneo Vincenzo Bellini, un creador más lento y concienzudo, parecía nacido para el drama. Aunque natural de la luminosa Catania (el autor de Lucia di Lammermoor era bergamasco), sus óperas beben de un romanticismo lleno de brumas psicológicas y entornos sombríos. Vale para él la confesión de Charles Maturin, un clérigo dublinés que escribió en 1814 Bertram, fuente de inspiración literaria del libreto de Romani para Il pirata a través de una libre traducción francesa: “Si poseo algún talento, es el de ensombrecer lo lúgubre y acentuar lo triste; el de pintar la vida con extremos; y representar esas luchas de la pasión cuando el alma tiembla al borde de lo ilícito y lo perverso”. Curiosamente, de 1814 data también el poema El corsario de Lord Byron, que conoció la obra de Maturin y que define a su propio pirata, Conrad, como “ese hombre de soledad y misterio / al que apenas se le ha visto sonreír y raramente se le ha oído suspirar, / cuyo nombre espanta al más fiero de su tripulación / y tiñe cada mejilla morena de un color cetrino”.
Gualtiero, el pirata de Romani y Bellini, es mucho menos amedrentador y más bondadoso, aunque vive penando amargamente por el amor perdido de Imogene, casada con su rival Ernesto, que lo derrotó en el pasado y provocó su exilio criminal en el mar. No hace falta saber mucho más para disfrutar de esta primera visita de Il pirata al Teatro Real, erigido en la Plaza de Oriente cuando la ópera ya había disfrutado de su período de gloria. Luego, como le sucedió a tantos títulos aparentemente secundarios de Bellini, Donizetti e incluso Rossini, llegaron largas décadas de olvido y una lenta y progresiva resurrección más de un siglo después, siempre auspiciada por cantantes que decidieron reivindicarlas como las obras maestras que nunca dejaron de ser. En nada desmerece, por ejemplo, Il pirata de los títulos más conocidos de Bellini, con la baza a su favor de que precedió y preparó el camino a todas ellas, pues fue compuesta cuando su autor tenía tan solo 25 años. Pocos meses antes de su estreno milanés había muerto Ludwig van Beethoven en Viena: las semillas del Romanticismo musical estaban empezando a prender en un suelo muy fértil.
El personaje protagonista fue interpretado originalmente por un cantante portentoso, Giovanni Battista Rubini, que ya había participado en el estreno en Nápoles de la primera ópera importante de Bellini, Bianca e Fernando. Ambos, contratados por el mismo empresario, Domenico Barbaja, viajaron juntos durante parte del viaje hasta Milán e incluso se alojaron en la misma casa en la capital lombarda, ya que cantante y compositor probaban los diferentes números de la ópera que a protagonizar el primero nada más ser compuestos. Pero Rubini era un prodigio de la naturaleza, capaz de cantar con aparente facilidad notas agudísimas y moverse con comodidad en un registro inusualmente extenso. En una carta que envió a su tío dos días después del estreno, Bellini dijo que la cavatina inicial del tenor había causado en el teatro “un furor inexpresable”, mientras que su dúo con Imogene al final del primer acto provocó que “el público, con todos gritando como locos, montara un estrépito que parecía infernal”. Resulta casi simbólico que, tras cantar Gualtiero sus primeras notas, la reacción de Goffredo al oírlo sea exclamar “Qual voce!”, que vale tanto para la anagnórisis como para verbalizar la conmoción que provocaba Rubini en cuanto abría la boca.
El encargado de remedar al histórico tenor ha sido Javier Camarena, favorito del público de Madrid, que sigue lisonjeándolo y aclamándolo con entusiasmo a pesar de lo que tiene todos los visos de ser casi una sobreexposición pública en los últimos tiempos. Lo cierto es que el mexicano es uno de esos artistas que provocan cualquier cosa menos indiferencia: por su entrega palpable, por la credibilidad que imprime a los personajes que interpreta y porque todas y cada una de las frases que canta son exquisitamente musicales. La tesitura de su Gualtiero es en muchos momentos incomodísima, sobre todo por la insistencia de Bellini en castigar la zona del passaggio, siempre generadora de tensión física en el cantante (Rubini, capaz de encaramarse hasta un Mi, debía de tenerlo por encima de la mayoría de los tenores líricos actuales). Quizás esto explique los cortes tristemente sistemáticos a que fueron sometidas las cabalette de sus dos arias, dúos, trío y final del primer acto: la única manera de llegar vivo el tenor hasta el final.
Sonya Yoncheva encarna a una Imogene muy diferente, mucho más distante y por momentos casi seráfica. Sus limitadas dotes como actriz no se corresponden con sus excepcionales cualidades como cantante. Buena conocedora de esta producción por haberla estrenado en el Teatro alla Scala de Milán, canta los pasajes más endiablados con aparente desparpajo vocal, agudos hermosísimos, graves con cuerpo, notas de los pasajes en coloratura siempre bien colocadas. Se toma generosas libertades, pero lo hace con dejos de cantante antigua, algo que no va en absoluto en desdoro de este tipo de música. Echó el resto, por supuesto, en su larga escena de la locura final, la única que se libró de la tijera: Camarena venía de cosechar los aplausos más largos (y merecidos) de la noche en la escena y aria precedente y ella no podía ser menos. Muy bien secundada por el corno inglés de Álvaro Vega (en una tesitura también incomodísima para su instrumento) y la flauta de Aniela Frey en “Col sorriso d’innocenza” y “Qual suono ferale”, la búlgara arrebató al público con su canto intenso, su legato de alta escuela, su aplomo para sortear las agilidades y su modélico fraseo de la sucesión de encantos melódicos imaginados por Bellini (su pobre y confusa dicción italiana es harina de otro costal). Yoncheva es una diva con merecimientos más que sobrados para serlo.
A su lado, el resto de los cantantes palidecen inevitablemente. George Petean fue un Ernesto insulso, pero el personaje también lo es en gran medida. El rumano, correcto en sus arias y dúos, y con escasa presencia en el trío del segundo acto, no tenía que enfrentarse aquí, por fortuna, a las tortuosas honduras psicológicas de un Yago (que cantó también en el Real con resultados muy inferiores) e hizo lo que pudo para otorgar dignidad y credibilidad a un personaje al que Pepa Ojanguren le ha hecho vestir en todo momento uniforme de gala, con banda y fajín, lo que, por momentos, hace pensar que este duque de Caldora se ha confundido de ópera. De los pequeños papeles secundarios, destacó la soprano barcelonesa María Miró, con varios destellos de excelente cantante.
Emilio Sagi plantea una puesta en escena deslocalizada y en buena medida destemporalizada, cuya principal virtud es que no inventa nada para engordar artificialmente el exiguo hilo argumental y deja siempre cantar a los tres protagonistas principales, bien ubicados en un escenario en el que al final acaban pesando tantos reflejos de paredes y techo. En las escenas femeninas, los vestidos impolutamente blancos y esos árboles sin hojas del fondo bajo una luz septentrional tienen un aire casi chejoviano. Cuidadísima en lo estético, basculando sencillamente entre blancos y negros, roza casi un esteticismo art nouveau en la escena final, con esas largas telas que caen del techo para envolver a Imogene.
Maurizio Benini se apunta, por su parte, una dirección musical de mucha enjundia y plena de italianità. Ya desde la impetuosa sinfonía inicial, quedó claro que la orquesta había recuperado la calidad perdida en L’elisir d’amore y que volvía a sonar plenamente idiomática, con momentos verdaderamente extraordinarios, como el quinteto del primer acto. El coro rayó, como casi siempre, a altísimo nivel, muy superior al de la mayoría de los grandes teatros europeos. Acompañar a Yoncheva no es tarea fácil, pero Benini la siguió en todo momento con una dirección muy flexible, que entiende el bel canto como lo que es: música al servicio del lucimiento canoro (orgiástico casi en varios momentos de Il pirata) de los protagonistas. Es una lástima que se hayan infligido tantos cortes a la partitura de Bellini (no solo en las cabalette, sino también en los recitativos suprimidos o en la stretta del primer final), pero aquí la filología está reñida con la supervivencia de las voces modernas (y mortales) en condiciones óptimas hasta el final. En época de Bellini también se hacían, e incluso cosas peores, como introducir arias de otras óperas (y de otros autores incluso) por imposición del cantante de turno.
En estos últimos años el Teatro Real vive una edad de oro en la confección de sus repartos, construidos siempre con criterio y conocimiento: desde 1997, el año de su reapertura, no se había vivido un período con una calidad tan consistente en este sentido. Y esto es aplicable no solo a los primeros repartos, el de las grandes figuras, sino también a los segundos y terceros, donde siempre asoman con fuerza los nombres de cantantes españoles (Celso Albelo y Yolanda Auyanet serán Gualtiero e Imogene en el segundo de Il pirata). Conviene recordarlo, y no solo cuando encabezan el cartel dos luminarias actuales de sus respectivas cuerdas como Sonya Yoncheva y Javier Camarena. El sábado, el público del estreno dedicó ovaciones entusiastas a todos, sin la más mínima división de opiniones, algo en absoluto frecuente. El Teatro Real ha aprobado con una nota altísima esta vieja asignatura pendiente. Luis Gago
LA RAZÓN 01/12/2019
“Il pirata” o el gozo del belcanto
A veces las críticas se convierten en estudios de filosofía musical, que no musicología, algo impropio en los diarios generalistas. Sin embargo, otra cosa es la memoria histórica, ahora tan en boga. La ópera de Bellini se estrenó en 1827 en La Scala con grandes cantantes de la época –Méric-Lalande, Rubini y Tamburini– para reaparecer y hacer historia con María Callas en 1959, de lo que no existe grabación a pesar de ser la más buscada, a causa del enfrentamiento que tuvo la soprano con Ghiringhelli, el empresario, al señalarle a él en su palco en la gran escena final como culpable de muchas cuestiones líricas y de su salida del teatro. Sí existe en cambio, del concierto el mismo año en Nueva York. Montserrat Caballé la exhumó en 1967 en el Mayo Musical Florentino, en 1970 en el Liceo con su propio hijo en el escenario. Aprile Millo la cantó en Bilbao en 1993 con un esclavo detrás recogiendo las notas que se le caían. Ya más tarde Lucia Aliberti (1994) y Renée Fleming (2003) la abordaron también sin mucho éxito. Sí lo tuvo Mariella Devia en 2013 en el Liceo junto a Gregory Kunde. Nuestra Saioa Hernández se atrevió con el papel y resolvió en La Coruña hace un año. De todas ellas, menos Callas, he sido testigo en vivo. Caballé, a quien se dedican las 14 representaciones con tres repartos, decía que Imogene es más difícil que Norma o Isolda, pero el papel del tenor no le va a la zaga y tanto Camarena como Yoncheva la consideran una de las obras más problemáticas que han abordado.
Densidad dramática
El problema es muy simple, el joven Bellini aún no se había despegado de Rossini, como se comprueba en la misma obertura, y exige a las voces las agilidades de aquél pero, al mismo tiempo, ya se sumerge en el romanticismo, añadiendo a ellas la densidad dramática. El proceso culminaría cuatro años después en la maravillosa «Norma» (1831), de cuyo final declaró el mismísimo Wagner que habría dado toda su carrera por haberlo firmado él. Luego, «I Puritani» (1835), no logró el mismo nivel.
La pareja protagonista ha de darlo todo desde el aria de entrada de Gualtiero «Nell furor delle tempeste», con amplio registro medio y notas estratosféricas que antiguamente se cantaban en falsetones y que hoy resultan inadmisibles, aunque el diapasón haya subido la afinación de las orquestas de 440 hasta superar los 445 para ganar brillantez, empujando a los cantantes hacia los agudos. Una ópera como ésta resultaría un dolor sin grandes voces en el escenario. El Real no las ha podido tener mejores.
Javier Camarena es sin duda el número uno en este repertorio. Reúne la consistencia vocal de un tenor lírico y una increíble facilidad en el agudo, combinado con una ejemplar naturalidad en el canto. Perfecto en la citada aria inicial, fue justamente aclamadísimo en su final «Tu vedrai la sventurata». Todo un tratado de belcanto.
Corría marzo de 2009 y el proyecto «Opera Estudio» que llevaba el Teatro Real presentó un «Don Pasquale» preparado bajo la dirección global de Ernesto Palacio. Se trataba de un proyecto pedagógico para acercar a los niños a la música. Cantaron muchos, pero sobresalió sobre todos ellos una joven que respondía al nombre de Sonya Yoncheva. Hace meses demostró en La Scala que podía con el papel de Imogene. Se reúne con las grandes citadas que lo han cantado desde el «Lo sognai ferito, esangue» para culminar ejemplarmente la escena final, con las notas graves y agudas y el sentimiento en el fraseo.
Aplausos para la escena
El papel de Ernesto es menos lucido, sin aria y con solamente un par de dúos, aunque no exento de dificultades ya que su tesitura es muy amplia. George Petean tiene potencia y calidad vocal, pero resulta un punto lírico y monótono. Tanto el coro como la orquesta compartieron la noche agraciada, con seguridad y calidad, bajo la batuta de Maurizio Benini, cuya principal virtud fue la que tiene que brillar siempre en el repertorio belcantista, ayudar a que los cantantes canten.
Mención muy especial merece la puesta en escena, en coproducción con La Scala, de Emilio Sagi, Daniel Bianco, Pepa Ojanguren y Alberto Fabra, respetuosa con el libreto, sugerentemente evocativa, bella y muy elegante. Como ya viene haciendo en otras producciones emplea espejos en laterales y el techo, cuyos movimientos le permiten cambiar ágilmente de escena. Hubo algunos momentos impactantes, como la simulación del hijo con una cortina enrollada y especialmente la entrada de Imogene en su gran escena final, de enorme belleza. Por una vez se escucharon bravos a una dirección escénica, lo que no es habitual. Una velada que entusiasmó porque, sinceramente, no se puede escuchar cantar mejor y orquesta y escena lo apoyaron. ¡Enhorabuena! Gonzalo Alonso
La representación del día 7, segundo reparto, dejó bastante que desear. No por parte de la orquesta y coros, atinados, sino los cantantes. Albela no está en condiciones para interpretar semejante papel. Con independencia de su falta de musicalidad, voz velada y problemas con los agudos (en la segunda parte bajó un semitono ), desafina a menudo. La Auyanet se superó en el segundo acto, no así el primero, brusca de timbre . El resto del reparto, sin pena ni gloria tirando a mal. Y el montaje me pareció un despropósito.
A ver si el Teatro se ocupa un poco de los sufridos espectadores, porque óperas de este tipo, si no tienen buenos cantantes, resultan plomizas.