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escena-ocaso-dioses-teatro-realComentarios en la prensa: Ocaso de los dioses en el Teatro Real
escena-partenope-teatro-realCríticas en la prensa a Partenope en el Teatro Real (1º y 2º reparto)
Por Publicado el: 14/12/2021Categorías: Diálogos de besugos

Críticas en la prensa: La Bohème en el Teatro Real

LA BOHÈME (G. PUCCINI)

El Teatro Real cierra el año con la reposición de la producción que Richard Jones diseñó para La Bohème de Puccini, un montaje estrenado hace 4 años y que se recupera ahora por la necesidad de ceñirse a una situación crítica y unos presupuestos ajustados. Esta decisión ha despertado reacciones diferentes entre los críticos de los diarios nacionales, cuyas opiniones se recogen a continuación. Si bien para algunos su austeridad y discreción no afectan al drama, que se desarrolla eficazmente, para otros resta magia al poder del teatro para producirla.

Las opiniones respecto a los cantantes son homogéneas, subrayando la interpretación de los dos líderes del reparto, Ermonela Jaho y Michael Fabiano, y llamando la atención sobre la calidad siempre en ascenso de las actuaciones de Ruth Iniesta. No hay unanimidad en cuanto a la dirección musical, para unos mantiene con esta lectura la delicadeza, riqueza y conocimiento que ha demostrado en actuaciones anteriores y para alguno ahoga a los cantanes. Ya se sabe lo que son los críticos… Curioso es leer lo que escriben ahora y lo que escribieron hace cuatro años. No se lo pierdan, tecleando aquí.

Intérpretes: Ermonela Jaho, Michael Fabiano, Ruth Iniesta, Joan Martin-Royo, Vicenç Esteve, Lucas Meachem, Krzysztof Baczyk, Roberto Accurso. Orquesta y Coro titulares del Teatro Real. Dirección de escena: Richard Jones. Dirección musical: Nicola Luisotti. Teatro Real. Madrid, 12-XII-2021.

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Michael Fabiano (Rodolfo), Ermonela Jaho (Mimì)

EL PAÍS 13/12/21

La bohemia tirita bajo la nieve.

La producción de ‘La Bohème’ de Richard Jones regresa al Teatro Real cuatro años después, acompañada ahora de una versión musical extraordinaria acogida con entusiasmo en el estreno

La Royal Opera House repone estos días El cascanueces en la ya clásica producción de Peter Wright: como reza su propia publicidad del ballet de Chaikovski, “la Navidad no sería la Navidad sin él”. El Teatro Real, coproductor del espectáculo, hace lo propio con esta Bohème estrenada precisamente en el Covent Garden en 2017 (y pocos meses después en Madrid), sustituta en su día del histórico montaje de John Copley, que acabó estirándose en Londres como una goma durante más de cuatro décadas. Ambientada en parte en los últimos días del año, nadie podrá negar a la ópera de Giacomo Puccini su pertinencia temporal en estas fechas, por más que su final no sea precisamente alegre, festivo ni optimista, del mismo modo que la enfermedad respiratoria que acaba consumiendo a la protagonista no es tampoco la visión más halagüeña ni esperanzadora en la actual coyuntura sanitaria. Aun así, las reposiciones ―aquí y en todas partes― deben ser vistas siempre con ojos comprensivos: los teatros de ópera necesitan hacer caja despreocupadamente de cuando en cuando, sin margen de riesgo, con objeto de llenar sus arcas más o menos en la misma medida en que se ven vaciadas por costosísimas nuevas producciones o por incursiones en repertorios poco o nada comerciales, léase títulos infrecuentes, redescubrimientos barrocos, resurrecciones patrias o, citando a Ligeti, nuevas aventuras.

Cuando La Bohème sí fue realmente una primicia, en su estreno en el Teatro Regio de Turín en 1896, fue acogida con opiniones muy divididas. El motivo es que acababa de estrenarse menos de un mes antes en la ciudad la primera producción italiana de Ocaso de los dioses (la siguiente ópera que, casualmente, recalará en la Plaza de Oriente a partir del 26 de enero) y los críticos se empeñaron en comparar la desmesura de una con la levedad de la otra o, con sus propias palabras, la “organicidad” que transpira la última jornada de El anillo del nibelungo y la “puerilidad” y “superficialidad” de una ópera episódica inspirada en algunos de los personajes que pueblan las Scènes de la vie de bohème de Henry Murger. No era una comparación justa, porque al compositor italiano, que logró esquivar en buena medida la influencia omnipresente de Wagner, le gustaba cantar las “cosas pequeñas”, una expresión que llega a poner incluso en boca de Cio-Cio San en Madama Butterfly y que reencontramos en una carta que escribió el compositor a Carlo Clausetti el 10 de julio de 1911: “Poesia, poesia larga, scene varie, piccole cose, altre meno piccole, ma sempre umanamente sentite”. Nada de dioses, ni gibichungos, ni normas ni fuegos mágicos: el tocado rosa de Mimì, el manguito de Musetta, el tabardo de Colline.

Hoy la bohemia es ya una reliquia del pasado que nos legó en su día grandes y pintorescos personajes, la mayoría olvidados. Los desahucios, las infraviviendas o el bono social térmico en los meses de invierno siguen tristemente, sin embargo, a la orden del día. Con esos ojos hay que ver hoy a estos personajes ―costurera, poeta, pintor, músico, filósofo― que Puccini retrata con un verismo amable y muy atenuado, contrastando tanto la intimidad de su buhardilla con los bulliciosos paisajes sonoros urbanos de los dos actos centrales, como la comicidad que dimana de la camaradería reinante entre los bohemios (la pobreza une mucho) con la tragedia que se vislumbra en el primer acto y se consuma en el cuarto.

Sin abandonar París, Mimì es una hija lejana de Violetta, la heroína de La traviata. Une a ambas la tuberculosis, con la inevitable muerte final incluida, pero las separa su entorno social, su profesión, su posición económica y, muy posiblemente, su actitud ante el sexo. Entre una y otra, en la vida real, Robert Koch descubrió el bacilo que provocaba la enfermedad, tenida hasta entonces por hereditaria. Por eso se ve con otros ojos en una ópera poblada de burgueses y aristócratas ociosos frente a los bohemios y los humildes trabajadores que vemos desfilar por el melodrama de Puccini: ahora la tuberculosis ha pasado a ser una enfermedad de pobres, de personas que malviven a dos velas, hacinadas en cuartuchos de edificios humildes. También las flores distinguen a Violetta de Mimì: las camelias de una (símbolo, según el color blanco o rojo, de su disponibilidad sexual) contrastan fuertemente con los lirios y las rosas que borda la otra. Solo las toses auguran, como negros nubarrones, un destino idéntico para ambas.

La producción de Richard Jones ha vuelto a exhibir sus virtudes, más que sus genialidades: un espacio pequeño para retratar la buhardilla y hacer creíble la intimidad entre Rodolfo y Mimì en la segunda mitad del primer acto y la posterior muerte de ella, arropada por sus amigos, al final del cuarto; un comedor del Café Momus también muy reducido para concentrar mejor el ir y venir de frases de todos los comensales, que se contrapone en el segundo acto a esas galerías de tiendas comprimidas en una falsa perspectiva; y una casucha diminuta en el tercero que hace las veces del cabaret prescrito en el libreto y que, junto a un barril a modo de brasero, parece una minucia en medio del gran escenario vacío del Teatro Real, sobre el que cae incesantemente la nieve, como al final del primer acto. La lucha contra el frío de unos personajes ateridos es, de hecho, una constante a lo largo de toda la ópera. Los cambios de escenografía se realizan a la vista del público mientras los técnicos desplazan unos decorados para dar paso a otros. La visibilidad de decorados antiguos y futuros conviviendo con los presentes nos aleja, por tanto, de la realidad y deja al descubierto el artificio, siempre muy bien iluminado, pero la música nos sumerge indefectiblemente en ella. Jones lo sabe y fía, como debe ser, la credibilidad a la partitura de Puccini. Nada que ver con aquella legendaria producción de Franco Zeffirelli que inauguró la temporada del Teatro alla Scala en 1963 y que sirvió de vara de medir para muchas de las posteriores. También Jones parece aquí amigo de las “piccole cose”.

Tan solo un cantante sobrevive del estreno de esta misma producción en el Teatro Real en 2017: el barítono Joan Martín-Royo, un Schaunard tan expresivo, bien cantado y actuado entonces como ahora. Todo el resto cambia y, en general, para mejor. En primer lugar, por la excepcional pareja protagonista. Ermonela Jaho ha demostrado en Madrid que sabe hacer creíbles como pocas las enfermedades del cuerpo o del alma de mujeres desvalidas y abandonadas (Violetta Cio-Cio San). Su físico frágil y sus muy notables dotes de actriz le ayudan, pero donde brilla de verdad es en su canto, al que solo sigue faltándole ganar un entero más en la claridad de su dicción italiana. Por lo demás, compone una Mimì austera, delicada, grácil, aprovechando cuanto le ofrece la partitura, que roza lo exiguo, para dotar de entidad y credibilidad a su personaje. Nunca fuerza el volumen de los agudos, del mismo modo que tampoco exagera en los pianos, a los que sabe imprimir una extraordinaria belleza tímbrica. Su aria del tercer acto, muy aplaudida. A su lado, Michael Fabiano se muestra aquí más cómodo que en aquella milagrosa Traviata que se sacó el Real de la manga el año pasado a poco de que saliéramos del confinamiento. Su Rodolfo, de voz flexible y agudos fáciles y rotundos, irradia desenvoltura en las escenas con sus compañeros de bohemia, al tiempo que derrocha amor cálido y sincero en los dúos con Mimì, incluyendo sus muy bien expresados temores en su aria del tercer acto, donde el estadounidense raya a gran altura, claramente motivado y espoleado por el arte grande y sincero de su compañera.

Del resto del reparto destaca Ruth Iniesta como Musetta, a la que Puccini regala un aria con una de las mejores melodías que imaginó, a pesar de moverse por grados conjuntos y de tener solo dos sencillos descensos de quinta como su elemento más característico. Si pocas son las posibilidades de lucirse de Mimì, menos lo son aún las de Musetta, que debe fiar su triunfo a su aria y poco más, aunque Iniesta dibuja con gran talento su transformación casi radical en el cuarto acto. El joven bajo polaco Krzysztof Bączyk deja una buena y, sobre todo, prometedora impresión como Colline, mientras que Lucas Meachem da vida a un Marcello algo rígido, más incómodo en las escenas colectivas y mucho mejor en su intimista dúo con Marcello del cuarto acto. Los cuatro bohemios, como cuarteto, poseen voces muy complementarias y eso ayuda mucho en los arranques tan locuaces y verbosos de los dos actos extremos. El coro, obligado a cantar aún con mascarillas, ofrece su mejor versión en su abigarrada escena del segundo acto, al igual que los Pequeños Cantores de la JORCAM, que jamás defraudan.

Pero la verdadera estrella de la representación, y no es la primera vez que sucede, es Nicola Luisotti, que imparte una lección magistral de dirección operística desde el foso, con la sonrisa puesta desde el primer compás y disfrutando ―y haciendo disfrutar a todos: cantantes, instrumentistas y público― con las mil y una pequeñas genialidades que contiene la música de Puccini como si estuviera dirigiéndola por primera vez. Nadie hace sonar a la cuerda del Real con la expresividad y ductilidad que él sabe extraer de ella. El italiano sabe que La Bohème se mueve constantemente entre lo banal y lo sentimental, entre lo poético y lo prosaico. Cuando las emociones pasan, a menudo de manera imperceptible, al primer plano (“¿Hay algo en el mundo más conmovedor que juventud y amor y tuberculosis?”, se preguntaba Virgil Thomson en la crítica de una representación de esta ópera en el Metropolitan de Nueva York en 1941), Luisotti prepara el terreno y dispone a toda la artillería, no de decibelios, sino de sentido y sensibilidad (o sensatez y sentimiento, si damos más crédito a José Luis López Muñoz). Envuelve a los cantantes con un manto de seda terso, libre y ondulante, como hace en los tres grandes dúos de Rodolfo y Mimì, con mención especial a cuando ella canta “si rinasce, si rinasce…”, o les va tejiendo una alfombra de terciopelo antes de que la pisen, como la que despliega ante Mimì en el preludio instrumental de su “Sono andati?” tras despertarse efímeramente al final del cuarto acto. Sabe verter con transparencia la gran riqueza polifónica de la partitura y sus brazos dibujan siempre de forma gráfica el volumen exacto de la música: cuándo debe volar, cuándo remansarse, cuándo acumular tensión, cuándo liberarla, cuándo salpicar de color un lienzo imaginario, cuándo alargar el pincel en un solo trazo interminable. En estos últimos años ha dejado en Madrid tantas muestras de maestría en varios títulos capitales de Verdi y Puccini que Luisotti se ha ganado con creces la oportunidad de poder lucirse también en repertorios diferentes.

La Bohème retrata una “vida alegre y terrible”, como escribió Henry Murger en el prólogo de la obra que sirvió de inspiración a Giuseppe Giacosa y Luigi Illica, que decidieron reproducirla al comienzo de su libreto. Todo sucede velozmente en menos de dos horas que pasan en un vuelo, sobre todo si, como aquí, las cosas se hacen bien y con cabeza. Así lo percibió también el público del estreno, que aplaudió como pocas veces suele hacerlo. Una puesta en escena parca y sencilla, pero discreta y eficaz; un excelente y homogéneo grupo de cantantes, encabezados por una soprano y un tenor de campanillas, en su plena madurez vocal y que se compenetran a la perfección; una orquesta entregada y con personalidad en todas sus secciones; una dirección musical superlativa. ¿Qué más se puede pedir? Acudir a partir de hoy al Teatro Real es recibir un regalo de Navidad anticipado. Luis Gago

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Ermonela Jaho (Mimì), Claudio Malguesini y Elier Muñoz, cantantes del Coro Titular del Teatro Real

ABC 13/12/21

La novedad madrileña de ‘La Bohème’

[…] Apenas iniciada la representación, los aplausos y también las aclamaciones ya cocinaban el éxito, definitivamente confirmado en la ovación final. Se festejó con alegría el tener un reparto armado y potente, la soltura y calidad de la orquesta dirigida por Nicola Luisotti, la cómoda propuesta escénica de Richard Jones, tan esencial como bondadosa… la intensidad de la obra. La producción del Real, en colaboración con el Convent Garden de Londres y la Lyric Opera de Chicago, se estrenó en Madrid en 2017 y vino a sustituir a la muy exorbitante firmada por Giancarlo del Monaco, estrenada en 1998 y repuesta en dos ocasiones. […]

En el caso de Richard Jones se trata de ajustar el foco, pasando sin rozadura de lo íntimo a lo magnífico: desde la buhardilla esquemática que muy cerca de los espectadores ayuda a respirar el aliento de los personajes, al encaje de grandes galerías de perspectiva forzada en el barrio latino. El movimiento de la escena a la vista del espectador señala el artificio, aunque, independientemente de su factura, apenas aspire a facilitar una lectura particular de la obra. El trabajo escénico es correcto y subordinado, poco original en su esencia […].

[…] Merece la pena tener en cuenta a Ruth Iniesta quien ofrece una Musetta capaz de lo histriónico en su vals, ‘Quando m’en vò’, y de acompañar la muerte de Mimì con un cariño muy particular. El momento es siempre especial, sobre todo si se canta de manera sencilla y tierna como lo hace Ermonela Jaho […].

El final de ‘La Bohème’ es un destino previsible al que el maestro Nicola Luisotti llega tras moldear la obra en un abanico expresivo formidable. Nunca habrá un propósito de penetración anímica, pero a cambio ofrece una lectura musicalmente íntegra, en complicidad con una orquesta estupendamente conjuntada […]. La receta está tan bien equilibrada, es tan leal a la obra, que es fácil seguir compartiendo la reflexión del viejo crítico al señalar que «‘La Bohème’ entró con gusto en el público madrileño». Alberto González Lapuente

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Ruth Iniesta (Musetta), Lucas Meachem (Marcello), Joan Martín-Royo (Schaunard), Michael Fabiano (Rodolfo), Coro Titular del Teatro Real y actores

EL MUNDO

Crítica de ‘La bohème’ en el Teatro Real: artistas en libertad

Pese a la entrega del público, la versión de Richard Jones de la ópera de Puccini no ayuda a los cantantes, ahogados por la batuta de Nicola Luisotti

Vuelve la gran obra maestra, siempre oportunamente. Ya vimos hace cuatro años esta coproducción de nuestro Teatro Real con otros teatros líricos de primera categoría, de Londres y Chicago. No parece que la bien conocida historia de los artistas ateridos necesitara mucha opinión, presentándola en unos escenarios en exceso estilizados o en exceso sobrecargados y obligando al espectador a dar un paso atrás en su observación; ya sabemos lo que ocurre, los sabañones metafóricos y la persistente tiritona que sufren todos no necesita mayor explicación.

El melodrama está tan bien escrito, literaria y musicalmente, que despliega desde el arranque la proeza de sintetizar en acciones muy detalladas lo que vive y siente el grupito de criaturas admirables que solo requiere para proclamar de nuevo la diáfana historia de su heroísmo modesto un retrato no necesariamente realista de los ámbitos distintos donde apechugan con la gelidez.

Aquí se les confina a un paralelepípedo, se abarrota el acto parisino o el decorado huye sin objetivo identificable. Pocas óperas comparten las virtudes desplegadas en este título modélico, a menudo aquejadas por el estatismo, la reiteración o una dificultad argumental que no asoman en la sintética brevedad de un relato digno de Guy de Maupassant. ¿Por qué complicar lo sencillo y enturbiar lo que está muy claro? La versión de Richard Jones y sus colaboradores no ayuda a los cantantes, apenas dirigidos como actores, ni dialoga armoniosamente con la orquesta.

Michael Fabiano es un Rodolfo discreto, de voz ácida y poco fogoso; Ermonela Jaho, excelente de voz, es lo mejor de la velada, como una Mimí poderosa, concebida como mujercita pacata; a Ruth Iniesta, tan buena actriz como cálida cantante, se la obliga a exagerar como una Musetta canalla (en la acepción francesa del término); Lucas Meachen es un Marcello algo rudo. No resultan verosímiles estos bohemios, representados con poca convicción. Más que una pandilla de estrafalarios son personas de una impecable dignidad; artistas mediocres el literato, y el músico, un mero diletante el filósofo, pero el ideal al que se inmolan es otro, más exigente y excelso, la libertad. Así lo expresa la arrebatada música de Giacomo Puccini, que la batuta de Nicola Luisotti vuelve a convocar sin excesiva sutileza, ahogando a menudo a los cantantes.

El público, siempre agradecido cuando se le vuelve a ofrecer uno de sus bocados favoritos, celebró la inminente Navidad con la esperanza de que la pandemia remita de una vez. Álvaro del Amo

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La Boheme en el Real

LA RAZÓN 13/12/21

Fogonazo de luz

Un teatro debe mantener producciones que sean sus señas de identidad, como bien hace el Met con varias de Zeffirelli, y el Teatro Real se ha equivocado en esta destrucción

Ya hace cuatro años que se pudo ver esta producción de Richard Jones en el Teatro Real. Mi crítica de entonces era reveladora de muchos detalles. La producción proviene de un acuerdo triple con el Covent Garden y Chicago de alta rentabilidad. Lamentablemente, de la mítica producción de Giancarlo del Monaco no queda nada. El Real la ha destruido para reutilizar sus materiales en otras producciones. Al poco tiempo de reabrirse el Real nos quejábamos de que no se habían mostrado las posibilidades del teatro. Se decidió encargar a del Monaco una producción que por fin lo lograse y esa fue “La Boheme”. Tres veces se repuso, de ella se ofrecieron más de sesenta representaciones y ha sido una de las producciones más rentables del Real, dado lo mucho que ha girado. Sin ir más lejos dos veces al Liceo. Pero ha pasado más de una década y el público ha cambiado. La mayoría de los que hoy acuden al teatro estarían felices de ver una puesta en escena como aquella, absolutamente espectacular en sus decorados y en unos cambios de escena impactantes, amen de un inspiradísimo tercer acto que contrasta con el pobrísimo de Jones. Un teatro debe mantener producciones que sean sus señas de identidad, como bien hace el Met con varias de Zeffirelli o el mismo del Monaco, y el Teatro Real se ha equivocado en esta destrucción. La caja ha perjudicado al arte. Mejor hubiera sido reparar la de del Monaco.

Richard Jones es un afamado director de teatro y su experta mano se deja ver en el Real. Hay dirección de actores y ello se celebra. En estos tiempos hay que hacer de la necesidad virtud porque es imposible invertir en una producción de tipo realista el dinero que se requiere y por ello ha de recurrirse a otras vías. La de Jones, con su realismo conceptual, es una de ellas. Wieland Wagner afrontó la problemática en Bayreuth cambiando decorados por luces. Jones no llega a tanto y algunas de sus luces son un desastre. Así el fogonazo que abre el cuarto acto para alumbrar una insípida buhardilla y deslumbrar al espectador. La nieve como leitmotiv, los cambios de decorados y la propia maquinaria a la vista dan una sensación de espectáculo continuo a pesar del contraste entre el minimalismo del primer acto y relativa la vistosidad del segundo en una exhibición de vestuario. Se ven las tripas y eso crea una frialdad adicional de otro tipo a la del clima de “Boheme”, que resta mucha de la esperada emotividad de la siempre admirada partitura. Funciona, pero sin emoción. Afortunadamente hay otro fogonazo: el de la pareja protagonista.

Ermonela Jaho es una artista que transmite. Cuida mucho la expresividad de los parlatos, pero a su voz, muy entregada en lo expresivo, le falta un punto de brillo, porque la franja grave está construida artificialmente. Ello se compensa en roles como Mimí, que han de interpretarse con la emoción a flor de piel y ella lo hace, ganándonos con su entrega, teniéndonos con el corazón en un puño y contagiando al resto del reparto. Cada vez hay que valorar más este don frente a la fría técnica de muchos cantantes e instrumentistas. Michael Fabiano es otro artista habitual en el Real. Posee un timbre grato y amplio caudal. Parece haber superado algunos problemas del pasado en el registro alto, ya que mantuvo una seguridad aplastante, aunque con el habitual semitono abajo en la “Gelida manina”. Menos sutil, pero con buena voz, el Marcello de Lucas Meachem, y se desenvolvió muy bien Ruth Iniesta como Musetta. Está que se sube. Por el contrario, le faltó la gravedad de Colline al alto bajo Krzysztof Baczyk.

Resulta curioso escuchar casi en días sucesivos “Butterfly” y “Boheme” con dos buenas orquestas como las del Palau de les Arts y el Real. Muy difícil cuál de ellas sonó mejor. Una vez más, buen trabajo de Nicola Luisotti. Al final, grandes aplausos para la pareja protagonista que habrían sido grandes ovaciones si la escenografía hubiese ayudado. Gonzalo Alonso

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