Críticas en la prensa: “La Traviata” en el Real
Esta vez hay una gran variedad de opiniones en la crítica, si bien en el fondo todas tienen algo en común, auque unos lo expresen más claro que otros. Llama la atención especialmente las completamente opuestas opiniones de los dos críticos de El Mundo, Ruben Amón y Alvaro del Amo, publicadas en el mismo medio y en la misma página.
LA RAZÓN, 20/04/2015
La Traviata se viste de luto
“La Traviata” de Verdi. E.Jaho, F.Demuro, J.J.Rodríguez, M.Nogales, M.Urbieta, A.Casals, F.Radó, etc.Orquesta y Coro Titulares del Teatro Real. D.McVicar, dirección escénica. R.Palumbo, dirección musical. Teatro Real. Madrid, 20 de abril 2015.
Pocas óperas más problemáticas que “Traviata”. Lo ha sido desde su estreno, aquel marzo de 1851 en La Fenice. Verdi había cosechado un resonante triunfo en Roma con “Trovatore” apenas un par de meses antes. Sin embargo el público veneciano reaccionó mal y también la crítica. Se escribieron cosas como “La música de Verdi tiene el ambiguo mérito de ser digna del pésimo libreto” o “Un argumento sucio”… El mismo autor reflexionaría al respecto “Fue un fiasco, pero ¿la culpa es mía o de los cantantes? El tiempo dirá”. En cierto modo era lógico, porque el autor se separó de las localizaciones en el pasado para situar la acción en la misma sociedad en la que vivía, en aquella sociedad que no tragaba su relación con Strepponi. El tiempo decidió y hoy es una de las óperas más populares. Cierto es que una puesta en escena rompedora -¿Violeta un travesti?- podría volver a incomodar al público. Seguro que, dados los registas de nuestro tiempo, acabaremos viendo algo así.
Violetta puede ser vehículo para éxitos clamorosos y también para fracasos estrepitosos. De lo primero pudo dar fe Callas en la Scala en 1955 y de lo segundo Freni en 1964 en el mismo escenario. Ésta, muy joven entonces y apodada “la Prudentissima”, no lo fue tanto. En cambio Caballé se negó a abordar allí el papel cuando se lo ofrecieron tras su histórica grabación. La Scala tuvo tanto miedo que el título no volvió a ofrecerse hasta 1992 y entonces Muti eligió a una debutante, Tiziana Fabriccini, a fin de no pillarse los dedos.
Obviamente este título no podía faltar en el Real. Se programó en 2003 con regia de Pizzi y Nora Amsellem como protagonista y el día de la premier tuvo que sonar en concierto por una huelga. Ella triunfó y volvió dos años después. Así pues sólo se ha ofrecido la vistosa producción de Pizzi en dos ocasiones y la última en 2005, hace diez años. ¿Por qué, corriendo los tiempos que corren, no se ha repuesto en vez de acometer una nueva producción? La pregunta es aún más oportuna tras ver la muy sombría escena de McVicar, quien no salió a saludar, tan tradicional como la del veneciano y tan oscura que recuerda aquel telón negro que, por todo decorado, tuvieron detrás los cantantes de 2003. Es éste el mayor problema de la nueva producción, al que cabría añadir una dirección actoral excedida de movimientos en ocasiones, cuando en la música está todo, quizá para compensar tanto telón negro. Palumbo siente la ópera. Obtiene una buena prestación de orquesta y coro, concierta con pulso y matiz salvo en la escena de las gitanas –recuerdo imborrable el ensayo de Toscanini-, si bien también quiere compensar desde el foso a base de subir el volumen, tratando de crear las tensiones que no acaban de consolidarse en el escenario. Roza el peligro de apagar a alguno de los cantantes no muy sobrado de caudal vocal.
No es amplio el de Ermonela Jaho, quien canta el papel en los principales teatros europeos, pero muestra inteligencia en la forma de utilizar una voz pequeña y bastante áfona. Además de dar el tipo escénico, es artista. Muestra de ello es el susurradísimo “Dite alla giovane”. Va de menos a más. Lo que a ella le sobra, le falta a Juan Jesús Rodríguez y viceversa. El barítono de Huelva se excede en querer mostrar un caudal del que está sobrado y en cambio matiza poco. A medio caminos entre ambos, en caudal y calidad de fraseo, el académico Alfredo de Francesco Demuro.
El absurdo segundo descanso entre tercer y cuarto acto, cuando la escena apenas varía en toda la obra, corta el ambiente dramático que se empezaba a crear. El acierto de una representación en este tipo de obras, como “Boheme” o “Butterfly”, radica en su capacidad de emocionar. No logré ver ojos humedecidos y es que Violetta y Verdi no son sólo exquisitez canora. Para que llegue el personaje se precisa también volumen.
Dato importante: en el Covent Garden se representa ahora “Traviata”, con Minkowski, Yoncheva, Ismael Jordi y Plácido Domingo. La entrada más cara en el estreno vale 272€. En el Real 381€. Gonzalo Alonso
Fotos: J.del Real y G. Alonso
EL MUNDO, 20/04/2015
Cruz y delicia
‘LA TRAVIATA’
Autor: Giuseppe Verdi. / Director musical: Renato Palumbo. / Director de escena: David McVicar. / Reparto: Ermonela Jaho, Francesco Demuro, Juan Jesús Rodríguez. / Coproducción del Teatro Real, el Liceu y las Óperas de Glasgow y Cardiff. / Orquesta y Coro titulares.
El amor es la justificación primera y última de la vida humana, un postulado que el radicalismo romántico se encargó de exacerbar, alcanzando en la ópera su apoteosis. La traviata verdiana se entrega a tumba abierta a la defensa de una emoción que, al derivar en sentimiento, se instala en el corazón y contagia la mente, los órganos con que contamos para sobrevivir en este «desierto populoso», como llama Violetta Valéry al París del champán desesperado, del desenfreno insomne y de los bailes que expiran agotados al amanecer.
La dama de las camelias (la señora de las flores caras según Henry James) apenas vive durante tres lunas su pasión esencial por Alfredo; de ahí que su drama tienda a representarse más como el tramo final de una desventurada tísica que como la celebración de la única realidad que justifica nuestra presencia aquí: «un serio amore», como bien resume la cortesana, ya harta de brindis.
La cuádruple coproducción presentada en el Teatro Real se inscribe en tal tendencia hasta convertir la historia en un relato funerario desde el inicio, al que le faltan contrastes, jolgorio y luminosidad, como si el verdadero protagonista fuera el bacilo de Koch. La batuta de Renato Palumbo, tosca y errática, opta por el estruendo o la languidez, en vaivén desconcertante.
Ermonela Jaho es una de las Violettas más acreditadas de la actualidad y aquí demuestra su dominio, sus medios abundantes y una absoluta entrega. Poco ayudada por una dirección actoral poco minuciosa y por los vaivenes orquestales, aparece algo incómoda en el primer acto y en exceso lloriqueante en el último. Sus verdugos, los Germont padre e hijo, comparecen competentemente cantados, aunque sus interpretaciones se encuentran lejos de los atributos que los explican como personajes.
El barítono Juan Jesús Rodríguez no es un Giorgio creíble; le falta, empaque, autoridad y nadie le ha explicado cómo debe mirar a la amante de su hijo.
Francesco Demura resulta tímido, rígido y soso como Alfredo, que requiere otro ímpetu y mayor convicción. La discreta función, sin comparecencia de la dirección escénica en el estreno, fue aplaudida abundante y generosamente. Violetta Valéry demuestra, una vez más, su bien ganada. inmortalidad. Alvaro del Amo
RÉQUIEM POR “LA TRAVIATA”
Fue ella el la sorpresa y el acontecimiento de la ópera verdiana, especialmente cuando sobrevino el miserere del último acto. Creímos que se moría de verdad. Incluso hubo espectadores que interpretaron el ataque de tisis de la dama de las camelias como una licencia general para toser.
No consiguieron las toses ni los teléfonos móviles malograr el espectáculo. Predominó el recogimiento propio de una misa de difuntos. Un réquiem que el director de escena David McVicar había ideado sobre una lápida gigantesca. La tarima era la tumba de la mujer descarriada y el argumento dramatúrgico más interesante –y menos visible– de un espectáculo convencional al que otorgó intensidad el maestro Renato Palumbo en el foso. O en la fosa, admitidas las connotaciones funerarias del ritual.
Los aficionados del Real, incluso, se quedaron a aplaudir. No acostumbran a hacerlo. Por las prisas y porque discrepan de las moderneces, aunque el montaje de La traviata estrenado anoche en Madrid produjo un efecto balsámico, terapéutico, conciliador, entre los espectadores conservadores que apoquinan 381 euros en la première.
Muchos de ellos habían huido solidariamente en el descanso de El público. Los ahuyentó el estreno mundial de la ópera Mauricio Sotelo. Y amenazaron incluso con desprenderse de los abonos, pero La traviata ha disuadido las medidas radicales. Más aún cuando la dramaturgia costumbrista de David McVicar les debió resultar tan llevadera como un episodio de El tiempo entre costuras.
Ya lo sabíamos quienes frecuentamos el Liceo el pasado mes de octubre. Descubrimos entonces que las soluciones conceptuales de McVicar sobre los presagios, el fatalismo y la claustrofobia se resintieron de una estética demasiado convencional.
Es un buen montaje para iniciarse y una garantía para asegurarse la afluencia de espectadores en las 16 funciones previstas, pero el puente aéreo de Barcelona y Madrid, pilotado por Joan Matabosch con sus galones de intendente, ha proporcionado un resultado demasiado previsible. Y no porque exijamos una Traviata ambientada en una cabina telefónica, como diría Woody Allen, sino porque la intención de Verdi en la defensa de la mujer descarriada conllevaba embrionariamente la obligación de provocar.
Ni siquiera McVicar se atiene a sus propias indicaciones pedagógicas. Nos anuncia e una lectura intimista, desprovista de oropeles, pero la versión incurre en el prosaísmo, aloja una coreografía vulgar y se desentiende del claroscuro verdiano en beneficio de una oscuridad premonitoria que procura un exceso de monotonía.
Se explica así que el interés del montaje madrileño respecto al barcelonés consistiera en las diferencias del reparto y en las novedades de la versión musical, atribuidas al criterio de Renato Palumbo en una concepción intensa, esmerada y, en ocasiones, sobreactuada de la ópera de Verdi. Remarca el maestro italiano las tinieblas y se recrea en los pasajes sublimes con toda la paleta cromática y tímbrica. Sucedió en Addio al passato y ocurrió cuando Juan Jesús Rodríguez, imponente Germont, nos hizo respirar la melodía de Verdi y reparar la insuficiencia de Francesco Demuro en el papel crucial de Alfredo. Ruben Amón
ABC, 20/04/2015
Las penas con pan
‘LA TRAVIATA’
Autor: Giuseppe Verdi. Int.: E. Jaho, F. Demuro, J.J. Rodríguez, M. Nogales, M. Ubieta, A. Casals, F. Radó, a. González. Dir. escena: D. McVicar. Dir. musical: R. Palumbo, Lugar: Teatro Real, 20-IV
La ópera popular da alas a cualquier teatro, de manera que el Real vuela estos días llevado en volandas por las benignas corrientes de la satisfacción. Anoche levantó el telón para la primera de las funciones dedicadas a «La traviata». Dieciséis en total redondearán la oferta que apurando el tirón se completa con la transmisión el 8 de mayo, en directo para todo el mundo, y en Madrid en museos, centros culturales, plazas y universidades, incluyendo pantalla gigante en la Plaza de Oriente.
De momento, cabe reseñar que hubo aplausos dispuestos a consolar la inmensa pena de Violetta Valéry. También una buena cantidad de móviles en el primer acto: alguno dedicado a «whatsappear» en silencio durante el embrollo, otros empeñados en sonar durante el mismo. En realidad, pocas cosas animaban a prestar atención: de entrada, el maestro Renato Palumbo tropezaba con la concertación del coro, el tenor Francesco Demuro cantaba vulgarmente y la soprano albanesa Ermonela Jaho aparecía empequeñecida entre el timbre oscuro de la voz, un vibrato no siempre afortunado y una emisión calante.
Hubo que observar con atención para percibir que Palumbo apuntaba maneras, siempre más próximo a la retórica de la obra que a poner de manifiesto la quintaesencia de su orquestación. Recién entrado el segundo acto acabaría por convertirse en el gran hacedor de la obra logrando, poco a poco, hacer creíble la enorme sinrazón de este drama conmovedor. A su lado también estuvo Jaho, profundizando en la definición del personaje y recreándose en varios detalles de buena escuela que alcanzaron un punto culminante con el definitivo «Addio del passato». En el resto del reparto primó la materia a la calidad de fondo, la voces solventes y con presencia antes que la interpretación refinada de una historia construida por seres de carne y hueso. Los papeles principales serán sustituidos en los próximos días por otros dos repartos, incluyendo nombres de raigambre como el de Leo Nucci.
Al margen de los detalles propios de la noche, a pocos disgustará está producción firmada por David McVicar y realizada al alimón con el Liceu de Barcelona y las óperas de Glasgow y Cardiff, en la que todo es explícito e inmediato. Concentrado, incluso, pues exige aforar mucho el escenario, lo que redunda en la concentración de la acción. Amplios cortinajes y algún detalle más proponen insistir en el juego del teatro dentro del teatro, del mismo modo que un suelo de oscura piedra evoca la tumba de Violetta. Un amplio equipo de asistentes se ha encargado en Madrid de poner en pie la reposición de un título que necesita poco para llamar la atención. No es casualidad que en otro teatro de la Gran Vía se anuncie estos días la misma obra, demostrando que el público sigue existiendo y a muy distintos niveles de exigencia. Sólo hay que volver sobre un manojo de títulos canónicos para comprobarlo. A partir de ahí, alguna responsabilidad tendrá también el sistema educativo a la hora de conseguir que sea viable ir más lejos. Alberto González Lapuente
El PAÍS, 22/04/2015
La Traviata
Música de Giuseppe Verdi. Con Ermonela Jaho, Francesco Demuro y Juan Jesús Rodríguez. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Renato Palumbo. Dirección escénica: David McVicar.Teatro Real, hasta el 9 de mayo.
Alfredo recuerda: el día en que consiguió a la mujer que amaba en secreto desde hacía un año, el tiempo en que vivieron felices lejos del mundanal ruido, el día en que la perdió irremediablemente para que su padre salvara —o creyera salvar— el buen nombre de su familia, el día en que, tras reencontrarse, murió en sus brazos. Antes de que suenen los primeros acordes del Preludio, Violetta Valéry ya está muerta: el negro invade la escena, varios hombres, al fondo, inventarían sus enseres antes de ser subastados y Alfredo pasea cabizbajo ante su tumba. A partir de ahí, reconstruimos la historia de esta mujer en un escenario que parece renunciar a sus dimensiones reales para convertirse en uno mucho más reducido, opresivo a ratos, el que van construyendo a su antojo los fogonazos de la memoria para repasar el tránsito de una Violetta de vida disoluta (los cortinajes negros tienen tanto de presagio fúnebre como de refinado ambiente prostibulario), que se redime por amor y que acaba siendo mártir de este mismo sentimiento en un París que no es el que vio nacer las obras de Dumas y Verdi, sino uno alrededor de treinta años posterior, aún más podrido e hipócrita que el de los comienzos del Segundo Imperio, coetáneo de la falaz Vetusta de Ana Ozores.
Pero no se trata, claro, solo de amor: también de sexo, y uno de los aciertos puntuales de McVicar es mostrarnos a Violetta desnuda sobre la cama al comienzo del segundo acto. Ella sabe del tema y Alfredo ha sucumbido también a esos encantos. La pena es que esta imagen apenas encuentra desarrollo en el curso posterior de la acción y, en este sentido, resulta difícil comprender cómo, tras el reencuentro tan anhelado por ambos al final del tercer acto, Alfredo irrumpe en la habitación en que su amada se consume de tisis y, sin apenas cruzarse sus ojos, a su espalda, apoya levemente las manos sobre sus hombros mientras una y otro cantan Amato Alfredo y Oh mia Violetta mirando al público, en lugar de arrobarse en la contemplación mutua.
Con la sustitución de la anunciada Patrizia Ciofi por Ermonela Jaho en el personaje protagonista se ha ganado en frescura y calidad vocal, pero también —a tenor de lo visto— se ha perdido en dicción (terrible la de la albanesa, casi siempre incomprensible) y, sobre todo, en credibilidad teatral, ya que el montaje parece adecuarse mejor a una Violetta mucho más hecha y experimentada que la joven Jaho, parca al revelar la compleja y comprimida metamorfosis vital que se ve obligada a representar en un par de horas.
Su vestuario —negro en el primer acto con una pequeña flor roja en el escote, blanco al comienzo y rojo al final del segundo, blanco apagado de nuevo en el tercero— comenta sin palabras esa transformación que ella hizo poco por resaltar y matizar. Musicalmente, se acomodó con habilidad la partitura a sus capacidades y reservó lo mejor de su arsenal para el tercer acto, el que desata la empatía del público y garantiza un triunfo seguro a la protagonista. Salvó con astucia sus insuficiencias en el registro grave y se recreó, a veces en exceso, en las notas agudas en que la voz luce su timbre más atractivo.
Francesco Demuro, que también debutaba en el teatro, dio vida a un Alfredo un tanto plano, timorato a ratos, aunque en lo musical fue mucho más respetuoso con la escritura de Verdi. Juan Jesús Rodríguez, aplaudidísimo al final, compuso un Giorgio Germont altivo y hierático, con cuidada línea de canto, pero emisión vocal un poco estrangulada. Desde el foso, Renato Palumbo se mostró imprevisible y caprichoso: entre una dirección detallista y otra abiertamente teatral, no pareció decantarse por ninguna y se limitó a concertar con desparpajo, eficacia, escaso refinamiento (ya los cruciales sforzandi del Preludio sonaron bastos) y muy pobre emotividad.
Es una lástima que, por enésima vez, ambos directores hayan sucumbido a la nefasta tradición interpretativa de esta ópera, que dicta cortes implacables y absurdos casi por doquier. Jaho no cantó, por ejemplo, la segunda estrofa (A me, fanciulla) de su aria del primer acto, lo que desequilibra —entre otras cosas— el buscado paralelismo con suAddio del passato</CF> del tercero, en el que sí que cantó las dos. Se mutilaron asimismo parte de la cabaletta de Germont y del dúo final de Violetta y Alfredo, y tampoco sonaron las exclamaciones finales tras la muerte de Violetta. ¿Cómo puede una tradición irreflexiva y equivocada imponerse a las convenienze intrínsecas al género y al diseño de tiralíneas de un compositor puntilloso y un cabal hombre de teatro como Verdi?
Con los ingresos por taquilla garantizados, las quince funciones restantes servirán para poner a prueba a otros debutantes (y vivir, por tanto, otras Traviatas) y para escuchar en tres de ellas el Giorgio Germont de Leo Nucci, toda una invitación a los amantes de la nostalgia, el mismo sentimiento que se apodera de Alfredo Germont al recordar todo aquello que pudo ser y no fue. Luis Gago
Fotos: Javier del Real
Mas que un comentario, quisiera hacer una pregunta, por que siempre se habla del primer elenco y en este caso concretamente había tres que trabajan tanto como el primero para dar todo lo que tienen, que en algunos casos son mejores que el primero.
Si es cierto que así como de pasada algo se dice del tercer elenco, pero exclusivamente por que intervenía en el Leo Nuzzi.
Ya que se busca una forma de adaptar las operas al tiempo en que vivimos, desastroso por cierto en la mayoría de los casos, e incluso con escenas que no solo no tienen nada que ver con la idea que se supone la creo su autor, además introducen escenas demasiado explicitas y fuera de tono, no me estoy refiriendo concretamente a Traviata, hablo en general y todos sabemos que las hay.
En fin lo que yo quería exponer, es porque no se cambia esa costumbre, que sinceramente no comprendo, y se habla de todos los que intervienen en las representaciones sean dos o tres elencos, ellos también se dejan la piel en los ensayos y en las representaciones.
Gracias por permitirme dar mi opinión, solo añadir que el elenco que yo vi (no voy a decir cual) a mi me pareció que tuvo momentos brillantes